
El crujir de la puerta al salir provocó, en mi corazón, una herida sangrante. Oscurecido por tu ausencia, harto de latir por ti, quiso romperse en dos y esconderse profundo en mi pecho.
Pasó los días de lluvia durmiendo sin ganas, latiendo arrítmico al ponerse el sol y al escuchar ruidos en las escaleras de la entrada.
Tras un zurcido intenso con hebras de olvido, vivió días oscuros de pulso débil, arropado en el diafragma, con la tensión arterial baja por desidia. Decidí, al verle cicatrizar, alegrarle las contracciones sacándolo de paseo por el puerto, para que el olor a mar reviviera su sístole y su diástole ocurriera en calma.
Para que no lo sobresaltara el miedo, y que el enfado no le diera mal pálpito, lo hacía caminar deprisa, sin prisas por parar rendido y sin darle tiempo a pensar, solo para disfrutar del panorama y, así, sin dejar de latir, fortalecer a galope su músculo.
Fue en una de esas caminatas cuando la vi: estaba en la orilla, sola, rota como las olas, con su corazón partido en una despedida larga, con un mar de distancia.
Le pregunté si su alma estaba rota; me dijo que se la llevó una gaviota, pero la verdad es que se había oscurecido viendo detenerse el tiempo, esperando que la lluvia empapara su vestido nuevo.
Al ver que mi corazón aumentaba su frecuencia cardiaca y que el de ella quería acompasar el compás de sus latidos, quise quedarme a su lado, pensando que sanaran juntos, cicatrizando por simpatía en el sistema nervioso.
Ella alzó el vuelo en un impulso sistémico. Quiso cruzar el océano buscando aventuras que le alegraran el pulso y oxigenaran su espíritu en nuevas danzas.
Yo seguí mi camino, con mi corazón galopando fuerte, queriendo seguir marchando, tal vez un poco triste al verla marchar, pero con el pulso firme, dispuesto a seguir latiendo.
Leif Vollebeck – Transatlantic Fligth
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