
El tintineo de la vieja bombilla de las escaleras hacía que la sombra del sacerdote pareciera extraña, macabra, perversa. La melodía del timbre anunciando su llegada la estremeció. La mujer no sabía exactamente qué iba a hacer aquel cura joven. Demasiado joven para su gusto, sospechaba que su visita iba a ser una terrible fuente de sufrimiento.
Le ofreció café, con la cortesía nerviosa de quien se aferra a un gesto mínimo para espantar la angustia. Pero él, dándole urgencia al asunto que lo había traído, pidió pasar directamente a verla.
La niña estaba tendida boca arriba en la cama, atada de pies y manos con correas. Su respiración era espesa, sus movimientos bruscos. Hablaba en sueños, enfadada, como si discutiera con alguien invisible.
—Zerrrrarizzzait ggggerrrrtatzen, bada?! Zerrrrarizzzait ggggerrrrtatzen, bada?!
La madre le retiró la pesada manta. El cuerpo arqueado de la muchacha parecía atraído por la gravedad del techo.
—No para de moverse. No para de repetir ese extraño mantra —dijo ella, con la preocupación tatuada en cada línea de su rostro—. ¿Cree usted que es arameo?
—Arameo no es —respondió el sacerdote—. Tampoco sánscrito ni ninguna lengua latina que yo reconozca. ¿Podemos despertarla?
La madre asintió. El cura le palmeó suavemente la cara. Los ojos de la niña se abrieron de golpe, y un miedo inexplicable cubrió su expresión. Entonces comenzó a hablar:
—Baina zer gertatzen da? Baina zer gertatzen da? Non nago? Zer ari da gertatzen?
—No entiendo tu idioma —dijo el sacerdote—. ¿Entiendes el mío?
—Sí —respondió ella, respirando con fuerza.
—¿Qué es lo que quieres?
—Quiero que me suelten. ¿Por qué estoy atado?
La voz sonaba gruesa, pastosa. El cura frunció el ceño.
—No queremos que le hagas daño a la niña.
—¿Pero qué niña? ¡Ostias! ¿Qué coño pasa?
El sacerdote apretó la cruz en alto.
—¿Qué tipo de demonio eres?
—Oiga, que yo a usted no le he faltado, ¿eh? ¿Me van a soltar ya, hostias?
—Te lo repito: dime tu nombre.
—¡Aiba la hostia! Que yo no sé nada de demonios ni de niñas ni de nada. ¿Me van a dejar marchar?
—¿Eres Satanás, príncipe de las mentiras? ¿Balban, príncipe del engaño?
—¡Que no! Soy Koldo, príncipe de la eskupilota, no más.
El sacerdote parpadeó.
—¿No eres Satanás?
—¡No! Soy Koldo. Koldo Iruretagoyena. De Hondarribia.
Un silencio incómodo se instaló en la habitación. La madre miraba al cura con desconcierto, como si la solemnidad del ritual se hubiera convertido en una farsa grotesca.
—¿Y para qué quieres poseer el cuerpo de esta chica?
—¿Poseer? ¡Pero qué hablan de poseer cuerpos! Yo no entiendo nada —contestó el supuesto intruso, mirando con ojos desorbitados el espejo de tocador que el cura le puso delante.
—¡Hostias!
—¿No lo sabías? —preguntó el sacerdote.
—Mire, lo último que recuerdo es que estornudé tan fuerte, pero tan fuerte, que me quedé inconsciente. Y ahora, de repente, estoy aquí, atado, con usted gritándome. ¡Esto parece una broma pesada!
Goblin – Suspiria

Replica a El Onironauta Cancelar la respuesta