Cenizas bajo el espejo (VIII parte)

(Capitulo VIII) Donde cruzan los que arden

El mar los depositó en la orilla, dos cuerpos inertes con un destello de vida latente, en la arena chamuscada de aquella playa desconocida que brillaba como si de una premonición se tratara. Quedaron allí, tendidos, cubiertos de sal y ceniza, sin saber si seguían vivos o si solo habían cruzado a otra forma de existencia.

Él abrió los ojos al cielo, con una sonrisa tenue al notar la respiración de la dama. Ella soñaba con muñecos de ramas y tela, lanzados desde la cima, jugando a crear la leyenda.
Una caída cuidadosamente preparada para contar una mentira a medida,
una muerte simbólica a cambio de una libertad real.

Recordaron la noche del descenso, el pacto sellado en silencio,
y el frío contacto del océano,
con la isla a salvo a sus espaldas
y un futuro incierto frente a ellos.

Cuando lograron sentarse en la arena,
ella le preguntó:

—Escapamos juntos, nos juramos amor eterno… pero no sé tu nombre.

Él la miró con cansancio y certeza.

—Mi nombre es Jonay, hijo del mencey Alhogal.

Ella asintió, con la sal en los labios.

—Yo me llamo Gara, hija de Agalán, guardián de las brumas de Agana.

Habían cruzado la línea.
Ya no eran solo los que amaban:
eran los que sobrevivieron al fuego.

Los habitantes de la isla llegaron al poco tiempo. Traían agua y mantas,
y una expresión entre la acogida y el asombro. No sabían quiénes eran,
pero algo en ellos les decía que estaban ante dos figuras distintas,
dos jóvenes marcados por algo más antiguo que ellos mismos.

Un niño, al verlos, susurró:

—Vienen de donde arde el mundo.

Y nadie dijo nada más.

Desde algún lugar en lo alto —quizá un risco,
o una sombra entre los almendros—
una voz se dejó oír.
Una risa breve, seca.

—Buen sitio este para despertar.

Y las gaviotas, con su llamada larga, cruzaron el cielo
desde la isla de las cumbres altas,
como partícipes de un presagio
firmado en fuego
y sellado en lava.

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Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.