Encomiendese a San Lazaro

Una paciente sale sorprendida de un consultorio médico moderno, mientras un médico con bata blanca revisa documentos sobre un escritorio y una enfermera observa a distancia. En un estante, se ve una pequeña estatua de San Lázaro. La suave luz natural se filtra por la ventana, creando una atmósfera tranquila y mística.

Aché pa ti

Del despacho salió una señora cojeando un poco. Suspiró y siguió su camino lentamente. Acto seguido, salió una joven con bata blanca que, mirando alrededor, dijo:

—¿María del Carmen Díaz?
—Yo, soy yo.
—Entre y siéntese, por favor; el doctor no tardará.

Mari Carmen estaba un poco nerviosa. Llevaba consigo los informes de los demás médicos, fruto de la constancia y la perseverancia. Los que no eran despistados eran desconsiderados. No hubo un diagnóstico certero hasta que no desataron su cólera. Pero ahí estaba ella, con entereza, dispuesta a la cirugía. Menos mal que el especialista tenía la mejor reputación de toda su comarca.

En la espera se fijó en el despacho. Le sorprendió ver una pequeña capilla detrás de la mesa principal, donde podía ver la figura de quien parecía San Lázaro, con su aureola y su barba blanca. Ella no sabía de médicos devotos. “Mejor”, pensó para sí, “no está de más que Dios esté también de mi parte”.

Entró el doctor, un hombre con bata blanca manchada de sangre y una curiosa colección de collares de colores. Hizo una reverencia al saltar, recitando:

Jekúa Babalu Ayé, Eré Egún!

Se sentó frente a la señora y, con cara de “usted dirá”, dijo:

—Doña María del Carmen, ¿verdad?
—Sí, soy yo.
—Perdone mi aspecto; acabo de salir de una operación de urgencia.
—No se preocupe, le entiendo.
—Según veo, mis compañeros no le quisieron operar de varices, ¿cierto?
—Dijeron que no insistí con el tratamiento y que estaba dando buen resultado. No quiero perder tiempo para no complicarme.
—Hace usted muy bien. Prepararemos su intervención. Pero antes, purifiquemos su espíritu.
—¿Qué?

El doctor buscó un objeto en su cajón: una campanilla plateada con figuras en relieve. La hizo sonar y la enfermera le trajo hojas de plantas y un bol con agua. Sacó dos velas, una blanca y otra amarilla, y las encendió.

Obatalá, Baba Mí, limpia este espacio, que nada impuro permanezca aquí. Aché. —exclamó el doctor.

—¿Esto no es muy científico? —preguntó ella.

—La medicina exige rigor, pero nada impide acompañarla de fe. —Respondió el doctor, llenando un vaso ritual con un licor blanco—. Obatalá, Baba Mí, limpia este cuerpo y esta alma. Aché.

Tomó un sorbo y lo escupió con fuerza hacia la señora:

Obatalá, Aché, purifica este espíritu.

La mujer, horrorizada, se levantó de golpe y salió corriendo de la consulta.

El doctor tomó un habano, mientras la enfermera, aún con el ceño fruncido, murmuró:

—Doctor Medina, con este método para disuadir operaciones no convenientes, algún día tendrá problemas.

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