
– ¡Qué extraño, Nube! No son ni las diez y la calle está desierta, ¿habrá partido hoy?
La perrita movió la cola contenta al escuchar su nombre y siguió husmeando el suelo en busca de rastros de los amigos suyos que habían firmado las paredes. En su paseo nocturno, Juan fantaseaba muchas veces con redes sociales caninas, en las que, escribiendo a golpe de vejiga, los canes contaban sus historias y vivencias. Por eso, él era muy delicado a la hora de que Nube se tomara su tiempo olfateando árboles y esquinas.
– Vamos, ¿no quieres pasear esta noche? No pasa nada.
Atenta a su dueño, como si entendiera sus palabras, siguió caminando. Estaba algo inquieta y, en tramos, no quería caminar. El recorrido siempre era el mismo, giraba a la derecha y miraba los árboles del pequeño jardín de cuatro árboles que, en un intento de hacer algo estético, los del ayuntamiento habían amontonado en un hueco. Luego su camino era recto hasta llegar al fin del callejón. La perrita olisqueaba cada una de las tres farolas que iluminaban la calle y volvían a casa deshaciendo el camino.
Hoy, la última farola no quería encender bien, centelleaba varias veces y se apagaba unos instantes, hacia ese ruido característico de energía derivada, incluso al acercarse parecía oler a chamusquina. Eso inquietaba a la pequeña terrier, que no quería caminar.
– Vamos, Nube, no te asustes, te pareces a Maite. Ella era tan miedosa, me llamaba cuando le perturbaba algo, que era siempre. Una cucaracha cruzando el pasillo, ruidos en las bisagras, me acuerdo una vez que nos entró el gato del vecino por la ventana y casi se nos va de un infarto. Sí, Nube, tú no hacías más que ladrar.
La perra decidió continuar la marcha, despacito, alejándose de la intermitencia de luz de la farola estropeada. Mientras, Juan ya estaba en otro mundo, uno que solo ocurre en su cabeza y que a veces lo hace ir muy lejos, hasta el pasado. Al cruzar la zona de discontinuidad de luz, ella gimió de miedo.
– Sí, nube, yo también la echo de menos. Mucho.
Sintiéndose un poco mareado, Juan apoyó su mano en la última farola, y de pronto todo oscureció. Todo se silenció. Sintió cómo caía sentado al suelo y quiso creer que fue una leve pérdida de conocimiento. Consciente de que la perrita ladraba histérica y le lamía la cara con desesperación, empezó a levantarse. La luz empezó a relampaguear otra vez. El camino se volvió a iluminar.
– No pasa nada, Nube, volvamos ya.
Juan, con trabajo, empezó a caminar de regreso. La inquieta terrier tiraba de la correa queriendo huir del lugar. Tardaron un instante en llegar al portal. Nube lloraba y se desesperaba por subir las escaleras. Olfateó con nerviosismo bajo la puerta, mientras Juan giraba la llave. Al abrirla, junto con el clic de la cerradura, descubrió luz en la cocina.
– Anda, Nube, dejamos la luz encendida. ¡Nube, para! ¿Dónde vas tan deprisa?
No dejó siquiera que le desatara la correa, de un tirón, se soltó y, llorando con desespero, corrió hacia la luz. Se asomó preocupado y lo que vio le hizo buscar asiento.
– ¿Pero qué tiene este bicho que parece que hace un año que no me ve?—dijo la señora que estaba preparando una infusión para dos. – ¿Y tú? Estás blanco, parece que has visto un fantasma. ¿Pero bueno, qué os ha pasado?
– Maite, ¿eres tú?
– ¡No! Soy Whitney Houston. ¡Chico, me estás preocupando!
– ¿Qué día es hoy? – Preguntó Juan intentando disimular su estado de pánico.
– Pues es 3 de junio, Juan. -Respondió ella con cara de preocupación—. ¿Recuerdas que mañana voy a ver a mi madre por la mañana temprano, no? Que te vas a quedar solo una semana. ¿Estás bien?
– No, Maite, no te vayas. Iremos los dos otro día, pero no te vayas.
– ¿Pero qué te pasa?
– Tengo la certeza de que si te vas mañana, no volverás.
Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.