
Huellas en la playa, es todo lo que pude saber de ella, se perdían en la orilla y eran barridas por la marea, que ahora subía, intrépida, asesinando los rastros.
Poco antes paseaba cabizbajo, con mi mente torturada por algo que no hubo y se fue.
El olor a mar invocaba el rubor de mis lágrimas. Y sin pensarlo demasiado, me deshice de mi ropa y me lancé con rabia a la mar. A luchar con la salada espuma en busca de exorcizar mis fantasmas, en un combate a muerte con los elementos, que allá donde el horizonte se volvió sangre, conseguí perder sin remedio. Muriendo. O creyéndome perecer.
Ella estaba allí, sentí sus labios, mientras despertaba sorprendido, calientes como el sol que golpeaba mi cara, delicados como el adiós de la luna en el ocaso. Desconcertado, la vi volver al mar, desnuda, sin miedo. Mientras me incorporaba confuso, amando el mar con todo mi ser, olvidando el motivo de mi tormento.
Tras las huellas ya no había nada.
Solo silencio.
Alguien cantó a lo lejos, algo triste, un lamento. Una voz dulce, como la miel que quedaba en mis labios.
Esa fue la primera vez que besé a una sirena.
La Habitación Roja – Posidonia
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