
Llega el momento en el que, a pesar de querer seguir brincando y comerte las estrellas de una cucharada, el almanaque se hace pequeño y el invierno te cubre el sombrero de blanco.
Te das cuenta de repente, nadie te avisa de que te aproximas a la meta, ni que al pagarlo en cómodos plazos, el malestar te llega el sexto día del mes.
Y claro, de preocupación se hace otoño en tu cabeza, las nubes eclipsan tu mirada y tu cuerpo se convierte en el mapa de tus vidas pasadas.
El porvenir se hace vago, remolonea cansado en el sillón del recuerdo, tus manos tiemblan de enojo, que por haber pasado, ya no recuerdas que, cuando joven tampoco podías, pero ahora es necesario.
Probé atrasar el reloj en vano, cambiar mi hogar de estación para recuperar el verano, esconder el calendario de Adviento pintándolo de pared, estirando el rugoso papel debajo de un cuadro de ninfas bailando. Pero el tiempo, que no es tonto, supo encontrarlo.
Solo me queda aceptar la realidad, que si el brillo del humo se ha disuelto, las pupilas heladas mantienen poder contemplar en océano, que la realidad está por encima del firmamento y que poder sonreír arruga el rostro, pero suma momentos.
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