
La ciudad escondida está aquí, en mi propia ciudad y nunca fui porque nadie quiere ir.
Allí nunca llega la luz, pero sí los colores. El calor pardo de la calima, el frío azul de la escarcha de mantas negras acartonadas. La gris soledad, de cabellos quebrados por el fermento, de risas pasadas, de miradas rojas por el paso del tiempo.
Allí no llega el brillo azulado, el fervor óptico de las disputas de miradas, pero sí el encanto ciego de niños manchados, que sueñan con ser eternos entre mariposas de barro.
No llega el peso del valor codificado, ni el amor con corbata del banquero. Pero si alguna vez llega un abrazo en el viento, calma rugidos de estómagos rotos, reflejos de luz de cielo abierto.
Espacio de ruido de cobre, de gritos, de lamento. De la muerte con aguja de antiguos nuevos. El hogar de la madre que, aunque no puede, exhibe risa de castañuelas, todos juntos, contentos, de que el mal si es a tu lado es solo un momento.
En tu ciudad también hay otra ciudad, aunque tú no te des cuenta. Aunque no quieras mirar.
Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.