
Tuve un sueño en el que volví a caer en esa extraña madriguera, persiguiendo a aquel apresurado conejo. El descenso duró un inmenso instante que terminó en un lento declive hasta encontrar el firme suelo del cubil.
Frente a mí una conocida y pequeña puerta, aunque no lo suficiente como para necesitar bebedizo alguno que me encogiera. Entré y me vi en mi propia habitación. Ahí me esperaba el conejo, con su reloj de bolsillo, impaciente de tiempo, olvidado en la chistera de algún loco cómplice.
Me enseñó aquel querido espejo, desgastado de ver a mi imagen luchar con el tiempo, algunas veces por mi prisa por creerme verano, otras veces por querer conservar las flores de abril.
En el reflejo estaba yo, con primaveras de menos e interrogante la mirada, que miraba atenta unos labios con tinta de sangre de ausente beso aguardado con ansia. Con la misma ansia que miraba el conejo el reloj mientras me decía.
– No puede oírte, ¡dile algo!
Con el vapor de mi aliento y usando la pluma de mi dedo a forma de misiva, le apunté una sola frase.
ATЯƎVƎTƎ
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