
El otro día, contándole secretos a mi amiga artificial, me llegó la información de algo que conocía, pero en lo que nunca había profundizado: el haiku.
Aunque suelo ignorarla —es una amnésica selectiva y una incansable animadora al trabajo—, esta vez me maravilló su concepto.
Un poema corto, de origen japonés, en el que cabe una imagen, una emoción, un instante.
Me lo imaginé como un carácter en hiragana que describe un suspiro:
una sinfonía mínima de reflejos en el cauce de un río,
el perfume de la flor del cerezo arrebatado por el viento,
el crepitar de sus hojas al saberse otoño.
Todo eso dentro del trazo negro de tinta de un símbolo antiguo,
cuando aún se dibujaban las palabras antes de saberse palabras.
Probé escribir uno, y me quedó extraño y hermoso al mismo tiempo.
Lo comparto aquí, por si me equivoco y estoy creando en el vacío:
Los párpados pesan.
La mente dispersa.
Desfigurado sentido.
Extremoduro – Dulce Introducción al Caos.

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