Cenizas bajo el espejo (VII parte)

(Capitulo VII) Donde miente la cima

La espuma del mar expulsó un cuerpo y lo abrigó con su manto blanco.
La joven que aguardaba en la orilla lo rescató sin palabras.

—Traigo una tregua —dijo él antes de desfallecer.

Ocultos por la caída del sol, desaparecieron entre las grietas del barranco.
Pero ya había ojos que los habían descubierto.
Ojos que silbaron con urgencia: de la costa al acantilado,
del acantilado a la cresta,
de la cresta al cantón de Orone.

El miedo al fuego protagonizó el amanecer.
Mientras los amantes se prometían eternidades,
los hijos de la lluvia descendieron la ladera en busca del intruso ardiente.

Entre la bruma encontraron sus huellas:
la marca de su paso en el brezo,
el temblor del musgo aún tibio bajo los pies del forastero.

Y en el claro los hallaron.
Eran dos figuras encaramadas en Garagonohe,
unidas en la agonía.

—¡Se van a matar! —gritó un anciano.

La caída fue inevitable.
Se disolvieron en la niebla,
y jamás volvieron a ser vistos.
Ni en vida,
ni en la sombra sin nombre de la muerte.

Anuncios

Descubre más desde El descanso del Onironauta

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Comentarios

Una respuesta a “Cenizas bajo el espejo (VII parte)”

Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.