
Llegaba al claro del bosque cansado de caminar, pero oscurecía ya; no podía detenerse, quizás cinco minutos más, no más. Fue entonces cuando la vio: preciosa, caminando grácil entre la maleza. Quiso volver sobre sus pasos, pero estaba paralizado. El anochecer comenzaba.
Ella, ausente en la profundidad de sus pensamientos, cortó una margarita y siguió caminando sin rumbo. Fijó la vista al frente justo cuando arrancaba el primer pétalo de su flor y dijo para sí misma:
—¿Me quiere?
Sintió su intensa mirada clavarse en él y, dudando solo un segundo, corrió.
—No me quiere.
Corrió como si el diablo la persiguiera.
—¿Me quiere?
Avanzó rápido entre los árboles.
—No me quiere.
Saltó el riachuelo sin importar el frío del fin de la tarde.
—¿Me quiere?
Esquivó veloz la sombra de los árboles.
—No me quiere.
La luz se deshacía bajo sus pies.
—¿Me quiere?
El cansancio no ayudaba.
—No me quiere.
El final estaba cerca.
—¿Me quiere?
Se podía ver ya la salida del bosque.
—No me quiere.
Sin dejar de avanzar, miró atrás.
—¿Me quiere?
Tropezó con las ramas y cayó de bruces.
—No me quiere.
Se levantó rápido, le costaba caminar.
—¿Me quiere?
Pero el miedo le hizo coger velocidad.
—¡Me quiere! —susurró la joven con una sonrisa, mientras tiraba del último pétalo.
Temiendo por su vida, él saltó todo lo que pudo; necesitaba cruzar el pequeño muro de piedra que rodeaba el bosque. Sintió un tirón en la parte trasera de la camisa; la angustia le recorrió el cuerpo. El sonido de la ropa rasgada precedió al golpe. Había caído al otro lado del muro.
—Me dijiste que me querías —dijo ella, enseñándole la flor deshojada.
—Es verdad, te quiero. Pero también quiero seguir vivo.
Se miraron fijamente. Ella desde el bosque, él desde el otro lado del muro. La noche hizo al silencio, y el silencio se hizo agradable.
Sirenia – My Mind´s Eye
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