
Querido diario:
Esta noche, en mis sueños, había sombras. Sombras ocultas tras otras sombras. Escondidas en la penumbra que dejaban las luces al morir. Tristes rastros tenebrosos de algún misterio olvidado de mi mente, fruto del terror desconocido, en una despiadada lucha por superar mis miedos.
En esta ocasión, andaba por una calle conocida, recuerdo de mi niñez —no precisamente agradable—. El atardecer se deshacía en brumas frente a la vieja calzada. empezaron a tintinear las farolas, lanzando improperios amarillentos de luz, queriendo ser sol… y no dando la talla.
En el cruce la vi pasar, y supe de inmediato que venía a por mí. Ese viejo monstruo vestido de pardo por las tinieblas. Me esperaba debajo de cada coche aparcado, detrás de cada contenedor de basura aislado. Sintiéndome perseguido, empecé a apresurar mis pasos.
La niebla se hizo espesa. A tientas, pude discernir que el lugar al que había huido era un callejón sin salida. En las sombras, lento como el compás de un funeral. Con su mirada ardiendo y su aliento helado, el monstruo se iba aproximando.
Con los puños apretados y el sudor frío empapando mi cuerpo, recordé que de niño tenía un método para alejar mis miedos. Una canción infantil. Un mantra esotérico que recitaba las noches sin luna, para ahuyentar a las criaturas que habitaban en el armario.
Soy luz de luna llena,
soy brisa y estrella,
ningún monstruo oscuro
puede entrar a mi vera.
La niebla empezó a menguar, tragada por las alcantarillas, dejando descubierto el terreno.
Tengo un escudo invisible,
tengo luz en el corazón.
Si algo ruge en la sombra,
yo le canto mi canción.
Empecé a sentir esa calidez del “todo va a ir bien”, iluminando con cada palabra mis manos, mi piel, mi alma. Retrayendo las sombras. Despojando de misterio el callejón.
Soy luz de luna llena,
soy brisa y estrella,
ningún monstruo oscuro
puede entrar a mi vera.
En el centro estaba el monstruo. Quieto, cabizbajo. Ya no amenazaba en la penumbra. Ya no era un terrible secreto.
Era un osito de peluche, sucio, manchado por el abandono y por la pena.
—¿Mumo?
El osito levantó levemente su desconchada cabeza. Dejaba ver, en el reflejo de la luz, ojitos de cristal con una pizca de arrepentimiento.
—¿Eres tú el monstruo, Mumo?
—Sí. Me abandonaste aquel día. Me quedé solo, postrado en aquella escalera… solo, mientras oscurecía.
—Y en mi memoria quedaste como el descuido de un pecado.
Me acerqué a él y lo abracé fuerte, volviendo a ser el niño que fui. Recordé las frases de combate. Las de un niño frente a sus pesadillas:
“Si Mumo me abraza, el miedo se pasa.”
Esta vez no quise despertar. Pero entendiendo que el sueño llegaba a su fin, decidí hacerlo. Porque era mi voluntad.
El despertador aún no había sonado y el aroma a café recién hecho ocupaba ya los primeros rayos de sol.
Zola Jesus – Skin
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