
El cuervo picoteó la tumba, lo hizo con sarna, como si le molestara el tacto de la losa fúnebre. Ella se asustó un poco del aleteo del animal, pero algo en su mirada le resultó familiar.
Trescientas cuarenta y seis lágrimas derramó, una por cada flor, una por cada día de visita. Ya casi había el ramo de un año. De rosas blancas y lilas, negras también, algunas rojas de amor roto, como la de hoy.
El cuervo graznó su negrura, asustando a la viuda de nuevo. Pero había una idea en su cabeza que, nublada desde hace mucho, no terminaba de iluminarse. Quizás era mejor preguntar.
-¿Eres tú, Rafael?
El cuervo graznó dos veces. Cualquiera que entiende del canto de dolor de las aves, sabe de buena tinta, que dos graznidos significa “no”. Ella lo entendió y guardó silencio. El pájaro negro, con voz ronca, le contestó.
-Yo no soy él. Solo soy el recipiente de su alma, pero puedo contestar por él. ¿Qué quieres saber?
-Quiero saber por qué, ¿por qué lo hizo? ¿Por qué se fue?
-Se fue porque su misión no podía continuar aquí. Es más útil en otro lugar.
-¿Qué es más importante? Yo… Lo necesito.
-No, tú no lo necesitas a él, te necesitas a ti.
-Pero yo le quiero.
-Y él a ti.
-Entonces, ¿A qué vienes, Rafael?
-A dejarte marchar.
La última rosa manchó de perfume la tumba, aroma de adiós, de principios de lluvia de octubre.
-¿Te volveré a ver?
-Sí, pero cuando lo hagas ya no seré yo.
El cuervo voló hasta perderse en el firmamento. La noche cubrió de paz los últimos rayos de sol, paz con el triste sabor a ramos de flores marchitas y a cenizas que han de buscar su candela para renacer en ella.
Diary Of Dreams – She and Her Darknes
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