Luna negra (Tercera fase de «Fases de una luna herida»)

Joven en una cocina familiar devorando un plato mientras sus padres lo observan con preocupación; luego, frente a un espejo en el baño, descubre su cuerpo curado y más fuerte, con expresión intensa.

Llegué a casa triste. Sin tener claro lo que había ocurrido.
Todavía sentía dolor, pero los médicos, asombrados por mi rápida recuperación, insistieron en que en casa sanaría mejor.
Tendría a mis padres y a mi hermana instalados por unos días, así que me preparé para un ambiente de lo más familiar: reproches por aquí, desconfianza por allá, todo ello regado con ese irónico miedo que tanto une.

Desde la planta baja escuché llorar a mi madre.
Mi padre, tan bruto como siempre, decía entre dientes:
“…un día se nos mata…”
Pensé que mi imaginación me jugaba una mala pasada, porque vivo en un octavo piso.
Al entrar, me los encontré con lágrimas en los ojos, intentando guardar la compostura.

—¿Qué te ha pasado, hijo mío?
—Nada, mamá… que me he peleado con un oso.
—Pero adentrarte en el bosque solo… —dijo mi padre con cierto aire de enfado—. Para haberte matado el animal aquel.
—Pues no sabes tú cómo lo dejé —respondí, quitándole hierro—. Ahora me ve y echa a correr.
—Anda, niño, vente a comer, que estás muy flaco. Te traemos chorizo del pueblo.

Un rugido profundo me recordó que tenía hambre.
Una vez sentado en la mesa, devoré un plato del potaje de mi madre en segundos. Luego, unas chuletas de cordero con su guarnición de verduras. Casi no dejé ni los huesos.

—Pues sí que tenías hambre… —dijo mi madre, extrañada—. ¿Quieres más?

Le quité de las manos un trozo de chorizo que traía y lo devoré a mordiscos, sin apartar la mirada de ella.

—Niño… no me mires así, me estás asustando.

Aún con hambre, me detuve.
Había algo raro.

Con la excusa de una ducha me encerré en el baño.
Al desnudarme y quitarme las vendas, me quedé sin aliento: no había ni una sola cicatriz.
Ni rastro del ataque.

Esperaba verme más flaco, más débil.
Pero, pese al dolor residual, mi cuerpo estaba distinto: más firme, más fuerte.
Y ese aspecto feroz que empezaba a gustarme…
estaba ahí, respirando conmigo frente al espejo.

Austra – Home

El espejo no mentía. La herida había desaparecido, pero no el recuerdo de la fiebre, ni la sombra del bosque. Algo había despertado en mí que no podía volver a dormir. La fuerza que brotaba de mi cuerpo parecía un río subterráneo, oscuro y constante, recordándome que las cicatrices no siempre se ven… pero siempre marcan.

Completa el ciclo de la luna

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