
Aquella vez que desapareciste en silencio, dejándome una nota que decía algo del espacio exterior, hizo que me arrinconara en aquel sofá. Quedé sepultado por el polvo del amanecer, con la única compañía de la araña que tejía el tapete de mi tristeza.
Desperté de mi letargo invernal cuando, con tono desconocido, quebró el silencio mi móvil para decirme que venías de camino. Pidiendo disculpas a mi arácnido amigo, abrillantando cada hebra de seda, convertí el suelo en espejo y zurcí las cortinas de falsa indiferencia.
Quise preparar algo rico para merendarnos el destino, pero al asomarme a la nevera solo pude ver un brick medio vacío de leche entera. De tan fermentada que estaba, no solo hervía con furia descontrolada: había criado un bífidus cabreado que ahora me atacaba con desagrado.
Dejé a la bacteria atrincherada en la huevera y, sin un mal bocado que darte, fui a recibirte a la puerta. Total, para nada: viniste a recoger la maleta. Me contaste de aventuras por vivir, de mares por salar tu piel y de amaneceres a perseguir. Saliste sin reparar en la mugre de mi soledad latente, de corazón zurcido en la vera del resquicio de la puerta, dispuesto a avanzar sin tu mirada.
De pura rabia, cogí a mi araña con su tela a media asta, a mi probiótico glotón de fermentos lácteos y a la mota de polvo que quedó en la cornisa de mi alma. Corrí rumbo a la playa, donde me contaron sobre el inicio del despertar de la senda, no por encontrarte en el camino, sino por descubrir que el mar no puede conmigo.
La marea me llevó olvidado, el hambre me devoró las entrañas, pero al fin llegué hasta la costa de una tierra extraña, donde las sombras calman y el resplandor busca abrazos de labios salados, sedientos de ayuno perpetuo. Lugar de caricias sin más a cambio que un guiño, una palabra con rima fácil y una mención al oído de lo tanto que te necesito hoy, y mañana pasearás por la orilla de otra alma perdida.
Volví a casa tras mis hazañas en otras tierras, bronceado por la luna llena que, aullando feroz, logré seducir, con la maleta llena de efímeros granos de arena negra, de volcanes encendidos iluminando mis sentidos, con lava de tres días y cuarto menguante. Llevaba la mente alta y la vista serena, para volver al mar cuando quiera, en busca de sal ardiente, sol oculto y suspiros de sed de partida inmediata.
De ti supe poco o nada: que tu aventura fue corta, que tu viaje te llevó al deportivo flamante del dueño del bar de la esquina, y que no volviste a salir de allí. Fuiste presa de la mala prensa, y la resaca del mar te dejó varada sobre el coral de la buena vida.
Triangulo de Amor Bizarro – Estrellas Misticas
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