
Del resplandor colorido de fuegos artificiales pasó a la onda de choque que nos empujó sin piedad a la atmósfera. Nuestro módulo, había entrado en emergencia antes de la explosión y salimos a salvo de la atormentada nave que se retorcía triste y agonizante.
Todavía estábamos despiertos cuando ocurrió. Por suerte todos juntos, los hijos de los colonizadores caídos que volvíamos tristes y solos al olvido, a donde no molestáramos. Vimos el fuego de la fricción de la entrada al planeta y el empuje del reactor de freno casi nos aplasta tras un impacto final en el que saltó la compuerta, dejando entrar la luz del extraño sol anaranjado a modo de bienvenida.
– ¿Estáis todos bien? – Pregunté para hacerme una idea de lo que había pasado.
Silencio, estaban todos asustados. El rumor de algún llanto ahogado por el miedo era el único indicio de vida en el deteriorado módulo.
– ¡Tenemos que irnos de aquí!, ¡Rápido!
Empezaron a salir todos, lentamente, con la misma pasión del preso que vuelve a su celda. Apresurado, recojo una mochila de emergencia.
– A ver, uno, dos, tres, cuatro, cinco – iba contando según salían – Seis. Falta uno. ¿Quién falta?-
– ¿Te contaste a ti mismo? – Sumak, a pesar de estar aterrorizada, no podía evitar ser una contestona.
– ¡No! Wayna, falta Wayna, ¿dónde está ese crío?-
– Aquí – sonó la leve voz del más pequeño, que escondido entre la poca maleza del lugar, se sentía invisible.
– Hay que retirarse de la cápsula, contiene radiación, no podemos estar mucho tiempo cerca, venga, ¡a caminar!
El frío sol naranja era testigo de los siete niños que caminaban desganados, cruzando el arduo valle donde fuimos abandonados. Aunque no estábamos solo, había otros ojos puestos tras nosotros. Figuras sombrías que avanzaban lentas, al ritmo de nuestros pasos.
– Nahuel, nos siguen. – Sumak estaba también pendiente a su alrededor. Desde que nos agruparon en la nave siempre cuidaba de los más pequeños.
– Ya me di cuenta. ¿Cuántos distingues?
– Tres, o cuatro, no estoy segura. ¿Qué son?
– No lo sé, nada bueno. Depredadores, supongo.
– ¿Y qué hacemos?
– Ir más rápido, si llegamos a las montañas tenemos más posibilidades de escondernos. Creo que nos están tanteando.
– Niños, hay que ir más deprisa- La voz de Sumak sonaba firme y serena, como la de los profesores que nos daban clases en La Colonia.
– ¡Estamos cansados!- Protestó Litza malhumorada.
– ¡Y hay hambre! – Dijo Wayna cruzándose de brazos con insolencia.
– Estamos cerca, hasta que no lleguemos, no comemos, cuanto más rápido lleguemos mejor – Les expliqué con cara de enfado.
Aunque con la cabeza puesta en las criaturas, me empezaba a preocupar por la comida. Llevaba una mochila con algunas horribles conservas de a saber que bicho, seguro que ratas y un bote de alimento concentrado con sabor a excremento de gallina. Agua también había poca, viendo que las montañas no estaban lejos no me inquietaba mucho. Allí habría riachuelos.
Dos de las cosas están acercándose por los lados – Me desveló Sumak
– Vale, tú irás delante, yo estaré atrás. Hay que llegar a las montañas. ¿Sabes que tienes que hacer?
– ¡Sí!
– ¡Hay que correr! – Grité alarmando al resto. – ¡Rápido, todos corriendo detrás de Sumak!
Los depredadores extraterrestres apretaron el paso y llegaban veloces. Ya se les podía ver la forma, galgos largos con ojos brillantes y una larga cola aplanada es lo que, de lejos, creía ver. Tenía que pararlos, asustarlos, matarlos. No eran muchos ni muy grandes.
Sin dejar de correr empecé a sacar trastos de la mochila en busca de una improvisada arma.
Tarde, ya estaban aquí, alrededor mío, seis horrendas criaturas alargadas con hocico de cerdo, dientes de sierra y ojos de fuego fatuos que se movían en sus órbitas incandescentes. Y entonces apareció ella. Tan alta, tan azul.
Se puso delante y con su bastón derribó al depredador que se abalanzaba sobre mí. Se desplomó al suelo yerto como un saco lleno de arena de la playa y miró desafiante a los demás integrantes de la manada que fueron retrocediendo el paso amedrentados por el suceso.
Mi heroína azul me transmitió con la mirada un mensaje de tranquilidad. Fue apareciendo en una extraña canción dentro de mi mente en forma de susurro.
– Ya pasó todo, no hay más que temer, yo os enseñaré la senda. Dejad que sea yo la que guie vuestras almas.

Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.