Detrás de la antigua iglesia, como cada noche, la vi. Con su túnica azul ondulada por el viento, caminando descalza tras el frío suelo del convento, suplicando un verso lascivo, un juramento furtivo en el umbral de lo permitido mientras iba a mi encuentro.
Concupiscente dádiva divina en impacto de miradas, ardiente la mía, su piel helada, su rostro cristal perlado de lluvia salpicada, mis manos buscan tu cuerpo, las suyas sin hallar nada. La luz de la luna que se vuelve espejo en el charco de la entrada.
Y ya no estaba, como cada noche, atravesó mi cuerpo buscando un deseo, se transformó en humo en el abrazo, dejando el anhelo en mis manos, que ahora junto en reclinatorio y de rodillas le rezo.
Otra vez aquí, por la ventana asoma, el cojo atigrado que, a lo lejos gris, en la noche pardo, mendigando caricias, suplicando calma de olor a sardinas, como dice la canción, para resucitar de la desdicha y mitigar la calma. Mira callado, alargándose en arrumacos, hallándose encontrado por voluntad propia, queriéndose alejado para tener cómo escapar corriendo.
De la mano atrapa, hambriento de escamas y de sueño atrasado, el sabor de un hogar que, por reinar en los tejados, por mantener la paz a arañazos cruzados, prefiere el barro del barrio que dormitar tras el vidrio, perezoso, sin ánimos del rugir de la batalla entre contenedores rotos, deseos de otros de entrar en tus tierras, que por negación afilada destierras, descontando vidas si hace falta.
Ya se va, estómago lleno, caminado funambulista ciego, trepando muros rotos de hollín en la cara, cantando desafiante a la luna su llegada, amando su soledad de alfa y su omega, morir en combate, a pie de la calle cortada.
El ejército estaba preparado, desplegados los soldados por todo el terreno, no podían imaginar una batalla más corta, abundantes en número, contaban con seis escuadrones subiendo la colina a esperas de las órdenes del mando. Tras ellos, todo un batallón esperando en retaguardia. Sería una cruenta masacre si no terminaban por rendirse, haría falta un milagro para que cambiasen las tornas.
En la cima de la colina, expuesto al escuadrón más próximo, se le vio llegar, viejo como la montaña, arrastrando cansado sus pies a su paso, pero con la mirada feroz del depredador hambriento tras descubrir a su presa.
– Ríndete, viejo. – Gritaron desde las trincheras. – Salva las vidas de tus discípulos.
– ¡El Señor, mi Dios, me protegerá!
– ¡Esta es vuestra última oportunidad, viejo!
– Dios misericordioso, imploro que caiga tu poder, que protejas tu pueblo elegido. Por tu gracia esperamos tu luz entre las sombras de nuestros enemigos.
– ¡Comiencen el ataque!
Los soldados aumentaron la velocidad, corrían hacia la cima con la esperanza de poder reducir a los invasores, sin muchas bajas, de ambos bandos. Los más veteranos sabían que no había que dar por sentada una victoria antes de una batalla.
El cielo se iluminó amarillo intenso, la luz del sol se volvió violenta y se disparó en haces a los soldados más próximos a la cima. Quedando carbonizados en el acto. El rayo de luz invadió las trincheras, despojando de vida a los allí escondidos y se desplazó por la ladera, sembrando la muerte a su paso, hasta llegar al resto del regimiento. Había empezado a huir.
Aterrados estaban los pocos supervivientes que quedaban por tanta devastación, cuando una voz profunda y siniestra se escuchó desde más allá del horizonte.
– ¡Manolito hijo, vamos, que nos tenemos que ir!
– ¡Jo Mamá! Que se van a cargar a mi ejército.
– Manolito, niño, deja de quemar hormigas con la lupa. ¡Coño! Que pareces un psicópata.
La moneda de un dólar brillaba argenta en su mano, su abuelo se lo había regalado aquella noche que se fue de casa, harta de discutir con todos, de que siempre pensaran lo peor. Su regalo prometía un deseo, la ofrenda de suerte perdida, ahora la abandonaría tirándola a la fuente, en un anhelo mezclado con rabia.
Hace poco, en el gimnasio, Marta se había encontrado la puerta entreabierta en el vestuario de los chicos, ahí lo vio, desnudándose frente al espejo, con esa mezcla de sudor y piel húmeda, que le hizo paralizar, contemplando en silencio sus movimientos. La mirada de él se quedó clavada en el espejo, ella reaccionó escapando con vergüenza. Supo que se había dado cuenta.
Pasaron unos días en coincidir de nuevo, él vestía una sonrisa, ella un pequeño atisbo de pudor, él jugaba a buscar entre líneas, ella esquivaba balones, él detrás de sus pasos, ella buscó la puerta de atrás y desapareció.
Él tampoco apareció más. Hasta hoy. Y Marta se le quedó mirando alzar pesas, tensar músculos, empapar su minúscula camiseta de poliéster con el sudor de su frente. Se pensó nimia gota en el mar y quiso volver a casa, a meditar en calma sobre el placer solitario de un recuerdo. Pero a la salida una mano le agarró el brazo.
– ¿Qué quieres?
– Perdona, solo quería saber si querías tomarte algo conmigo.
– ¿Por qué? No quiero nada contigo.
– Pero, yo noto que te fijas en mí.
– ¿Y qué?
– Pensaba que te gustaba.
– Pero eso no significa que quiera nada.
– El otro día sé que te quedaste mirándome, al desnudarme en el vestuario.
Marta se escondió tras una mirada de furia, se hizo viento y se fue.
La moneda de un dólar giró impulsada por el chasquido de dedos de Marta, volando alegre hasta estrellarse en un sonido de campanas más allá de la oscuridad en el pozo de los deseos.
– Ojalá desaparezca – Pensó la joven, con los ojos brillantes, apoyada en el pozo. Pensó en el chico del gimnasio, en sus padres, en el ruido sordo del viejo que le mira cuando sube las escaleras. En su vecina que le sonríe raro, en el de la frutería que se equivoca en el peso, en el jefe de personal, con su porte serio de maestro antiguo, con aroma de naftalina y polillas en los bolsillos, en el niño que toca al timbre de su casa y la mira desde la esquina de la escalera…
– Ojalá desaparezcan todos –
Antes de que una lágrima estallara en el suelo, Marta se quedó sola.
Huellas en la playa, es todo lo que pude saber de ella, se perdían en la orilla y eran barridas por la marea, que ahora subía, intrépida, asesinando los rastros.
Poco antes paseaba cabizbajo, con mi mente torturada por algo que no hubo y se fue.
El olor a mar invocaba el rubor de mis lágrimas. Y sin pensarlo demasiado, me deshice de mi ropa y me lancé con rabia a la mar. A luchar con la salada espuma en busca de exorcizar mis fantasmas, en un combate a muerte con los elementos, que allá donde el horizonte se volvió sangre, conseguí perder sin remedio. Muriendo. O creyéndome perecer.
Ella estaba allí, sentí sus labios, mientras despertaba sorprendido, calientes como el sol que golpeaba mi cara, delicados como el adiós de la luna en el ocaso. Desconcertado, la vi volver al mar, desnuda, sin miedo. Mientras me incorporaba confuso, amando el mar con todo mi ser, olvidando el motivo de mi tormento.
Tras las huellas ya no había nada.
Solo silencio.
Alguien cantó a lo lejos, algo triste, un lamento. Una voz dulce, como la miel que quedaba en mis labios.
Estaba sentada en el filo del acantilado cuando apareció él, majestuoso, imponente, de ojos brillantes como estrellas al alba, de pelaje espeso y oscuro como las noches de invierno. Se acercó a ella y al ver que no le temía se sentó a su lado.
– ¿Vienes a contemplar la luna? – Preguntó la niña
– Sí, cada luna llena me siento aquí, a agradecerle mi caza.
– ¿Qué tal ha sido hoy?
– Pobre, mi manada está hambrienta, pero ha habido suficiente para hoy.
– ¿Debo temer que me quieras cazar?
– A los lobos nos dan miedo los humanos, aunque sean cachorros. Uno solo no sois problema, os cazamos fácil. Pero siempre vienen más, con sus artilugios artificiales para matarnos. Sois criaturas terriblemente feroces y crueles.
– Vosotros también matáis.
– Lo hacemos para comer.
– Nosotros también.
– Nosotros lo hacemos por pura necesidad.
– Y nosotros. También necesitamos cazar para comer.
– ¿Vosotros? Los humanos domesticáis animales, los matáis con facilidad, sin peligro. Ademas os los coméis sin hambre, haciendo una fiesta de las matanzas. Y aun así, os dedicáis a cazar.
– Pero vosotros también disfrutáis cazando.
– Disfrutamos cazando, no cazamos para disfrutar.
– No todos somos así.
– No lo sé, solo te conozco a ti y a algún humano que se presenta en el bosque con sus perros amaestrados. Yo no te he visto cazar, pero huelo que te alimentas de carne. No te juzgo, pero permíteme desconfiar.
– Pero percibes que no puedo hacerte daño, ¿no?
– Sí, mas no conozco a tu manada.
– No te harán nada, no los traeré hasta aquí. ¿Volverás la próxima luna llena?
– Sí, y presiento que me alegraré de verte.
El gran lobo negro agachó la cabeza frente a la luna, en señal de respeto, y miró un instante a la joven, fijamente a los ojos, y los entrecerró en señal de amistad. Luego desapareció entre los arbustos. Sola se quedó la niña bajo el reflejo de Selene, pensando.
… Y de un soplido, la criatura inventada sobre el lienzo de papel cobró vida. Caminó patosa sobre el plano en blanco mientras aparecían arbustos y helechos, piedras llenas de liquen y ríos de brillante caudal regando juncos y nenúfares. Sus patas de pato sorteaban las piedras del camino con gracia, tenía ojos de búho y orejas de mapache, una sonrisa de felino y antenas de mariposa, su rechoncho cuerpo parecía hecho de algodón que terminaba en una pequeña cola parecida a un pompón
Cantaba con gracia, trinaba, ululaba y glugluteaba con ritmo y alegría, nadaba muy bien, andaba regular, trepaba los enormes árboles verdes en busca de cocos azules y rojos. Si se enfadaba se tornaba rojo, aunque rosa era su color, con hambre encarnado y amarillo si tenía tos y de colores varios si quería llamarte la atención.
Caminaba desgarbada la criatura en la vereda de la página, cuando la niña diosa, creadora del mundo, decidió cerrar por hoy su porción de fantasía, guardando rotuladores de colores y lápices resaltadores, se despidió de su creación con un beso volado, cerró el bloc y se dispuso a adentrarse en el mundo de los sueños.
Este fin de semana, en plena conversación de una tarde de cervezas y risas, me di cuenta, mientras la narraba, que mi vida es un monólogo. Sin vestirme de payaso triste y sin querer exagerar como me trata la vida, las veces que tropiezo o los arañazos de mi corazón zurcido, me veo cómico de chiste fácil, relatando el cuento de mi vida, a golpe de micrófono de botella de un cuarto, sobre la barra del bar.
Pensé que quizás, si escribiera en las servilletas de mesa redonda de cafetería, entre el desayuno de madrugada y el soñar de mediodía, podría ganarme la vida de bufón sin corte, cantando mis hazañas, sentado en el banquillo y pasar así a espectador, de otros llorones de risa fácil y sollozo silencioso, que se sientan identificado con mis rasguños y que me echen dinero en el plato.
Trate de relatar para los vecinos, a quien pasaba por las calles, pero huían esquivos al empezar a hablarles, me dejaban sin la palabra precisa cuando no había ni comenzado. También intenté apuntar el sonido del claxon entre semáforos, los ladridos de los conductores y describir temeridades sobre el asfalto, recordar mis carreras en el mercado, tras la mejor hortaliza, dejando atrás mercaderes y amos de casa frustrados, con las sobras en el saco, malhumorados gritando. Quise investigar sobre el amor de las plantas y sobre el rezar de las colas de la oficina de cobros de una entidad fiscal.
Pero al asomarme en el púlpito y elegir la profecía, me encontré con la voz ausente, ruido blanco en la mente y fobia a las miradas atentas, relamiéndose hambrientas mientras me escondía entre las cortinas. Soñando con descifrar sonrisas de serios entrecejos y rogar la pasión ajena por acariciar el verbo aspirado, que no me acordé de que, mi voz es un disco que salta cuando narra y mi cabeza está vacía cuando las palabras se precipitan al abismo.
De niño me encantaban los superhéroes, estaba fascinado con esos cómics de colores raros, descoloridos, que ya parecían antiguos aun teniendo días de haberlos comprado. Curiosamente, mi sueño no era ser un trepamuros o un vengador justiciero, no. Mi gran pasión era inventar uno, hacerlo cercano. En mi primer intento, evocando el reflejo de lo que era entonces, presenté a mis seguidores, a Juan Francisco y a Mariano, que por entonces eran mis dos únicos amigos, a un personaje con gafas de culo de botella y ropa interior por encima de las mallas, cuyo nombre no quiero recordar, ya que me da vergüenza atemporal.
Ocurrió que en su primera misión, gracias a su agudeza visual, se estampó contra la estatua de plutonio de Don Macario, alcalde de Valdegorrinos, metal que era equiparable para él a la kriptonita que tan poco gustaba a Superman. El infortunado accidente le dejó los anteojos soldados en la mirada y privado de todos sus superpoderes, ahora trabaja para la ONCE, en un puesto en el número trece de la calle donde ocurrió el suceso.
Meses más tarde, mi imaginación parió al hombre lagartija, primo del geco común vallisoletano, que tras recibir una demanda de Marvel quedó incrustado en la suela del zapato cósmico de un tal Thanos, ahora recorre la galaxia y disfruta de todos sus suelos. Apareció también en mi mundo, el hombre-fanta piña, que se deshizo en burbujas nada más salir a la calle, y el indomable cabramán, un superhéroe motorizado con una Kawasaki y con cornamenta en el casco, fruto de una infidelidad cuántica. En una aventura en el Himalaya, le patinó la rueda trasera con gravilla sintoísta y todavía está cayendo.
Estuve años retirado de la invención de todopoderosos, ya que mi esfuerzo me había costado un fracaso social apoteósico. Los niños cruzaban de acera al verme y me escupían arroz con bolígrafos bic tarados. Pero, al entrar en la adolescencia, mi suerte cambió. Me volví muy popular al dar vida a Horny Girl, que se prendía en llamas quemando su ropa en el proceso.
Convencida por una secta feminista, Horny, como la llamábamos cariñosamente, torturó a cada uno de los mirones de mis amigos, tatuándoles a fuego una imagen de Margaret Thatcher, muy conocida entonces, desnuda y en pose provocativa. Desde entonces me escondo en las iglesias disfrazado de monaguillo y aprovecho para probar el vino de misa. Según tengo entendido, la superchica ahora se llama Purity y predica en Instagram sobre la castración como solución a la aberrante situación social actual.
Hace mucho que no quiero saber nada de héroes enmascarados. Me hice seguidor de Spock, que es único e inigualable y no me da posibilidad de inventar nada al respecto.
Nota del autor: En el transcurso de este relato no se ha maltratado a ningún animal, en el caso de criaturas mixtas solo ha sido expuesta al sufrimiento su parte humana.
Ella miraba hacia el mar, con su vestido negro ondulando al viento, absorta en sus pensamientos, rememorando no sé qué misterio. Siempre a la misma hora, en el mismo lugar, recorría con su vista el momento en que las olas destrozaban de espuma las rocas de la costa, en silencio, conversando con el rumor de la marea.
Esperaba que el horizonte rojo, con prisas por oscurecer, elevara a las estrellas en el firmamento, que la vieja farola encendiera, le iluminase la cara y comprobara que estaba ausente, en algún otro lugar del tiempo, con la felicidad omitida de quienes viven en sus recuerdos.
Esta noche, al llegar, mientras la luna crecía entre las nubes, encontró un ramo blanco de lirios abiertos de pasión y crisantemos con aroma a duelo y recuerdo. Ella abrió la tarjeta que había entre las flores y la comenzó a leer. La farola se apagó y nunca volvió a encender.
Al amanecer el sol fue marchitando cada pétalo de aquel ramo, situado donde ella esperaba cada noche y ya nunca más se vio. En un remolino, jugando con el viento, estaba la nota huida del sobre, entre pétalos desprendidos. En letras borrosas por el relente de la mar, todavía se podía leer “Siempre te recordaré”.