
Ocurrió que esa noche quedé sentado en aquel banco, en el parque, triste como diciembre sin Navidad, contemplando mi cuerpo a dos metros de mí, desangrándose. Mi luna era marfil, como la ropa de aquel extraño que se sentó a mi lado, suspiro un lamento y con la profundidad del mar me preguntó;
-¿Cómo estás?
-No lo sé, ¿Qué está pasando?
-Te mueres.
-¿Y tú vienes a por mí?
-No, yo solo pasaba por aquí.
-¿Qué me voy a encontrar ahora?
Me miró fijamente a los ojos, azules como el mar en calma, viejos como el brillo de las estrellas, y entre susurros me dice;
-Se trata de elegir, siempre de elegir.
-¿Qué? ¿No voy a ver a la gente que perdí?
-Quizás, no es tan fácil. Tendrás mucho que aprender, y tus decisiones serán importantes.
-¿Estamos hablando del bien o del mal?
– Nada de eso, no existe bien sin un poco de maldad. Es más un encontrarte a ti mismo y saber a donde perteneces.
Canto de sirenas iluminando de azul mi cuerpo tendido en el asfalto, con el coro de los guardianes apartados con violencia entre murmullo de nervios, de prisas por revivir.
– ¿Puedo elegir volver a estar vivo?
– Puedes probar.
Dolor, por todo mi ser, ese dolor que recuerda lo vivo que estás y lo frágil que es la existencia. La respiración volvió a aparecer, entre convulsiones y sobresaltos. A caminos entre un mundo y el otro, en el ápice de tiempo en el que duró el primer latido, pregunte;
– ¿Eres un ángel?
– Lo fui, pero ahora creo en otras cosas.
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