
A media mañana, con el café en mano y el bocadillo a medio engullir, me di cuenta de que algo habitaba en mi cabeza: un murmullo sordo recorría mi mente enturbiando mi paz. Asustado, en el sucio espejo del pequeño baño de la cafetería, quise mirar al interior de mis ojos, a ver qué encontraba.
Examiné mi mente con un palito de helado, encontrando manchas oscuras, como de carbón incrustado, quise limpiarla con el brillo del recuerdo de un amor de verano, que pasó hace ya tiempo, pero quedaba emborronado y empeoraba sin remedio.
Miré en el cajón donde guardo las ideas, separé las más locas de las más viejas, vigilé las arriesgadas y puse a lavar las desesperadas, pues eran las más manchadas. Busqué tras el inconsciente algún pensamiento sucio, ordené los recuerdos por colores y verifiqué los barrotes donde encierro las emociones, encontrando tizne en algunas, en otras solo miedo seco.
Pasando por el hipotálamo, lo encontré acariciando a mi capacidad de deseo, que pasó del rojo al negro y se escondió llorando. Era una mancha de tinta de calamar huyendo, un garabato emborronado de un niño travieso que, perdido buscando y encontrándose solo, buscaba una sonrisa sincera, una palabra de ánimo o el rostro de un amigo.
Armado con un patito de goma, un guante amarillo chillón y la espuma de un jabón de orejas largas, lo llevé regañado a la ducha de ideas, a ver si tras una meticulosa limpieza pudiera aclararlo un poco. Usé para desengrasar un recuerdo lejano, del olor de colonia fresca que dejaban en mi pelo, y sequé con mucho esmero usando el sol de agosto, aquel del verano en la playa donde me perdí en tus labios.
Tras las capas de mugre y suciedad concentrada, en color azul turquesa y verde esperanza, oculto entre la necesidad de libertad y el deseo de ser amado, empujado por el éxito en el trabajo y pisoteado por la cruda competencia apresadora de almas libres, detrás de una máscara de enfermedad amarilla se encontraba la necesidad de un merecido descanso.
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