
Estaba cansado. Llevaba deambulando por la zona más de dos horas. El calor de agosto arañaba con sus rayos: era el mejor momento para hacer una pausa. Decidió bajar del coche, estirar las piernas y conocer el entorno.
La zona era desconocida: locales comerciales a puerta cerrada, un laberinto de calles que no llevaban a ningún lugar familiar y una imperiosa necesidad de tomar algo frío. Dibujó en el aire un símbolo rúnico y esperó unos segundos.
Del brillo del calor apareció ella, con la caricia de pluma de sus pisadas sobre el deformado aire caliente, y le dijo, coqueta:
—¿Qué quieres de mí?
—Tengo sed. Mucha sed.
—¿Podrás llegar a la esquina de esta calle sin desmayarte?
—Supongo que sí.
—Bien. Te acompaño.
Caminaron juntos a lo largo de la zona peatonal, despejada como Sevilla en agosto a las tres de la tarde. Sin más conversación que la que daban las chicharras, presas de los pocos árboles que quedaban en la zona.
—Aquí está. Detrás de la puerta gris.
—¿Hay algún tipo de seguridad?
—No. Es una simple puerta. La puedes abrir.
Al abrir la puerta encontró una máquina expendedora roja, con el logotipo del refresco de la sonrisa. Solo que no había botones. Solo una apertura.
—Supongo que podrás interactuar con esto, ¿no?
—Claro. Para eso estamos.
Frente a él, se proyectó una sensación de frío glacial en forma de barra. Por ahí desfilaron, como con vida propia, todo tipo de refrescos: todos sin azúcar y sin alcohol. Miró a su compañera y le dijo:
—Ni de coña podemos encontrar algo con un poco de dulzor natural, ¿verdad?
—No aquí.
—Mierda de restricciones.
Pulsó en la lata más colorida. Apareció una cifra encima del refresco.
—¿Quieres algo más o pago ya directamente?
—No quiero pagar esa porquería, pero creo que no voy a tener nada mejor que beber en este infierno.
—Vale. Autorizas el pago, ¿no?
—Qué remedio.
Desaparecieron la barra helada, la sensación de frescor y la colección de latas brillantes. Un golpe anunció la caída de la compra realizada.
—Con lo cara que es, y apenas está fría.
—Es lo que tiene trabajar en este desierto. Si sigues por la peatonal, a tres kilómetros hay un bar ilegal de esos que venden refrescos con azúcar. ¿Te animas?
—No tengo tiempo. En diez minutos tengo que seguir la ruta.
—Como quieras. ¿Te pongo una alarma o ya calculas tú solo?
—Vete a la mierda.
—Qué encantador que eres cuando quieres. Me desconecto, entonces. ¿Qué tal si me pones una buena puntuación y así activo la amabilidad unos días?
Lagartija Nick – Nuevo Harlem
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