
Mi amigo Pedro escribió que la vida es un sueño, y yo, que entiendo siempre a medias, que de tanto querer pasear entre nubes, no pisó el suelo, para no madrugar trasnochado, para mantener el sabor de tus labios en tarritos de esencia y con cuentagotas darle uso en los días grises y en las noches de lluvia y relámpagos.
Era feliz con tu recuerdo enlatado, me hacía mantenerme flotando y notar fresca la brisa que corre entre la copa de los abetos. Pero descubrí que, al tiempo, el rojo de tus besos se volvían negros, acariciar tu piel imaginaria me raspaba la yema de los dedos, haciéndome sangrar gotas amargas, de tinta china, como las de los fantasmas en los cuentos.
Me asusté al darme cuenta, que dormía tan profundo, que me había perdido entre las brumas y no distinguía tu voz del aullar del viento, que teniéndote tan cerca sonaba muy lejos y ya no había luz, todo se tornaba lóbrego. Entre en la oscuridad buscándome, a ver si me encontraba en tu reflejo y así poder caminar de nuevo fijando mis pasos en el suelo.
Vagaba sin rumbo cuando me vi dormido, respirando lento. Tú estabas a mi vera, preocupada, con los ojos llorosos. Quise gritar que te fueras, que ese no era yo, que aquel de ahí era falso y entonces comprendí que si nuestras miradas se cruzan y nuestros cuerpos se funden en llamas no es porque yo lo invocara en secreto, era anhelo. No había hechizo en el sabor dulce y salado que fabricaba nuestra pasión, era tu deseo, y el mío, que conspiraban para mantenernos cerca, para que podamos querernos.
Y ocurrió que me despertaste con un beso y con el acento del verbo amar nos quedamos abrazados, contemplando como es de verdad la verdad, y los sueños solo sueños.
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