
Su cuerpo andaba tumbado, su pelaje blanco, sucio de barro de la orilla del río, nadie lo vio caer, todos lo vieron ahí, tieso como el crujir de una rama seca, con la vida lejos, muy lejos.
En aquel lugar donde solía maullar, en ese campo de flores de eterna primavera, tenía un agujero preparado y las manos sucias esperando ser lavadas por unas lágrimas que se resistían en brotar.
Fue entonces cuando su mente quedó presa de los recuerdos, de saltos, de risas y juegos, de tardes tristes de lluvia abrazada a él, compañía en el sueño, rozar de bigotes temprano, al despertar con un lamento hambriento de cola recta y lomo arqueado.
Un leve ronroneo le expulsó del ensueño, estaba en su falda formando un ovillo con su cuerpo, cansado de un largo viaje de vuelta, en ese momento rodó sobre su mejilla toda la tristeza acumulada en forma de alegría.
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