Etiqueta: sueños

  • Carta 13:  Sombras en los sueños

    Carta 13: Sombras en los sueños

    Querido diario:

    Mi sueño hoy estaba oscuro. Era un mal presagio. Las nubes emborronaban el horizonte, y el sol era apenas una minúscula estrella que alguna vez existió. Llovía en el jardín de las puertas, empapando los senderos que llevan hacia otras mentes durmientes.

    Una de esas puertas me era desconocida. El aire se respiraba entrecortado, oscureciendo el entorno. Algo enfermo habitaba allí, rezumando maldad y ganas de huir. Pero yo me negaba a renunciar a mi espacio secreto. Tendría que enfrentarme a ese destino.

    Abrí la tenebrosa puerta. Era la pesadilla de un demente: viento arrasando un lugar olvidado por las lágrimas, polvo en las aceras, herrumbre en las señales de tráfico. En ese lugar yo vestía cuero negro. Mi linterna se había convertido en un farol de mano, y la pistola de plástico, ahora, en una ballesta con flechas luminosas.

    Caminé por la carretera hasta encontrar un edificio en medio del vacío. Una casa muerta, enorme y deforme, no una torre que buscara el cielo. Escupía sombras por su puerta y de sus ventanas supuraba una sangre oscura, enferma.

    Me acerqué con cautela. Entrar no era mi idea, así que esperé. A ver si el mal que habitaba allí quería mostrar su rostro.

    Y lo hizo. De su interior emergió algo que una vez fue humano, mirándome con ojos infectados de penumbra.

    —Has entrado en el sueño de un insano. Pronto estarás con nosotros.

    Dijo la horrenda criatura, acercándose lentamente. Disparé cerca, a sus pies. Sabía que el daño que le hiciera a la criatura también lo recibiría el dueño de esta pesadilla. El dardo rozó su pierna y se clavó en el suelo, incendiando la oscuridad con un destello.

    La criatura sonrió, inmóvil. Le afectaba la luz tanto como a nosotros el fuego.

    —¿Crees que eso nos va a detener? —respondió, avanzando cojeante, riendo.

    Hurgué en mi bolsillo. Era el momento. Allí no estaba la campanilla que me había entregado el extraño visitante, sino un teléfono viejo. Sonó de repente, con un timbre áspero y gastado.

    Contesté la llamada, asustado por la cercanía del ser oscuro.

    —¿Quién es?
    —Veo que por fin te has enfrentado a tu primera sombra. ¿Es muy grande? ¿Está sola?
    —Es poco más alta que un hombre, pero salió de una casa viva, que destila oscuridad.
    —Esa es su guarida, la puerta por la que ha entrado. ¿Tienes algo que ilumine?
    —Sí.
    —Bien. Si no es muy grande, temerá la luz. Hazla retroceder, que vuelva a su refugio. Luego ingeníatelas para quemarla. Si la sombra te toca, estarás perdido. No dejes que ocurra.

    Reaccioné rápido. Dos disparos frente a sus pies hicieron que retrocediera. Disparé entre sus piernas, varias veces, hasta levantar un muro de luz. La criatura avanzaba a trompicones hacia atrás.

    Mi gatillo se hizo ligero. Dos flechas más ocuparon el lugar donde ella había estado, y la sombra terminó por retirarse. Ya cerca de la casa, fue arrancada del cuerpo que poseía: una espesa criatura de humo negro, atravesada por mis dardos, fue engullida por la mansión tenebrosa.

    El cuerpo quedó desplomado en el suelo. Corrí a socorrerlo. Antes, estampé mi farol en la puerta del edificio, que ardió al instante. El hombre, recobrando su forma humana, abrió los ojos con miedo. Fue entonces cuando comprendí que estaba despertando.

    Corrí hacia la puerta de mis sueños. Crucé sin aliento. Desperté sudando, en un instante.

    Murcof – Cosmos II

    Anuncios
  • The White Witch Inn

    The White Witch Inn

    No fue un verano cualquiera. Pero, como cualquier otro, pensaba en descansar, divertirme un poco y huir de la monotonía. Así que puse rumbo al norte, buscando el fresco sabor de una aventura.

    Para no engañar a nadie, contaré que no pretendía estar solo. Hace unos meses había conocido a alguien. Presumida, coqueta, llena de locas ideas y encerrada en un minúsculo pueblo donde todos se conocen.

    Pensé que iba a ser un poco más grande. Pues no: una calle que giraba en torno a una iglesia, un colmado y un pub inglés con grietas en la madera de sus paredes. The White Witch rezaba su letrero.

    Y ahí llevaba yo cinco horas, seis pintas y un montón de lluvia esperando. El serio camarero miraba el reloj con impaciencia. Ya eran las cinco de la tarde y todo estaba cerrado.

    Dinna ken who ye’re waitin’ fer, but they’ll no’ be comin’ the day.

    Estas fueron las amables palabras con las que el camarero me echó del pub. Sin ganas, recogí mi maleta y me dirigí calle abajo. Mi intuición me hizo tener un plan B: había reservado una habitación en un hotel rural a pocos kilómetros. Un castillo a medio reformar me haría de refugio.

    Casi habían cerrado el restaurante cuando llegué. Me conformé con las sobras, con una larga ducha, y luego me dispuse a dar un pequeño paseo por el jardín. Quería reflexionar sobre si dar por terminadas mis vacaciones o abrirme a la aventura.

    Y ahí estaba ella. Con su pelo negro ondeando al viento. Sentada en un columpio, soñando con no sé qué misterio. Yo, como no conozco la palabra “vergüenza” y el impulso es mi apellido, me acerqué sin dudarlo demasiado. Y le dije en mi pésimo inglés:

    —¿A ti también te han dado plantón esta noche?
    —Puede ser. Pero no esta noche. Tú has venido.
    —Pues si es así, me quedo y te hago compañía.

    Las palabras, como invocadas desde el cielo, vinieron solas. Entablamos una conversación que duró horas. Pronto me sorprendí contándole mis aventuras en el pueblo. Ella me habló de amores imposibles y de pasiones secretas. Yo le dije que nos había juntado el destino. Ella me dijo que estaba escrito.

    A la bruma del amanecer nos despedimos, con la promesa del nos volveremos a ver, el delirio de unos minutos más y el sello de un beso. Y desapareció en la nube blanca de la niebla matinal.

    Me metí en la cama con un sueño y desperté con una corazonada.

    Bajé a recepción, adormilado, y pregunté por ella. Por una joven de cabello negro y acento antiguo, que se llamaba Alba y que estuvo toda la noche conmigo.

    La recepcionista parecía asustada. No había registro de nadie así. Allí no estaba. Esa tarde, en la cafetería, noté que me miraban raro. Que no era bienvenido. Que querían que me fuera. Uno de los camareros se acercó y me dijo:

    —Solo los brujos son capaces de ver a los fantasmas.

    Fue una invitación a abandonar ese castillo que habían convertido en hotel… para no querer albergar a turistas.

    An Danzza – O Fortuna

    Anuncios
  • Haiku de calima y viento

    Haiku de calima y viento

    Ese insoportable viento, arena en suspensión que seca los ojos. Aquí lo llamamos calima, y quienes la sufrimos la tememos. Llega en días tristes, con bruma áspera, y se prolonga en noches cálidas de sueño difícil y sudor pegado a la almohada.

    De niño no lo soportaba. Recuerdo aquel día en que tu mirada, con lágrimas secas, se escondía bajo el sol oculto. El aire arañaba espaldas con su aliento, y camino del colegio lo padecíamos entre el silbido furioso del nublado caliente. Nos empujaba por el sendero, entre chistes y juegos.

    Nos sentíamos cometas: parecíamos volar en su soplo. El viento nos arrancaba el aliento cuesta arriba, y nos lanzaba cuesta abajo. Nos acercábamos al cielo con la caricia de nuestros propios ojos. Tú y yo, de la mano, desafiábamos la maldición del calor sin soltarnos.

    Y de pronto recordé que, a pesar del bochorno, a esa edad todo era júbilo cuando llegaba la hora del recreo.

    Ichiko Aoba – Chi No Kaze

    Anuncios
  • Claro de luna

    Claro de luna

    Hay un lugar donde el invierno es eterno.
    La primavera se esconde, esquiva, y el otoño despliega sus ramas caídas en la rutina de hojas secas.

    El camino fue largo, y la humedad calaba en mis huesos cansados. Pero ya alcanzaba el claro: allí donde los sueños se filtraban con la lluvia constante, en medio de la batalla del viento.

    Mi agotamiento exigió una tregua. Me senté en un tronco húmedo, roto, cubierto de musgo.

    Fue entonces cuando me azotó el recuerdo. Una mustia luz de luna me susurró que era cierto. Yo no quise creerlo. Dejé escapar el aliento helado de lo que se había ido, convertido en polvo… aunque estaba allí, frente a mí, sonriendo.

    El amanecer estremeció mis sentidos. Era solo un reflejo.
    Yo ya me había marchado.

    Wardruna – Helvegen

    Anuncios
  • Exilio de luna

    Exilio de luna

    La luz respiró penumbra, desafiando el acecho de las criaturas de la noche.
    Agradecidos quedaron los habitantes del día,
    mientras todas las alimañas se refugiaban en estrechas cuevas.

    Las mariposas revoloteaban sin cesar
    y el abismo guardaba su secreto.

    El sol se hizo centro,
    exilio de luna llena envuelta en tristeza:
    surco de calor, fuego abrasador
    que transformó la dicha en desierto.

    Abrasadora fue la luz,
    y líquida fue la salvación.

    Lágrimas de nube,
    cielo gris desgarrado en trueno,
    fluido furioso apagando el incendio.

    La tristeza fue vida,
    porque la vida no es sólo brillo.

    Entonces salió la luna,
    de afilada sonrisa,
    a escuchar los lamentos
    de quienes rompieron su encierro.

    Death can Dance – The Host of Seraphim

    Anuncios
  • Señales después de la señal

    Señales después de la señal

    (En un salón modesto. Pedro está sentado en el sofá, con gesto inexpresivo, como en trance. Carmen lo observa de pie, con los brazos en jarra.)

    Pedro (monótono, como un robot):
    —Hola… mmm… soy el contestador automático de Pedro. Deje su mensaje después de la señal. Piii.

    Carmen (sorprendida):
    —¡Ostias, Pedro!

    Pedro (serio, sin mover un músculo):
    —Que no, que no soy Pedro.

    Carmen (riendo incrédula):
    —Venga, Pedro, déjate de tonterías.

    Pedro (exaltado, casi enfadado):
    —¡Que no soy Pedro, coño! ¡Soy el contestador!

    Carmen (señalándolo con burla):
    —Mira, cariño: tienes la cara de Pedro, la voz de Pedro y hasta la misma tontería de Pedro. ¿Es por lo que dije de tu madre? Que sí, coño, ¡que es muy pesada!

    Pedro (suspira, bajando el tono):
    —Que no soy Pedro.

    Carmen (cruzada de brazos):
    —Entonces, ¿dónde está?

    Pedro (solemne):
    —Está… de viaje astral.

    Carmen (irónica):
    —¿Y tú quién coño eres?

    Pedro (enderezándose, orgulloso):
    —Soy un espectro.

    Carmen (arqueando una ceja):
    —¿Un qué?

    Pedro (teatral):
    —Un fantasma.

    Carmen (riendo):
    —¿Fantasma de quién? ¿Del Conde Lucanor? ¿Un caballero medieval caído en batalla?

    Pedro (carraspea, serio):
    —No, señora. Soy Ramón. Morí de un ataque al corazón cuando me subieron la jornada laboral, allá en la postguerra.

    Carmen (curiosa):
    —¿Republicano?

    Pedro (orgulloso):
    —Repueblerino. Vine a Madrid a atormentar falangistas, pero ya casi no quedan.

    Carmen (mordiéndose el labio, acercándose):
    —¿Y qué haces cuando posees el cuerpo de mi marido?

    Pedro/Ramón (con calma):
    —Poca cosa. Siento la brisa en la cara, paseo, leo libros modernos.

    Carmen (susurrante):
    —¿Y… tienes sexo?

    Pedro/Ramón (escandalizado, se lleva la mano al pecho):
    —¿Sexo? ¡No, señora! ¡Por Dios! ¿Ha visto la cara de su marido? Parece el Fary con sobredosis de lima.

    Carmen (avanzando con decisión):
    —Anda, empieza.

    Pedro/Ramón (retrocede, nervioso):
    —¡Señora, no haga eso!

    Carmen (tentadora):
    —Te va a gustar, lo sé.

    Pedro/Ramón (desesperado):
    —Señora, vístase por Dios.

    Carmen (cada vez más encima):
    —Sí, así, venga… sigue.

    Pedro/Ramón (grita, casi suplica):
    —¡Que está casada!

    Carmen (sonríe, burlona):
    —Sí, pero a ti te gusta.

    Pedro/Ramón (suspira, derrotado):
    —Bueno… claro… después de cincuenta años en el limbo…

    (De pronto, Pedro sacude la cabeza, vuelve en sí y se queda mirando la escena horrorizado.)

    Pedro (gritando):
    —¡Carmen! ¿Qué coño pasa aquí? ¿Qué estás haciendo con Ramón?

    Carmen (inocente):
    —¿Ramón? ¿Qué Ramón?

    Pedro (duda, rascándose la cabeza):
    —Nada… por un momento pensé…

    Carmen (quitándole importancia, se acerca con picardía):
    —Es que empezaste a hablar como un contestador y me puse como una moto.

    Pedro (titubeante):
    —¿Te gusto, mi vida?

    Carmen (guiñando un ojo):
    —Ya le daré yo al Ramón a ver si también le gusta…

    Pedro (aturdido):
    —¿Qué dices, cariño?

    Carmen (cogiéndolo del brazo):
    —Nada, nada… al lío.

    (Se apagan las luces, mientras ella lo arrastra fuera de escena. Pedro se escucha de fondo, resignado.)

    Pedro (en la oscuridad):
    —Oye… me tienes que enseñar eso de las proyecciones astrales…

    (Oscuro. Suena un “Piiiip” de contestador.)

    Hidrogenesse – A los Viejos

    Anuncios
  • Tempo lento

    Tempo lento

    Hoy soy viento, frase cortada al azar, desvarío del mar, en tempo lento. Sin ver espejismos, acariciando estrellas al pasar, cayendo en sal, queriéndome en olvido. Creyendome suspiro, surcando en huellas al pasar, no busco más, solo abismo.

    Hoy fui viento y mañana sal.

    Cigarettes After Sex – Apocalypse

    Anuncios
  • Carta 12: Aullidos en la noche

    Carta 12: Aullidos en la noche

    En mi mundo de sueños hay un jardín de puertas. Las hay azules, pequeñas, de madera envejecida a la intemperie o incluso de ascensor. Aparecen según les place. Cuando quieren, se van. Algunas están cerradas con llave, otras se abren solas.

    Esta se abrió de repente y derramó oscuridad. Una profunda niebla se apoderó del lugar y dejó entrar a la criatura. Oculta entre la sombra, dejó ver sus luminosos ojos, aterradores, acompañados de un aullido feroz que descorchó un cuento: el de Caperucita Roja y su fiero y astuto depredador.

    Saltó sobre mí como una maldición blanca, con su hilera de dientes afilados en fauces abiertas. Me tiró al suelo y puso sus patas de lobo viejo sobre mi pecho. Yo preparé mi defensa, pero él fue más rápido: empezó su ataque de lametones en la cara, llorando como un cachorro y moviendo la cola contento.

    —Pero, chico… ¿Quién eres tú que me conoces? ¿Qué haces en mi sueño?

    Me agarró de la manga y me llevó adentro, a la puerta que conducía a su terreno de caza. Entonces empecé a ver todo distinto. En su camino, volutas de colores sordos me llevaban a un destino. Sonidos lejanos, paisajes azules y grises con rastros de amarillo. Me llevó a su hogar, que hacía tiempo fuera el mío, y empecé a comprender el misterio que envolvía su designio.

    Su pelaje blanco y feroz se fue volviendo gris y su tamaño, más pequeño. Su morro se achicó, feliz de saberse conocido. Se convirtió en quien era; ya me había mostrado quien quiso haber sido. Y en aquel lecho vi a aquel perro viejo que me echaba de menos.

    —¿Argos? Me has encontrado, ¿verdad, chico?

    Era un intento de mover la cola, un lamento quieto, la ilusión de juegos en parques eternos lo que me dejó frío. Pensé en despertar y volver a casa. Volver a ser niño, querer tenerlo de nuevo corriendo alrededor, pidiendo juego. Me miró con el deseo de un premio y yo le entregué mis sentimientos.

    —Buen chico, Argos.

    Me despertó el rugido de un teléfono hambriento. Descolgué aunque no quería hacerlo. Ya sabía la noticia, aunque no quisiera saberlo.

    Stars of the Lid – Requiem for Dying Mothers

    Anuncios
  • Portal resplandeciente.

    Portal resplandeciente.

    —Cálculos completados, profesor.
    —¿Coordenadas correctas?
    —Margen de error: 1,27 metros.
    —¿Y la unidad móvil inteligente?
    —Sobrevolando la zona.
    —¿Podemos comunicarnos con ella?
    —Sí, pero con un desfase de treinta y cuatro minutos y dieciocho segundos. ¿Desea establecer comunicación?
    —No. Abramos el portal.

    El resplandor cegó a todos los presentes. Una luz que lo profanaba todo: cuerpos, trajes, muros de aleación metálica. Pronto no sería más que un estallido; entonces podrían cruzar.

    El resplandor fue fiero como el Lebren al acecho. Pero no lo suficiente para traspasar los cascos de caparazón. La tribu rodeó el fenómeno: el cielo los había advertido y estaban preparados.

    —Padre Aldana, ¿serán peligrosos?
    —Estos no. No lo creo. Pero debemos ser precavidos. Mostrarnos capaces. Vendrán pronto. ¿Estás listo?
    —Sí, Padre, lo estoy.
    —Ya se apacigua la estrella. Ocupa tu puesto. Mueve tú la primera ficha.

    El resplandor se hizo agujero. Azul como el cielo del lugar al que llegarían. Vomitaba aire puro, restos de roca, hojas verdes de árboles heridos. La habitación equilibró la presión: ya solo era una puerta.

    —¡Rápido, todos a cruzar! No podemos perder ni un minuto.

    Entraron corriendo, sin pensar en las consecuencias. Los cinco exploradores cayeron al suelo, víctimas del cambio atmosférico. El profesor no. Avanzó erguido, empuñando su bastón, con una sonrisa de felicidad.

    Observó a su alrededor y comprendió con sorpresa que estaban rodeados. A pocos metros, un joven alto, vestido de cuero gris, habló:

    —Darak ek amun! Darak.

    El traductor tardó veintiocho segundos en asimilar el idioma. El viejo profesor ensayó una respuesta:
    —Mi gente y yo os saludamos también.

    —¿Qué les trae a nuestras tierras, forasteros?
    —Somos pacíficos. Venimos a aprender. Quizás a comerciar. Denos tiempo: nuestro traductor todavía está asimilando su lengua.

    Mientras los demás, confusos, luchaban por mantenerse en pie, el profesor ya estaba a la altura de su anfitrión. La formación de los indígenas se abrió. Un anciano, vestido con una bata blanca, se acercaba lentamente.

    —Drain, no seas descortés con nuestros invitados. Tendrán hambre después de un viaje tan largo.
    —En verdad no ha sido un gran esfuerzo —intentó explicar el profesor.
    —Claro. Comprendemos el uso de portales para trayectos extremadamente largos. Pero querrán probar nuestra cocina.

    El anciano dejó escapar una leve sonrisa. El terrícola, incrédulo, respondió:

    —Inaudito. Ya me parecía extraño hallar humanos a tantos años luz de mi hogar. Pero vuestra apariencia y vuestro conocimiento de la ciencia me superan.
    —Quizás lo que nos hace sabios —replicó el anciano— es saber gestionar lo que sabemos.

    Lindsey Stirling – Artemis

    Anuncios
  • En clave de fa

    En clave de fa

    En clave de fa

    Rompe el silencio.
    Rompelo despacio.

    Acaricia el viento con tus largos dedos.
    Guía la esencia del carbón encendido
    en la sintonía de ritmos sacros.

    Pierde de mi vista tus manos,
    mariposa en el post del deseo.

    Obertura gestada en tempo,
    a golpes, delirio de credo:
    a veces dura,
    otras se disuelve en besos.

    Y en el último compás,
    levantas el mundo.

    Rompe el silencio,
    que sin saberlo,
    acaricias el firmamento.

    Hania Rani – Dancing With Ghosts

    Anuncios