El mañana me dejó sin verso, sin nada que decir. Me robó la voz mientras mi alma quería vivir. En la melodía del pretérito imperfecto me quedé varado, esperando. Sin una sílaba adornada que ofrecer, sin la defensa propuesta en la prisa, sin el sentido que sienta al verbo en su trono, en el abandono del esfuerzo olvidado.
Coleccionaba palabras. Las buscaba en la orilla de mi razón, seleccionando las erres errantes y las que ardían de corazón. Las ordenaba por semblante, cadencia y plumaje. A las que rugían salvajes las escondía del reproche del contexto; a las que rimaban candentes les inventaba vocales con vuelo, y las hacía desfilar lento, trazando la respiración como si fuera un suspiro.
Pero, aun así— sin retar al aliento restado, esquivando el fracaso escondido— me quedé sin licor en el vaso y con el tiempo perdido. Solo espero que, resistiendo el deseo del desespero, mis lágrimas se vuelvan relato y mi memoria, hoy, me regale un soneto.
Urge Overkill – Dropout
“Y si mañana vuelve en blanco… ¿será silencio, o será el principio de otro verso que aún no sé recordar?”
La pared era un tanto rugosa, pero a él no le importaba. La acarició dándole forma: curvas alargadas, una pasada larga para asegurar el contorno. Se alejó un poco y respiró complacido. Ya estaba adoptando una forma concreta. Cerró los ojos y lo vio: primero una lanza en movimiento; después, la urgencia de sus patas. Aspiró el aroma de paz y comprendió de inmediato lo que faltaba.
Miedo.
Faltaba miedo en la pared.
El miedo que mueve las figuras. La rabia de los brazos lanzando sus armas. El coraje de arriesgar vidas en el intento. Eso era lo que él deseaba, y no le dejaban hacerlo. Agarró cenizas y grasa con rabia, dispuesto a destruir su obra. Pero, al llegar a la pared, solo pudo acariciarla. Rellenó formas, construyó objetos.
Se apartó de nuevo.
Escuchó el murmullo del viento. El calor del fuego. El aroma de paz que da el alimento. Respiró hondo y comprendió que aún faltaba algo.
Sed, frío y cansancio.
El rugir de tripas que impulsa a correr. La agonía de la herida. El latido de un corazón descalzo, sintiendo el río helado hasta las rodillas. Agarró el carbón aún ardiendo y lo precipitó sobre su lienzo, con la calma que da la rabia en un lugar tan seguro.
Se alejó otra vez, y lo supo completo.
Tan completo como podía hacerlo.
No podía de otro modo.
El niño entonces se sentó en el suelo y se deshizo en llanto.
El padre gruñó a lo lejos.
La madre se acercó y dijo:
—¿Qué haces aquí, lamentando lo que no has vivido? Deberías correr, trepar árboles, hacerte fuerte para cazar con ellos. Deja de manchar las paredes con experiencias que no te pertenecen.
El abuelo llegó cojeando. Descansó las piernas junto al niño y observó la obra que lo había tenido tan ocupado.
Se quedó sorprendido.
En la pared había un bisonte siendo cazado. Había calculado sus heridas, su sufrimiento. El arrojo de los hombres hambrientos que esquivaban sus cuernos. El respeto a los pequeños bovinos que huían. El temor por las heridas de los suyos y las ganas de volver a verlos. Pronto.
—¿Hiciste esa ilustración sin haber cazado nunca? —preguntó el abuelo, mirando al muchacho que aún tenía los párpados húmedos.
—Ojalá hubiera ido.
—Mujer —dijo a la madre—. Tu hijo será buen cazador. Probablemente llegue a ser tan viejo como yo. Cuidará de los suyos y llevará alimento a esta comunidad. Déjale hacer. No solo está aprendiendo: está enseñando cómo se hace.
El niño, satisfecho con su obra, buscó refugio junto al fuego.
Tras el zarpazo del gato había un misterio. El gato sonrió sin demostrarlo. Se acercó al humano para susurrarle al oído un conjuro de ánimo.
—¿Ves a esa chica con la que acabas de cruzarte? —Sí. —Felicidades, ha sonreído. Y esta vez ha sido a ti.
Javier, variando el ritmo, dio una sutil vuelta a su recorrido y, jadeando un poco, fue en dirección a la dama mencionada. Su guía felino le propinó otro zarpazo.
—¿Se puede saber a dónde vas, grumete sin rumbo? —Me ha sonreído. Iba a ver si lo hacía de nuevo. —No lo quieras todo a la vez, joven padawan. —Pero ¿por qué no? —A ver… ¿sabes imaginar? —Creo que sí. —Visualiza en tu mente. Yo tengo una sardina. —Vale, tienes una sardina. —¿La ves? ¿Ves la sardina? —Bueno, imagino la sardina. —¡No! Tienes que sentir la sardina, ser la sardina, oler como la sardina. —Qué asco, ¿no? —¡No! A ti te encantan las sardinas. —Vale, soy una sardina y me encantan las sardinas.
El gato, impaciente, le dio otro zarpazo.
—Pon que, en un momento, yo, que tengo una sardina, te la doy. —Vale, qué rico —dijo con una sutil cara de desagrado. —Ahora ves que yo estoy esperando a que te la comas. —Pero si acabo de desayunar. —Cómetela. —Que no. —Que te la comas, coño. —Ufff… me está empezando a oler mal esa sardina. —Pues a la chica de la sonrisa le va a pasar lo mismo. Se va a hartar de sonreírte si la fuerzas. —¿Y qué debo hacer? —Esperar y… —¿Esperar y qué? —Debes ser paciente, Javi-san. Solo tienes que esperar y tener aroma a sonrisa. —Pues es buen nombre. Creo que te voy a llamar Sonrisitas. —Hazlo y morirás joven.
Niña Polaca – Joaquin Phoenix
“Fin del capítulo. O eso parece… porque el gato ya me observa como quien prepara un plan. Y cuando ese felino planea… siempre acabamos en la pescadería.”
La lluvia caía fina y obstinada. La catedral respiraba una oscuridad gris, gastada. La festividad tenía algo incómodo, un murmullo apagado, aroma de incienso rancio y el sabor antiguo de tradiciones manipuladas. En el centro de la plaza, entre el gentío, dos notas de color discordantes discutían sin descanso.
—Venir hasta acá y no entrar es la cosa más absurda que podemos hacer. —Pues yo no entro ahí. Me da muy mala onda ese sitio. —Pero aquí no hay más que ver. ¿Para qué coño hemos venido entonces? —Para mirar los pajaritos. —No hay pajaritos. —Pues la gente pasar.
A su alrededor, las personas grises, de caras mustias y miradas vacías, caminaban por inercia.
—Yo no entro ahí —remató uno de los Wilson, cruzado de brazos.
Del gentío salió una sotana blanca con estola púrpura. Su sonrisa era amable, pero su mirada mentía sin esfuerzo. Se plantó ante los gemelos-discutiendo-a-coros y preguntó:
—A ver, ¿por qué discutís? Reñir en la puerta de la casa del Señor es pecado. —Él, que no quiere entrar en la catedral. —¿Y por qué no, hijo? Es la casa de nuestro salvador. —Será, pero es una casa muy siniestra. —Oh, no. Lo parece porque es muy antigua. Pero dentro todo es paz y quietud. —Me da mal rollo. —Tranquilos, hijos míos. Yo os acompañaré.
La gente gris empezó a rodearlos, empujando con suavidad hacia la gran puerta del Perdón.
—No sé si esto es buena idea —susurró el Wilson reacio, esta vez al unísono con su pareja, como si el miedo les ajustara el mismo tono.
En lo alto del tejado, alguien vigilaba. Gabardina larga, sombrero tejano. Si aquello fuera un western, sería Clint Eastwood. Hizo un gesto breve con la mano.
A la señal, algo cayó desde lo alto del campanario: Katty, la chica-gato. Vestía de negro mate. Se deslizó por la piedra como agua derramada, flexionó apenas al aterrizar y arqueó la espalda con un gesto felino antes de moverse. Entró por el pórtico lateral sin ser vista.
Dentro, el templo era más pequeño que por fuera. Un pasillo de bancos hasta el altar y tres puertas: la principal y dos laterales. Katty cerró apresurada la puerta por la que había entrado.
El clérigo entraba justo en ese instante con los gemelos. Notó algo extraño: la catedral vibraba como si estuviera conectada con él por un hilo invisible. Los Wilson aprovecharon para cerrar su puerta también.
—¿Qué diablos…? —musitó el sacerdote, desconcertado.
—Le cazamos —dijo Don mientras entrábamos por la única puerta abierta. Al cerrarse tras nosotros, el sonido pareció sellar el sueño.
El sacerdote empezó a gesticular. Sus ojos se desenfocaron, como si otra mente se asomara por detrás de su cráneo. Un remolino se abrió en el centro de la sala: una espiral que tragaba los primeros bancos con hambre silenciosa. Katty saltó sobre él. Nosotros le rodeamos. Le agarramos de los brazos y el portal quedó congelado en un temblor de luz.
—¿Qué hostias queréis de mí? —Necesitamos saber algo. —¿Y sabéis que yo os puedo ayudar? —Seguro, Ikelos —respondí—. Nadie sabe mejor cómo destruir un sueño.
Le contamos lo que sabíamos de las sombras, de cómo estaban poseyendo a la gente a través del sueño. De cómo habían secuestrado a nuestra amiga. Queríamos saber dónde estaba y cómo rescatarla de su cautiverio.
Ikelos sonrió con un filo torcido.
—La respuesta es fácil. Si han de esconderla, será en su propio sueño.
Y algo en su voz sonó demasiado seguro, como si ya hubiera estado allí.
Ghost – Cirice
«“Tras despertar, sentí que el sueño se tensaba… como si aguardara el siguiente golpe.”
Se quitó el casco con desesperación y lo estampó contra la arena multicolor del desierto. Rebotó con una gracia que el no compartía. Un error de cálculo, un número mal puesto, y terminó con un aterrizaje de emergencia en la cara opuesta del planeta.
Se dejó caer, vencido, sobre una formación rocosa que parecía hecha a pulso por un dios aburrido. «Dos semanas para que organicen el rescate», pensó mientras trazaba formas en aquella tierra celeste. «Podría ser peor. Por esta zona el calor debería ser insoportable.»
Aparecieron entonces dos criaturas extrañas: redondas, con aletas de pez, rodeadas de tentáculos finos y un único ojo enorme como luna llena. Saltaban con ligereza, como si la gravedad fuese una anécdota.
Desconfiado, el piloto activó el reconocimiento del entorno en su ordenador de muñeca. Fotografió a la pareja extraterrestre. La respuesta llegó de inmediato: Herbívoros comunes. Nivel de peligro: bajo.
Uno abrió la boca y sacó una lengua que era más trompetilla que lengua. Emitió un sonido breve, un fa sostenido perfecto. El otro lo imitó. Al astronauta se le encendió el alma. De niño imaginaba exactamente esto: aliens amigables saludando con música.
El segundo improvisó una melodía sencilla: do, si, la, do. Su compañero repitió en una octava superior. —Si, do, re, fa —entonó uno alargando la nota. —Si, fa, mi, do —respondió el otro, encantado.
El humano buscó en el bolsillo de su manga. Sacó una pequeña armónica. Los extraterrestres no entendieron nada… hasta que la hizo sonar: Do, re, mi, sol… do, re, mi, soooool. Los dos lo imitaron inmediatamente.
Pasaron la tarde componiendo sin saberlo: melodías improvisadas, repeticiones torpes, armonías imposibles. El humano estaba feliz, sintiendo una conexión cósmica con criaturas que no sabían que existían unas horas antes.
Cuando el astro rey anunció la noche, se despidió de sus nuevos amigos y volvió a la nave. No quería quedarse al frío. El módulo habitable aún funcionaba: el retiro forzoso podía interpretarse como vacaciones espirituales en un desierto amable.
La silueta humana se fue perdiendo en la penumbra. Las criaturas siguieron hablando en su lenguaje de saltos y notas.
—Oye, Fiiun… qué criatura más rara. —Y que lo digas, Fiiiin… rarísima. —Eso sí, inteligente era: sabía hablar. —Hablar, decía él. «Arriba, abajo, arriba, acatarradoooo», «Delante, sentado, cielo, avalanchaaa». ¡Sin sentido alguno! —Sí, sí. Y nosotros intentado avisarle de que se estaba tumbando en el liquen ortiga. —Pues va a pasar la noche rascándose como un poseso.
Joe Satriani – Always With Me, Always With You
Se fue, mientras los curiosos ojos del otro mundo lo miraban sin entender del todo.
Su viejo tocadiscos pedía “play” a gritos. Ella supo cómo hacerlo esperar. Hasta que sonó el timbre de la puerta.
El brazo del antiguo aparato se agitó de manera mecánica. Depositó con delicadeza el diamante en el camino del disco y empezó a arañar.
El susurro estático del giro de la aguja le caminaba lentamente por el vientre.
Abrió la puerta con los primeros acordes:
“Darling, you’ve got to let me know”
Ahí estaba ella. Con su vestido negro. Brillante.
“Should I stay or should I go?”
Sonrió con un “¿qué pasa?”, con una sensualidad punk y macarra.
“If you say that you are mine”
Laura dejó asomar su pierna por la abertura lateral de la falda.
“I’ll be here till the end of time”
A Marta se le iluminó la mirada.
“So you got to let me know”
Laura extendió su mano en medio de un baile mágico.
“Should I stay or should I go?”
No entendía qué le pasaba. Ni qué consecuencias habría. Solo sabía que tenía un urgente deseo de sangrar. De deshacerse entera. De fundirse con ella.
Agarró la mano que Laura le tendía y la arrastró adentro.
“Should I stay or should I go now? Should I stay or should I go now? If I go there will be trouble And if I stay it will be double So come on and let me know”
Entre sábanas deshechas amanecieron esa tarde. Risueñas, con caricias que no terminaban, deseando quedarse ahí siempre, recorriendo sus cuerpos.
—¿Tú no viniste a ayudarme a preparar la cena?
—Es que este era el aperitivo.
—¿Y qué me vas a dar de postre?
En un beso, Marta mordió suavemente el labio inferior de Laura y tiró de él.
—El postre luego. Vamos a preparar la cena antes de que llegue tu marido.
—No sé qué decirle…
—Que nos entretuvimos y que nos ayude a preparar la cena, ¿qué si no?
—No, me refiero a lo nuestro.
—No sé. Yo tampoco esperaba que hubiera más. Pero me estás enganchando.
—¿Os conocíais entonces?
—Sí, salimos una temporada en el pueblo, antes de irme a Londres.
—O sea… ¿qué el es tu novio del pueblo, ese que me contaste?
—Sí. No sabía que ahora era tu marido. ¿Estás celosa?
—No, eso fue hace mucho tiempo.
—¿De quién estás celosa? ¿De mí o de él?
—No me había puesto a pensar lo rara que es esta situación.
El ruido de la cerradura de la puerta rompió la conversación.
—Hostias, son las 7. Mi marido ya ha llegado. Corre al baño y yo te llevo la ropa.
Marta se empezó a vestir con rapidez. Recogió el traje negro de su invitada y escuchó la voz de Pedro:
—¿Marta?
—Voy, Pedro. Espérate ahí.
—¿Qué pasa?
—Nada, ahora te explico.
—Vale, vale —dijo Pedro, extrañado, desde el salón. Entonces entró Marta.
—Estábamos probándonos ropa. Resulta que Sonia va a exponer sus cuadros dentro de poco…
—Pensé que no te gustaban sus cuadros.
—Son una mierda, pero nos han invitado.
—¿A mí también?
—No, a Laura y a mí.
—Menos mal, que aburrido.
—Ya te digo…
—…¿Y Laura?
—Aquí —dijo ella con su traje flameante, un poco arrugado y con esa aura de serial killer que la hacía irresistible. Pedro no pudo evitar sonreír—. Dentro de poco tendremos fiesta, pero hoy me parece que cenamos pizza. ¿Ponemos música?
The Clash – Should I stay or should I go now
Cuando sonó la primera nota, entendieron la verdad: ya no eran dos caminos… sino tres reflejos llamándose a gritos.
El aire surca extraño y, entre sábanas, se dispersa en remolinos. Mi mente se derrite en gotas de cansancio herido: no quiere darme reposo, solo gira y gira, sin motivo y sin caducidad. Invoco ovejas blancas aladas, un ejército inútil cuando los párpados no me pertenecen y son presa del capricho de un tal Cortisol.
Entre tanto, flotan imágenes en tonos pardos, carcomidas por el baúl que las guarda, que hoy, traicionero, ríe satisfecho. Mientras yo sigo rotando, ellas se proyectan en el techo: mirada distraída, flequillo en los ojos, pantalones de pana gruesos y unas ganas de volar contenidas en un salto.
Lo dejé escapar, a ver si así me canso. Quise enseñarle los días presentes del futuro pasado. Y él, sentado en la duda, mirando desde mis ojos, comprendió que era yo.
—¿Todavía no vuelan los coches? —preguntó, como quien sostiene una promesa rota.
—No. Pero hay ojos en el cielo —respondí.
Pareció animarlo.
—¿Vive gente en la luna? ¿Ya consiguieron habitarla?
—¿Para qué alcanzarla? Es más bonita lejana.
—¿Y robots? ¿Ya los inventaron?
—Sí. Y hablan con nosotros, aunque no tengan cuerpo.
Le conté inventos osados que nos acompañan en el bolsillo, de cómo ya no hace falta hablarles: nos entienden por gestos. Le hablé de un oráculo tejido en una telaraña. De cómo nunca estamos solos, aunque cada vez estemos más lejos.
Y yo, al ser soñador, esperaba que algún día, hablando, nos entendiéramos todos. Que estábamos aprendiendo a hacerlo.
—Si eres un soñador, ¿por qué no estás durmiendo? —dijo.
Y solo entonces entendí que ya no estaba despierto.
Pauline en la Playa – Quién lo iba a Decir
A veces el sueño llega cuando dejamos de perseguirlo.
Hace algún tiempo que aparecen y no sé por qué. Vienen calculando la pose, con apariencia cuidada y mirada íntima. No sé qué hechizo algorítmico habrá estallado a mi alrededor para provocar semejante desfile. Es un sin cesar: llegan para ser contempladas, dejan su estela y desaparecen.
Las hay para elegir: por el brillo de la mirada, por el gesto, por la temperatura del cuerpo que sugieren. De porte elegante, enfundadas en fantasía, casi por desnudar. Apuntando hacia la luz con destellos azules, y siempre un guiño pintado, por si ven que me pierdo.
Este suceso me recuerda otros tiempos. El amor también era efímero, nubes densas escapando del invierno casero. El sabor era casual y el roce discreto. Y el misterio, lejos de ocultarse, ardía en las miradas para quien sabía leerlas. Ardía en llamas para que el viento se llevara las cenizas.
Como hoy —si no más— había quien se negaba a rendirse del todo. Ocultaban la ferocidad bajo vestidos largos de cadenas errantes. Disfrazaban las ganas de sangrar barriendo bajo las alfombras, llevando velo blanco, creyéndose novia, creyendo en el hechizo del cuento y en el ladrón que venía a su secuestro.
Pero hoy hemos cambiado. No son los mismos secretos. Ni son los mismos dueños. O eso creo. Vivimos en la ilusión de mostrarnos libres, bailando descalzos y solos, sonriendo telones abiertos mientras tendemos el presupuesto del tanto por ciento. Creemos que el camino es nuestro, pero en la etiqueta está su precio y la caducidad oculta en una hilera de ceros.
Al no parecer interesado, las damas se van… convertidas en otros.
Acompaña esta lectura con ‘Mi Orden’, de Bala — un golpe seco de oscuridad luminosa para cerrar el círculo.
Sin despedirse, sin siquiera suspirar mi nombre. Tan bien como me conocía… y no pudo decirme su adiós.
Pinté una cruz en su ausencia: recuerdo de las veces que me contesté por ti. Cuando una mañana gris apareciste y yo grité tu nombre. Me escondí en mis principios difamados. Deseé tu muerte y desaparecí de tu lado.
Pero volviste. Y me esperaste, silenciosa, a que pasara. Me asustaste de nuevo y huí como un cobarde, deseando veneno para tu especie y para ti un final más cruel.
Otra vez estabas. Y otra más. Intenté luchar. Conseguí escapar. Me oculté en la luz y me dejaste en paz, inmóvil en tu rincón.
Hubo un pacto: una firma de sangre, de tolerancia con margen lateral. Con cláusulas de distancia y letra pequeña. Muy pequeña. Insignificante y oculta.
Esta vez saludaste. Lo hiciste con mi voz, claro, pero educada, moviendo flagelos de ritmo lento, respetando distancias y evitando enfados.
Hubo tiempo de conversación fugaz, ritmo de ascensor y sonido disperso. Psicotronía del atardecer cálido y ventoso, arena pesada en mis párpados y en ti mis lamentos. Y tú ahí estabas, dándome espacio, escuchando atenta mi desaliento.
El tiempo te convirtió en aliada. Ideas obtusas de hadas absurdas. Caricia del son de una nana. “Invadiréis el mundo”, dije entre risas un día, y al siguiente me pareciste más bella.
Hablabas sin voz. Mirabas atenta. Quisiste ser mi musa y pensé: “buena idea”. ¿Qué puedo perder? ¿Mi cordura, tal vez? Qué va. Imposible hallar donde nunca existió un tal vez.
Tósigo en el ambiente, señal aséptica de la masacre.
¡Corre! ¡Huye!
Asesinos con máscara, de bata blanca y desinfectada fragancia.
¡No le hagáis daño, ella no ha hecho nada!
Venían a llevarla entre las celdas de una escoba.
Pero no estaba.
Ella ya no estaba.
Hoy hago memoria de un lamento. Mañana tu nombre se habrá olvidado.
Tulsa – Autorretrato
A veces las ausencias duelen más que los miedos que las preceden… y tú, ¿qué criatura imposible te ha dejado un hueco impensable en tu alma?