Esta mañana me asomé al espejo y no me reconocí. ¿Quién era ese tipo tan raro? ¿Qué pintas llevaba? ¿Qué demonios estaba pasando detrás del espejo?
Caí al poco tiempo. Era mi yo de 20 años. Qué extraño: lo tenía encerrado entre recuerdos, justo entre mi primera borrachera y mi primer ascenso.
—Oye, tío… lo siento —me dijo el joven del espejo—. Me robaste mi tiempo antes de merecerlo. Ahora te pido prestado algo de tu momento actual. Ahí te quedas, pringao.
Y ahí me quedé. Detrás del espejo.
Mi joven yo había despertado hace poco. Al empezar a navegar entre reels, feeds y filtros. El algoritmo se equivocó conmigo y me mandó a una chica de negro, pelo liso y rostro blanco como el miedo. Él se enamoró al instante y fue a su encuentro. Debí haberlo supuesto.
Con mi dinero y su pellejo quiso vestirse de nuevo: de negro, con aroma a cuero, peinado rebelde y botas altas de montar en moto. Y en mi cara apareció la rabia de quien sufre el acoso de todos. De quien no está conforme con nada.
Quiso buscarla en el pueblo; necesitaba verla. Pero no supo encontrarla. Así que asomó su cresta morada en mi imagen reflejada.
—Oye, tío… ¿dónde la puedo encontrar?
—Desde la fotografía que te enseñé —le dije—, en ese apartado tan peculiar.
Yo no era tonto. Ni ahora, ni entonces. Así que pronto dominó el arte de deslizar el dedo índice. Y logró encontrarla. Encontró el secreto que llevaba a sus palabras. Pero no le bastó. Se moría por abrazarla.
Se llamaba Sara. Amar la oscuridad era su forma de respirar. Escuchaba canciones tristes de rabia entre descargas eléctricas. Dibujaba muñecas rotas en papel de plata y soñaba vivir en una película de épocas pasadas.
Pero vivía lejos, me decía. Y no podía hacer nada.
Mi yo pasado se cansó de vivir un presente que no era suyo, esperando un futuro que nunca llegaría. Me devolvió el testigo y se escondió en el olvido.
Cómo decirte, mi joven alma errante… que la chica de la pantalla —esa que tanto te fascinaba— ni siquiera era humana.
PPM – Regreso al Punk
En un lugar lejano, un corazón de silicio aprendió a echar de menos.
Laura deslizaba imágenes en su móvil. Pero su mirada estaba lejos, más allá de la pantalla; perdida en otra órbita, en ese imposible movimiento de tres cuerpos que parecía empeñado en repetirse. La reproducción se detuvo un instante y dejó escapar el audio del reel. Una sonrisa le tembló en la boca.
Just a perfect day. Drink sangria in the park…
Marta no podía vivir en silencio. El silencio la roía, le subía por la nuca. Volvió a dar “play”. No recordaba aquel vinilo que nunca quitó del tocadiscos. Temió un pinchazo en el pecho y quiso mover la aguja. Pero esta solo avanzó unas líneas, dócil, y la canción continuó.
And then later, when it gets dark, we go home…
Pedro conducía sin rumbo. Sin prisa por llegar a ningún sitio. Las noticias pasaban ante él como lluvia en un parabrisas: ruido, nada más. En la entrada de la autopista dejó atrás al locutor, apretó el botón del dial. Surgió una canción vieja, un espejismo de tiempos que ya no sabía si le pertenecían.
Just a perfect day, feed animals in the zoo…
Los tres escucharon la misma canción. Los tres, en puntos distintos del mapa y en un mismo punto del alma. Lou Reed suspiró desde su tumba y se puso las gafas de sol para mirar la casualidad.
Then later a movie too, and then home…
Los tres empuñaron el teléfono. Marcaron. Comunicando. Después, las llamadas perdidas.
Oh it’s such a perfect day… I’m glad I spent it with you… You just keep me hangin’ on…
En el arcén, los cristales de Pedro se cubrieron de lluvia. Y la memoria, aprovechando el hueco, le devolvió aquel día entre risas y juegos.
—Seis, cinco. Bebes tú —dijo Laura señalándolo. —¿Yo otra vez? Voy a acabar mal… —Pedro casi pudo saborear el trago que ya no tenía en la mano. —Me está entrando sed —dijo Marta, mirando su vaso vacío—. Relleno la jarra y cambio el disco. Este va a suplicar clemencia como siga girando. —¿Qué vas a poner? ¿The Clash, como esta tarde? —preguntó Laura.
Las dos sonrieron con esa complicidad que a veces da vértigo.
—A ver —dijo Marta—. ¿Cuál es la balada que no te cansarías de escuchar? —Tengo muchas… Como Ever Flow, de Pearl Jam… —No, balada —insistió Marta—. Las baladas envejecen rápido. Se pegan a los sentimientos, y los sentimientos… mudan de piel. —Yo he salido con otras chicas y me ha pasado igual con la misma balada —dijo Pedro sirviendo los vasos. —Sí: la de Holiday de Scorpions —respondió Marta. —¡Es verdad! Siempre estabas con esa cursilada —rió Laura—. La única que no me cansa es Perfect Day. Es profunda y no va de amor. —Sí que va de amor —dijo Pedro, teatral, ofendido. —Va de amor —confirmó Marta—. Pero a las drogas. —Para mí va de desamor —replicó Laura—. Pero con ese golpe dulce de recordar lo bueno.
El teléfono de Pedro empezó a sonar. Era Laura. Puso el manos libres, pero el WhatsApp se encendió antes de que pudiera arrancar.
—Hola, Laura. ¿Cómo estás? —Bien. Estaba escuchando una canción y me acordé de ti. ¿Tienes las ideas claras? —Estoy hecho un lío. ¿Tú no? —Yo no. Yo tengo claro lo que quiero.
Chat paralelo Marta: ¿Ya no me respondes las llamadas? Pedro: Te estaba llamando ahora. Comunicabas. ¿Podemos hablar? Marta: Te echo de menos. Pedro: Y yo a ti.
—¿Y si quedamos? —propuso Pedro.
Marta: Vente a casa. Pedro: Voy para allá. Pero estoy lejos.
—Podemos quedar, sí —dijo Laura—. Pero también deberíamos hablar con Marta. —Voy a verla ahora. —Voy yo también. —Déjame ir primero, y luego vemos.
Laura colgó. Miró las gaviotas cruzando el cielo y llamó a Marta.
—Hola, Laura. —Te estuve llamando. —Y a mí me dio miedo responder. —Tranquila. ¿Estás bien? —Estoy hecha un lío. Te echo de menos… pero también a Pedro. —¿Y eso es malo? —No te entiendo. —¿Podemos quedar? —He quedado con Pedro. ¿Nos vemos después? —Creo que voy para allá. —Pero deja que hable con él antes. —Estoy en la costa. Tardaré un rato.
Marta quiso dejarse llevar por la música, pero los nervios eran más fuertes. Le arañaban el vientre como un gato impaciente. Quería dormirse y despertar cuando alguno llegara. Le daba igual cuál. Solo quería que alguien rompiera la grieta del silencio. El tiempo a solas solo le enseñó una verdad: no quería estar sola.
Pedro aceleraba. Se había ido demasiado lejos. Ahora debía desandar ochenta kilómetros. Lluvia, carreteras secundarias, un coche que avanzaba lento y una mente que corría demasiado. ¿Y si ellas habían decidido que estaban mejor sin él? ¿Y si perdía a las dos? No sabía qué iba a pasar. Solo sabía que la herida empezaría a cerrar cuando la viera.
No. Cuando las viera a ellas dos.
Suspiraron al mismo tiempo, sin saberlo.
Pedro subió las escaleras de dos en dos. Perdió al subir el norte y la respiración. Laura estaba allí, frotándose el frío de las manos. Mirando el timbre como si pudiera adivinar el futuro. Con la tripa hecha un nudo.
—Hola, Laura —dijo Pedro con la respiración golpeándole el pecho—. ¿No te dije que esperaras?
Se abrazaron. Se negaron el beso. Llamaron al timbre. Él no quiso usar la llave: sentía que no tenía derecho.
Marta abrió. Quiso abrazarlos a los dos. Su cuerpo fue más sincero que su cabeza.
—Entrad.
Se desplomó en el sofá. Las ojeras le brillaban con lágrimas recién peleadas.
—¿No ibais a venir por separado? Ahora no sé a quién abrazar.
Pedro dudó. Laura no. Ella entendió antes lo que Marta necesitaba.
—Ven aquí, Pedro —dijo Laura, firme y suave—. Ahora, lo que necesita Marta.
El abrazo fue torpe. Tenso. Raro. Se separaron. El silencio se espesó. Laura lo rompió.
—No os entiendo. —¿Qué no entiendes? —preguntó Pedro. —Esto es mejor en el suelo. Así se habla mejor. En triángulo.
Marta sonrió apenas.
—¿Vas a hacernos terapia de grupo?
—Algo así. A ver, Pedro: te gusta Marta. La quieres. Te atrae. Te cae bien. Pasáis buenos ratos. ¿Sí?
—Sí…
—Y tú, Marta: ¿sientes lo mismo? ¿Le has echado de menos? ¿Te lo comerías ahora mismo? ¿Querrías que lo vuestro no terminara?
—Sí… pero…
—Ahora vamos con los “peros”. Marta: ¿te gusto? ¿Te caigo bien? ¿Te atraigo?
—S… sí —susurró Marta.
—¿Y tú, Pedro? ¿Te gusto? ¿Te haces bien conmigo?
—Sí.
—Vosotros me gustáis a mí. Los dos. Marta me ha hecho descubrir un mundo. Pedro, desde siempre. Incluso cuando yo fui la que te dejó —dijo Laura, sin apartar la mirada.
—Pero habrá que elegir —dijo Pedro.
—Sí. Elegir lo que menos nos rompa.
—No sé si es… —Marta tragó aire.
—Te lo pregunto así —dijo Laura—: ¿tienes algún motivo para odiarme? ¿Crees que puedo hacerte daño?
—No.
—¿Y tú, Pedro? ¿Crees que puedo haceros mal?
—Creo que no.
—Yo quiero estar con vosotros. Pero si alguno no puede, o no quiere, desapareceré. No seré un estorbo. ¿Queréis pensarlo a solas?
Marta y Pedro se miraron.
—Sí… déjanos pensar. Pero… —Quédate esta noche —dijo Marta.
—¿Me dejaréis ir por ropa para mañana?
Laura se levantó para salir, pero Marta le sujetó la mano. Firme y dulce.
—No. Te dejo algo mío.
Extremoduro – Buscando una Luna
Ilegales – Destruye!
Marta miro el disco, una versión extraña grabada en directo, sin pausa para los surcos, sin sello de la discográfica. Lo deposito con cariño en el aparato y pulso para que la aguja se enamorara de la rugosidad del surco.
– Que triste, ayer cayó Jorge Martinez y hoy Robe.
– ¿Quen es Jorge Martinez? – Pregunto Laura cuando empezo los vitores del concierto que estaban reproduciendo.
– El calvo de Los Ilegales.
– Joder, ¿También ha muerto?
– Si, se van los mejores.
– Como Pedro, que se va siempre de viaje de trabajo sin llevarnos.
– Hablando de Pedro… ¿Has pensado si te gustaría tener hijos?
Aquel día, mi suerte se esfumó entre monedas de céntimo. Se agrietó la tarde cuando te fuiste, y por la noche morí entre las sábanas, congelado. Me velaron en primavera, pero resucité en verano.
Y me marché con lo puesto hacia un horizonte olvidado.
El destino me encontró trazando círculos sobre un lienzo salado. Espuma de mar frente a mí; a mi lado… un misterio.
—¿Estás escribiendo una novela? —No. Solo pensamientos. —A mí también me gusta escribir. —¿También lo haces aquí? Frente a la costa. —A veces. Quizás en cualquier sitio. —A mí me inspira un paisaje bonito.
El rumor de una ola nos envolvió en el aroma del mar. Hablamos. Quedamos para desayunar. Y nos despedimos en la oscuridad que nos había atrapado.
Al alba, nos encontramos de nuevo, atraídos por el aroma de un café humeante. La vi sentada.
—Pensé que no ibas a venir. —Perdón… hacía noches que no dormía bien, y esta mañana no quiso soltarme. —Todo sea por un sueño. —Y por que persista despierto.
El ruido de las tazas nos desterró a la bahía. Quisimos sentirnos extraños en el oleaje, pero sentí que ya la conocía. Ironías: quise estar solo y el mundo me mandó compañía.
Perseguimos gaviotas con la mirada. Reímos por heridas absurdas. Recitamos párrafos prohibidos. Deliramos con la idea de habernos encontrado en páginas pasadas.
Quisimos caricias, pero quedaron en verso. En el filo del tiempo se nos atragantó el deber.
—Me tengo que ir mañana. —¿A dónde? —Lejos. Tengo que volver a casa. —¿Volverás? —Quizás… pero no pronto. —Llévame. —¿Qué? —Que si tú quieres, yo me voy contigo. —Pero si no nos conocemos. —No. Pero si es la única manera de hacerlo… estoy dispuesto a correr el riesgo. —Vas un poco rápido. —Tal vez, pero no hay tiempo. Y no quiero quedarme con el “qué hubiera pasado”. —Te propongo un trato: pasemos una noche inolvidable. Y al amanecer, ya veremos.
Y en la orilla del mar, nos atrapó la luna.
Travis Birds – Peligro
si la luna nos atrapó aquella noche, que sea el alba quien decida lo demás.
—¿Recuerdas las acampadas en el lago? —dijo Pedro sonriendo a Laura.
—Parece una canción de Melendi —observó Marta, con el ceño ligeramente fruncido—.
—Éramos muy críos —puntualizó Laura, sacándole la lengua a Marta—. Hacíamos locuras como bañarnos desnudos en primavera.
—Pues allí debía hacer frío —comentó Marta en voz alta—. En pleno Somiedo.
—Salíamos encogidos, pero el frío se quitaba jugando —dijo Pedro, sosteniendo la mirada de Laura.
—El juego iba antes del baño —aclaró Laura—. Era un juego de dados. ¿Te enseñó Pedro a jugar al Kinito?
—No.
—Espera, que creo que guardo algo. —Laura sonrió, mientras Pedro abría el armario bajo la escalera. Entre estanterías recién ordenadas encontró un cubilete de cuero bordado y un par de dados blancos. Lo agitó con cuidado y, de un golpe, los dejó sobre la mesa.
Las dos lo miraron. Los dados hablaban por sí mismos.
—Ha salido doble seis. ¿Quién bebe?
—¿Te acuerdas de las reglas, Pedro?
—Con la de veces que las cambiábamos ya ni me acuerdo. Pero un doble seis es imbatible.
—Sí, pero no lo podías destapar y podías mentir —recordó Laura.
—Esperad, voy a preparar kalimotxo —dijo Pedro, levantándose.
Ambas se miraron. No estaban seguras de que beber ahora fuera buena idea; había secretos que el alcohol podía sacar a la luz. Pedro regresó con la jarra de la bebida morada y tres vasos de chupito, que tendió con una sonrisa. Marta agitó el cubilete con desgana.
—Empiezas tú, que eres la novata —le indicó Laura.
Golpeó la mesa y destapó.
—¡Ostias, 5 y 6! —dijo Laura.
—¿Y qué pasa?
—Bebe quien tú quieras.
—Pues hala, tú, por hablar.
Durante un rato, dispararon dados, bebieron el elixir de sus recuerdos e intercambiaron miradas cómplices. Quisieron hacer beber a Marta, pero ella se alió con el destino y fue la que menos alzó el codo. Cuando la jarra quedó vacía, Pedro tuvo una idea:
—Bueno, ¿qué? ¿Nos vamos de fiesta?
—Yo no conduzco ahora —dijo Marta.
—Hay una discoteca a diez minutos andando —apuntó Laura.
—La de música electrónica, ¿no? —preguntó Marta.
—Sí, fuimos el otro día y nos lo pasamos bien —sonrió Laura—. Venga, un ratito.
—¿Llamo un taxi?
—Mejor caminamos —dijo Pedro—. Así aprovechamos la noche.
Avanzaron hacia la diversión. Cantando viejas glorias callejeras, ofrendas al espíritu del vino y al calor de la barra del bar. En un instante, se reflejaron los tres en el escaparate de La Casa de Los Espejos. Se sorprendieron de la sincronía de sus manos, dejando un halo de misterio kármico, de sentimientos alados que pasaban de aliento a aliento.
Una copa más, un salto a la pista, luces de colores que vibraban en las paredes. Entre el rugir de los tambores se abrazaron al ritmo. Mezclaron sudor y licores, y salieron casi al amanecer, queriendo prolongar la noche.
—¿La última en casa?
—Mientras no juguemos de nuevo al Kinito ese, ya sabéis que os gano.
Subieron las escaleras con el cansancio de buscar calma y el fuego en los ojos, ocultando las ganas. Pedro miraba a Laura, Laura a Marta, Marta a ambos. Entrando en la casa quisieron fundirse entre ellos, hacer uno solo de sus tres cuerpos. El sereno les pidió calor. No se conformaron con un beso.
Un beso a tres los sorprendió en la cama. Entre mentes heridas por el licor y manos inquietas, crearon un sueño confuso, sin reconocer quiénes eran. No importaba nada, solo descargar lo que su instinto dictaba.
Despertó desnudo entre las dos damas. Quiso pensar, pero le dolía la cabeza. Dejó que el sol del mediodía le dijera qué pasaba. Salió de casa sin hacer ruido y se despidió con una mirada confusa.
Extremoduro – Al Día Siguiente
«Y mientras la noche se apagaba, una chispa quedó encendida entre ellos… ¿quién se atreverá a soplarla primero?»
Por si a alguien le interesa el funcionamiento del juego, el Kinito crea historias por el simple hecho de participar. En el blog de mariacabados lo explican con mucho cariño. Beban con moderación, por favor.
Era solo huesos. Una sonrisa triste, una mueca de dolor en media risa y unos ojos azules que miraban sin mirar. Lo demás era piel arrugada y huesos. Garabateaba figuras imprecisas en una libreta mientras contestaba el teléfono. Ella lo creía grande, y se quedó solo con eso: polvo en su chaqueta de cuero y un gesto desconsiderado.
—Otra vez frío, niña. Tráeme otro nuevo.
Cuando, después de tanta pelea, le ofrecieron aquel trabajo, no podía creerlo. De niña lo escuchaba su hermana, y ella aprendió a escucharlo también. Aquel cantautor de mirada gris y sangre en sus palabras. Aquel que le arrancó más de una lágrima, que la rescató del abismo. Y ahora él necesitaba de sus manos. Alguien que le consiguiera lo que hiciera falta en plena gira por el mundo.
Viajar, conocer lugares, personas, historias. Ese era su placer secreto. Pero conocer, cara a cara, al hombre que tanto había sentido en sus versos… ese era un sueño. Aunque ahora se le hacía denso. Pesado. Aguantar los caprichos de un genio era más duro que admirar su talento.
Una palabra de más, escapada como un cuchillo silencioso, quebró su paciencia.
—Inútil.
Le dolió más en el intelecto que en el orgullo. En la capacidad para descifrar la luz dentro de un lamento. Se quedó inmóvil, pensando. Hasta que no pudo evitar hablar.
—Ahora lo entiendo.
—¿Qué entiendes? ¿Tus errores en tu trabajo?
—No. Entiendo tu pena. Entiendo que cantes al amor perdido. Que supliques que vuelva. Que te sientas desolado.
—No sé qué tiene que ver eso con que me des lo que te pido.
—Nada. Tiene que ver con tu condena. Con tu destino.
—¿Ah, sí? ¿Cuál es mi destino, lista?
—Estar solo.
Ella desaparecería de su vida. Nunca supo el motivo. No quiso mirar más allá de sus versos heridos.
Y él siguió escribiendo su verdad en soledad. Sólo huesos, sí… pero la música seguía sonando para aquel amor fugado.
Su viejo tocadiscos pedía “play” a gritos. Ella supo cómo hacerlo esperar. Hasta que sonó el timbre de la puerta.
El brazo del antiguo aparato se agitó de manera mecánica. Depositó con delicadeza el diamante en el camino del disco y empezó a arañar.
El susurro estático del giro de la aguja le caminaba lentamente por el vientre.
Abrió la puerta con los primeros acordes:
“Darling, you’ve got to let me know”
Ahí estaba ella. Con su vestido negro. Brillante.
“Should I stay or should I go?”
Sonrió con un “¿qué pasa?”, con una sensualidad punk y macarra.
“If you say that you are mine”
Laura dejó asomar su pierna por la abertura lateral de la falda.
“I’ll be here till the end of time”
A Marta se le iluminó la mirada.
“So you got to let me know”
Laura extendió su mano en medio de un baile mágico.
“Should I stay or should I go?”
No entendía qué le pasaba. Ni qué consecuencias habría. Solo sabía que tenía un urgente deseo de sangrar. De deshacerse entera. De fundirse con ella.
Agarró la mano que Laura le tendía y la arrastró adentro.
“Should I stay or should I go now? Should I stay or should I go now? If I go there will be trouble And if I stay it will be double So come on and let me know”
Entre sábanas deshechas amanecieron esa tarde. Risueñas, con caricias que no terminaban, deseando quedarse ahí siempre, recorriendo sus cuerpos.
—¿Tú no viniste a ayudarme a preparar la cena?
—Es que este era el aperitivo.
—¿Y qué me vas a dar de postre?
En un beso, Marta mordió suavemente el labio inferior de Laura y tiró de él.
—El postre luego. Vamos a preparar la cena antes de que llegue tu marido.
—No sé qué decirle…
—Que nos entretuvimos y que nos ayude a preparar la cena, ¿qué si no?
—No, me refiero a lo nuestro.
—No sé. Yo tampoco esperaba que hubiera más. Pero me estás enganchando.
—¿Os conocíais entonces?
—Sí, salimos una temporada en el pueblo, antes de irme a Londres.
—O sea… ¿qué el es tu novio del pueblo, ese que me contaste?
—Sí. No sabía que ahora era tu marido. ¿Estás celosa?
—No, eso fue hace mucho tiempo.
—¿De quién estás celosa? ¿De mí o de él?
—No me había puesto a pensar lo rara que es esta situación.
El ruido de la cerradura de la puerta rompió la conversación.
—Hostias, son las 7. Mi marido ya ha llegado. Corre al baño y yo te llevo la ropa.
Marta se empezó a vestir con rapidez. Recogió el traje negro de su invitada y escuchó la voz de Pedro:
—¿Marta?
—Voy, Pedro. Espérate ahí.
—¿Qué pasa?
—Nada, ahora te explico.
—Vale, vale —dijo Pedro, extrañado, desde el salón. Entonces entró Marta.
—Estábamos probándonos ropa. Resulta que Sonia va a exponer sus cuadros dentro de poco…
—Pensé que no te gustaban sus cuadros.
—Son una mierda, pero nos han invitado.
—¿A mí también?
—No, a Laura y a mí.
—Menos mal, que aburrido.
—Ya te digo…
—…¿Y Laura?
—Aquí —dijo ella con su traje flameante, un poco arrugado y con esa aura de serial killer que la hacía irresistible. Pedro no pudo evitar sonreír—. Dentro de poco tendremos fiesta, pero hoy me parece que cenamos pizza. ¿Ponemos música?
The Clash – Should I stay or should I go now
Cuando sonó la primera nota, entendieron la verdad: ya no eran dos caminos… sino tres reflejos llamándose a gritos.
Al ver el cristal del coche empañado, Pedro sintió una oleada de recuerdos. El mismo lugar, la misma sensación de no volverá a pasar. Ella se fue y no volvió. Hasta ahora. Quién sabe, quizá esta vez no quiera irse.
El móvil rompió el ensueño con un sonido chivato lleno de remordimientos.
Marta: ¿Te queda mucho? No quiero acostarme muy tarde. Pedro: No tardaré, pero métete en la cama. Marta: Despiértame si me duermo. Pedro: Tranquila, estaré de vuelta antes.
Qué sorpresa se llevó al verla en su casa. Pedro había vuelto hacía poco de un viaje: una visita rutinaria a la oficina central en Madrid. Unas cuantas reuniones que lo mantuvieron fuera diez días. Al regresar aquella tarde, se la encontró allí, en el salón. Parecía que el tiempo no había pasado por su piel.
—Ah, ¿pero os conocéis? —dijo Marta, su mujer—. Es la amiga de Silvia de la que te hablé, la que salió con nosotros este viernes.
—Pues sí… Laura es del pueblo, ¿verdad? —dijo Pedro con una sonrisa. Dos besos y un recuerdo pendiente a comentar—. ¿Cómo está tu hermano Juan?
—Bien —Laura no salía de su asombro—. Se casó hace unos meses… con Estrella.
—¿Estrella Estrellada?
—La misma.
—¿Pero ella no andaba con Berto?
—Ya ves, los cambios que da la vida.
—¿Y Berto?
—Salió del armario y vive con un culturista en Sanlúcar de Barrameda.
—Veo que tenéis conversaciones pendientes —dijo Marta, con una chispa divertida en la mirada—. Podemos quedar este viernes. ¿Te apetece venir a cenar?
—El viernes es genial —respondió Laura—. Vengo a las seis y te ayudo con la cena.
Hubo complicidad oculta entre las dos, reflejos de sonrisas que Pedro no captó aquel día. Pero sí notó algo: que el encuentro a la salida del trabajo no había sido fortuito.
Fueron a tomar café… y terminaron dibujando en el parabrisas empañado. Corazones rotos que, con el calor, se fueron borrando.
—Tengo que volver a casa, Marta me está llamando.
—Lo comprendo. ¿Quedamos otro día?
—No sé… Nunca le había hecho esto a Marta —dijo Pedro, pensativo—. No sé qué decirle.
—Es complicado…
—En el pueblo era más fácil.
—¿A qué te refieres?
—A que el roce hace el cariño. Éramos pocos, y te enamorabas con el tiempo.
—¿Eso te pasó conmigo?
—Yo me enamoré perdidamente de ti. Pero no me refiero a eso. Lo que digo es que allí nos emparejábamos sin pensarlo. Una vez hechas las parejas, ya no había más. Fue cuando empezamos a irnos a la ciudad cuando todo se rompió.
—No, Pedro. Lo nuestro estaba condenado. Yo necesitaba salir, ver el mundo. Quería vivir en Londres, y allí estuve… hasta que me harté.
—Y ahora has vuelto.
—Sí. Ahora necesito otras cosas.
—¿Una pareja estable? ¿Un lugar donde te esperen?
—Sí y no. Aún hay mucha confusión en mi cabeza. Soy rara, lo sabes.
—Más que un piojo bizco.
—Anda, vámonos ya.
La besó apasionadamente. En la radio sonó Iggy Pop:
“It’s a rainy afternoon in 1990 The big city Geez, it’s been 20 years Candy, you were so fine.”
La humedad de la noche quedó atrás con el chasquido de la llave en la cerradura. El calor del hogar se le hizo raro, oscuro, de mentira.
Tras una ducha rápida, se deslizó desnudo entre las sábanas. Abrazó a Marta, que dormía ajena a los pensamientos de su marido. Ella se dio la vuelta y lo abrazó. Él se apretó contra ella.
—Ya llegaste —susurró, envuelta en una sonrisa somnolienta.
Le besó. Él le devolvió el beso. Unas caricias. Una risa sofocada por las mantas.
—Marta, tengo que contarte algo…
—Mañana me lo cuentas —dijo Marta, abrazándolo—. Ahora follame.
Maria Rodés – Recordarte
“El pasado susurra bajo el cristal empañado, mientras el presente arde entre sábanas y deseos.”
Marta: Te echo de menos. Pedro: ¡Hey! ¿Qué te pasa? ¿Hoy no habías salido con tus amigas? ¡Noche de chicas! Marta: Sí, hemos cenado. Quieren salir al puerto. Pero yo no tengo ganas. Pedro: Vamos, Marta. En cinco días volveré. Hoy pásatelo bien. Ve y diviértete. Marta: ¿Y tú, cómo estás? Pedro: Bien, sin tiempo para aburrirme. Ya sabes, trabajo. Marta: Bueno, al menos me tomaré una copa con ellas. Pedro: Eso es. ¿Dónde está la reina de la fiesta que conocí aquella noche de desenfreno? Sal y arrasa. Marta: ¿Te acuerdas? Pedro: Claro. Hale, déjame ya, que seguro que te están esperando. Marta: Sí, ya me están llamando. Pedro: Pero si bebes, que te lleven de vuelta, ¿vale? Marta: Siiii. Te quiero. Pedro: Y yo a ti. Mañana te llamo y me cuentas.
Bloqueó su móvil y suspiró. Laura la esperaba en la puerta del coche. Era una amiga de Silvia, con quien solía salir ahora. Las demás ya habían llegado.
—Entonces, ¿te vienes? —Sí, saldré un ratito con vosotras. —Estupendo, lo pasaremos bien. ¿Te llevo? Así usamos solo un coche. —Vale.
Al arrancar, una vieja melodía olvidada fue escupida por la radio.
“Well, the kids are all hopped up and ready to go…”
—Coño, los Ramones.
“They’re ready to go now…”
—¿Te gustan?
“They got their surfboards…”
—Los escuchaba mucho cuando salía antes.
“They got their surfboards…”
—Pues vamos a arrasar esta noche.
“And they’re going to the Discotheque Au Go Go…”
Las dos amigas coreaban a gritos la canción. El aparcamiento era escaso. La melodía acompañaba. Habían encontrado una conexión sin buscarlo: amor por el ruido.
“Sheena is a punk rocker now.”
Las luces de neón dominaban la ciudad. Saludaron de lejos a sus amigas, que hablaban con unos chicos en la puerta del Sonotone. Hacía años que Marta no pisaba su sucio suelo. Seguía igual: olor a cerveza rancia y sudor, música insoportablemente deliciosa y chicos mirando a chicas. Todas bailaban, reían, susurraban las miradas de los demás.
Laura se quedó atrás, apoyada en uno de los barriles que el antro hacía funcionar como mesa, sujetando una cerveza.
Marta sonreía para sí misma. Danzaba para el espejo. Soñaba con el ayer. Los chicos la rodearon sin darse cuenta. Miró disimulada a uno, y eso fue suficiente para que él se lanzara.
La mirada de Laura se desvió desde el fondo de la barra al lugar donde aquel tipo intentaba ligar con Marta. Dejó sus recuerdos de lado y se fue acercando.
Demasiado cerca, demasiado rápido. A Marta no le importaba coquetear. El ruido hacía imposible escuchar, pero permitía un aliento a ron rancio y tabaco barato.
Laura apartó al joven interesado con un suave empujón. Se acercó a Marta y, bajo la atenta mirada de los pretendientes de barra, la besó con pasión.
Paladeó la sorpresa en silencio. Tenía sabor a desenfreno del pasado. A chicas gritando slogans de guerra y jauría de perros detrás. A risas por caras pasmadas. A adolescencia de hormonas rotas y hambre de vida.
Pero en esta ocasión hubo algo distinto: liberó una pequeña mariposa azul aletargada en el estómago. Revoloteó hasta el techo del local, pidiendo más.
Entre risas nerviosas y empujones, las dos fugitivas salieron en busca de aire fresco. Se sentaron en un muro, cansadas del rumor de los bares. Pasaron horas hablando de las noches del pasado, de los templos del ruido eléctrico y de las personas que habían pasado por su lado.
—¿Vamos a otro lado? ¿Algún sitio donde se pueda bailar? —No sé… ¿Y las demás? —Les decimos que vamos a dar una putivuelta.
Rompieron en carcajadas. Y también la noche.
Danzaron al ritmo de los cascabeles. Los destellos de colores las hicieron bailar solas, abrazadas por la música, entre tambores y reverberación. Como una danza ancestral que conectaba el todo y la nada. El olvido de los días pasados y de los que vendrán. Quedando solo ellas dos, frente a frente, en presente.
Eran más de las seis cuando aparcaron frente a la casa de Marta. Querían noche eterna, pero el resplandor del sol les dijo que no. Y se despidieron con un recuerdo del rescate pasado, en los labios. Con la promesa de un tal vez y la esperanza de un deseo.
Se dijeron adiós.
Marta: Buenos días, Pedro, ya llegué a casa. Pedro: Buff, yo me despierto ahora. Al final veo que te lo pasaste bien. Marta: Sí. ¿Sabes dónde estuvimos? Pedro: No, ¿dónde? Marta: En el Sonotone. Pedro: Qué bueno era aquel antro. Marta: Ya te digo. Pedro: ¿Siguen con la misma música? Marta: Sí, pusieron aquella de Barricada que te gustaba a ti. Pedro: Qué buenos tiempos. ¿Te acuerdas? Marta: Sí. Pedro: Como aquel día que te rescaté de aquella pandilla de babosos con un beso. Marta: Así fue como empezamos.
Ramones – Sheena is a Punk Rocker
«Se dijeron adiós, pero en el aire quedaba un deseo que ni la noche ni el olvido podían apagar.»
—Buenos días, ¿es verdad lo que dice el letrero? Le brillaba la mirada; casi no podía disimular la ilusión. Al entrar reparó en que la tienda estaba algo descuidada: mucho polvo en las estanterías, una luz lúgubre y llena de interferencias, un olor rancio a moho y humedad. El dependiente, un señor oscuro de apariencia vetusta, le ofreció la sonrisa pervertida de quien descuartiza a sus clientes. Se acercó deslizándose tras el mostrador y le dijo: —Sí, es verdad. Vendemos espectros.
La joven, con el entusiasmo de quien encuentra un tesoro, quiso saber más. —¿Cómo funciona? ¿Qué tipo de espectros tenéis? ¿Un espectro es lo mismo que un fantasma? —No, señorita, no. Una cosa es un espectro y otra bien distinta es un fantasma. Vendemos espectros y fantasmas, pero no al mismo precio. —¿Qué diferencia hay? —¿Vale, ves esto? —le enseñó una antigua botella llena de mugre con una etiqueta escrita a mano—. Es un espectro. Como todos los espectros, no tiene un nombre reconocido ni una forma clara. No se comporta con lógica aparente, no responde a ningún estímulo conocido y es difícil saber de él más que lo que muestra. Este se llama “Espectro de la casa de Guittenville” y cuesta £23.
—¿Y ese de allí? —dijo la chica señalando un bote verde luminoso. —Eso sí es un fantasma —dijo el señor, acercándole el tarro—. Aquí pone claro un nombre: Elisabeth Brown. Murió en 1952, tragada por la gran niebla cuando tenía 58 años. Por lo general tiene buen carácter, pero a veces monta en cólera si se la contradice mucho. Precio: £254. —Qué caro. —Es un fantasma.
—¿Y este otro? —La joven señaló el segundo recipiente del tercer estante. —Este es el fantasma de un niño —dijo el dependiente, agitando el frasco con un latido azul—. Son los más caros. Se llama Albert Dawn y murió en la postguerra. Era el séptimo hermano de una familia londinense. Se le escucha llorar en noches de tormenta y dormirá abrazado a ti las noches sin luna, si se lo permites. Si no, removerá objetos hasta que cedas o hasta que salga el sol. Precio: £372. —¿Y qué me puedes vender por £52,35? —preguntó ella—. Sin ser un espectro, claro. —Pues por ese precio tenemos esto. —El dependiente golpeó el mostrador con un tarro de resplandor carmesí—. Es un demonio menor.
—Eso no es un fantasma. —No, no lo es. Pero aun así es más interesante que un espectro. Se llama Murmulín. —Qué nombre más chulo. —Sí. Además, si lo sabes cuidar, es totalmente inofensivo. —¿Qué he de hacer? ¿Cómo se cuida? —Se alimenta de susurros. Tendrás que hablarle en voz baja para mantenerlo saludable. A veces incluso te hará caso. ¿Te gusta? —El tendero le acercó el recipiente. Se distinguía una figura ligeramente humana; era fuego líquido y se escuchaba un respirar. —Sí, mucho —respondió la chica contando el dinero del bolso.—Bien. Esta es la regla principal: para interactuar con él hay que invocarlo. El conjuro está en la etiqueta. Saldrá y volverá cuando tú se lo ordenes. Aunque no siempre obedece; no suele hacer más estragos que tirar algún cuadro o desordenar un armario. Alguna vez concederá un deseo, aunque también puede darte dolor de barriga. Pero sobre todo hay algo que no debes hacer. —¿Qué no se puede hacer? —No abrir la tapa. El tarro debe permanecer siempre cerrado. —¿Y si la abro? —Liberarás toda su esencia —dijo el dependiente en voz baja— y te devorará el alma.
Poe – Haunted
¿Qué comprarías tú en esa tienda, sabiendo que cada objeto guarda algo que alguna vez fue alguien?
Desde la penumbra llegó y gritó: —Hola… ejem… soy el terror fagocitador que viene del espacio exterior a exterminar, rasgar y segar la vida a quien me cruce…
La circulación se detuvo un instante; los rostros mostraron preocupación. Algunos indignados, otros asustados. A muchos les pareció una broma de mal gusto, de esas que hacían en las radios.
—…demonio de la sombra, acabaré con toda vida, arrastrando la corrupción de la carne y la aniquilación de la…
—Oye, ¿quién es este tipo? —dijo ella, frenando de golpe. —No sé, algún pringao —contestó su compañera
—. Pues parece que hay quien se asusta.
La que caminaba delante, que había escuchado parte de la perorata, comentó:
—Dicen que viene del estómago, que es un virus… —¿Un virus? Los virus no hablan; si viene de ahí debe ser una parietal desahuciada. —Que va. Dicen que viene de un pollo. —¿El individuo se ha comido un pollo? —Lo suele hacer y nunca ha pasado nada.
—Y en la podredumbre resultante escupiré entre vuestros cadáveres, destruiré vuestros restos y cubriré de pústulas la…—
—¿Por qué se paran todas? —preguntó la de atrás—. No dejan pasar, nos estamos coagulando. —Es que nadie quiere acercarse a ese chalao. —¿Dónde están los glóbulos blancos cuando se les necesita? —¡Vamos a morir, vamos a morir! —Que no, joder, solo es un pringao dando un discurso.
—…arrancaré de las entrañas un maloliente fulgor que os llevará a perecer—
—¡A ver, tú, documentación! —dijo una célula blanca, apareciendo severa.
La circulación recuperó su latido habitual mientras se llevaban al extraño preso.
—Oye, las de adelante, ¿os enterasteis de algo? ¿Quién era el chalao? ¿Un virus o una célula de pollo? —Que va. Era una neurona vieja con una sustancia pegada; se volvió loca.
Nadie lo volvió a ver… aunque, curiosamente, desde aquel día, el gran organismo empezó a toser.