
Todavía jugaban los niños en la plaza. Los últimos gritos de la infancia surcaban el aire como cometas que no querían caer. El cosquilleo nervioso no me dejó probar bocado ese mediodía, así que hice parada en el quiosco cercano a comprar una chocolatina. Sabor a espera y chocolate.
Quise esperarla a la sombra, pero el único árbol que la ofrecía generosamente estaba ocupado. Con ocho campanadas, la iglesia me dio la noticia: ya era la hora.
Los chavales de la plaza corrían ya a su casa cuando me fijé en ella. Un traje corto que combinaba con la elegancia de una mirada perdida en el reloj del templo de Dios, como la mía.
“Siempre llegan tarde a la primera cita”, pensé, “es una norma social establecida”. La campanada me dijo que había esperado media hora.
El calor me hizo aproximarme a mi compañera de espera.
—¿Te importa que espere aquí, contigo? —le dije.
Ella me respondió que no, con aire distraído, y yo miré para otro lado, ocupando ese lugar en la sombra que tanto necesitaba.
El sol, aburrido, decidió ir ocultándose. Mi compañera de sombra no apartaba la vista del reloj. Quizás fue el aburrimiento, o tal vez me podía el vacío. La miré casi de reojo y le dije:
—No vienen, ¿no?
—No. Llevo una hora esperando.
—¿Es la primera cita?
—Sí. ¿La tuya también?
—Coincidimos, parece. ¿Qué tal si nos sentamos, ahora que el sol se está yendo, ahí en el banco?
—Bueno, estaremos más cómodos.
La novena campanada nos sorprendió en plena conversación; a la décima nos habíamos olvidado del reloj. Entre risas vino el hambre, y con el hambre una proposición.
—Llevo sin comer todo el día, te invito si quieres a un bocadillo. En el bar de la esquina los hacen muy buenos.
Ella me contestó que sí, pero que no pagaría yo. Hicimos gala de la canción de Mecano, brindando con nuestros refrescos. Y seguimos riendo, hasta que el dueño del bar nos invitó a seguir la fiesta a otro lado.
—¿Tienes algo que hacer? —le pregunté con la esperanza de no perder una cita.
Ella, mirando cómo el resplandor de la farola caía en la plaza vacía, me dijo:
—Ya no. ¿Qué me propones?
Cruzamos dos calles y paseamos a la vera del mar. Nos sentamos en aquel sitio donde actuaba Freddie Mercury. Gritamos que lo “queríamos todo” y nos bebimos hasta el agua de los floreros.
Y ahora que ya nos teníamos que ir, nos prometimos en secreto volver a esperar en la plaza del pueblo, a que nos rescatara la sombra de un árbol viejo.
De vuelta a casa, quisimos darnos un momento para contemplar la luna llena. Brillante a rabiar, como su mirada pidiéndome un beso. Le respondí enseguida. De detrás, llovieron cientos.
—Esta ha sido la mejor cita en la que me han plantado —le dije al oído, al dejarla en el portal de su casa.
—A mí me faltó algo —me respondió.
—¿Qué fue lo que faltó?
—No sé. ¿Repetimos la cita para averiguarlo?
Entre risas y cuentos vimos a otra pareja discutiendo a lo lejos. Nos escondimos entre las escaleras para dejarles paso. Y nos quedamos de piedra: eran ellos. Nuestras parejas de baile, las que nos habían abandonado.
—Así que, además, hemos podido ver un final alternativo —le dije.
—Sí. Hubiéramos terminado enfadados.
Ocultos, en la sombra del portal, nuestros últimos besos dejaron que pasaran de largo.
Panica – Me Cuesta Tanto Olvidarte (Mecano)
Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.