
Me encantaba ver chocar los copos de nieve sobre la ventana del comedor. De adolescente me podía pasar el día allí, frente a una chimenea crepitando leña, con olor a festivo cercano y a pereza por quitarse el pijama. Me quedaba quieto, expectante, hasta que la proximidad terminaba nublando de vapor la superficie acristalada y ya no podía ver nada.
Sucedió que al empañarse empezó a formarse figuras, al principio confusas y nebulosas. Con el tiempo esas manchas de vaho se fueron asemejando a un rostro, difuso, que se emborronaba al instante, dejando unos labios besados en el vidrio.
En las primeras ocasiones me asustaba, pero como un difunto felino, siempre volvía, a contemplar esa cara, cada vez más perfecta y cada vez más encantadora. Una figura femenina que me acompañaba en sueños despiertos mostrándome la humedad de sus labios, atrayendo con ganas a los míos.
Una tarde, en un impulso, cuando mejor se podía apreciar la forma que aparecía en la ventana, besé el cristal, sintiendo la fría condena del que quiere querer y no puede, porque hacía frontera un muro de impenetrable coraza, que separaba dos mundos opuestos.
Aquella fue la primera vez que besé a un fantasma.
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