
Capítulo III: Latido en fuga
Las guardianas del rito tomaron sus lugares, con la solemnidad de quienes conocen los gestos que hacen girar los astros, los engranajes ocultos que dominan las almas. Se acercaron al agua, y el manantial las recibió con reflejos serenos, exactos, como si la piedra y la lluvia reconocieran en ellas una promesa cumplida.
Pero una de ellas no se movió.
Permanecía entre las sombras, con la mirada anclada al borde del estanque. Sabía que algo le aguardaba en la profundidad. No era miedo.Tampoco duda. Era una certeza callada, la raíz de romero en el centro del pecho.
Solo cuando el silencio se hizo demasiado largo, dio un paso al frente. Se inclinó.
Y el manantial olvidó su reflejo. No emergió imagen alguna. Solo un temblor en la superficie, como si el agua recordara algo que nadie más podía ver.
Un murmullo recorrió el círculo.
Las más ancianas bajaron la vista.
Un susurro antiguo se escurrió entre los labios de un sabio:
—Quien mira al fondo, despierta al origen.
Desde el otro extremo del claro, uno de los recién llegados se adelantó.
No hacia ella. Hacia el agua.
Y entonces, por primera vez, el manantial encendió un reflejo nuevo:
Dos llamas en espejo. Una del sol. Otra de la luna.
Y el viento de la cumbre cambió de dirección.
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