Etiqueta: sueños

  • Amor en deuda

    Amor en deuda

    La luna todavía brillaba cuando salió de casa. Vestido largo, pelo al viento, caminaba deprisa hacia la salida del bosque. Con el sol, el sendero sería más pesado.
    A su lado trotaba su pequeño amigo, con espinas en el lomo y hocico alargado. Debía ocultarlo, pero a esas horas nadie podía verlo.

    —Tenemos que ir a la ciudad. Nadie debe saber quiénes somos, o habrá polémica.
    —¿Por qué tanto secreto, Kendra? —preguntó el erizo—. ¿No puede ser como otros clientes? Que recoja el remedio aquí o se lleve su conjuro puesto.
    —No, bichito. Es una dama con título y reputación. Debemos pasar por gente del servicio y escondernos si es preciso.
    —¿La duquesa de Antaire?
    —Esa vieja arrogante, sí.
    —Con lo mal que te cae… ¿no puedes negarte?
    —Podría, pero paga bien, y necesitamos dinero para los huérfanos de la escuela.
    —Entonces aguantaremos.

    Llegaron cuando aún despuntaban las estrellas, buen presagio en un día de otoño. Kendra escupió en la entrada de servicio de la casona, un gesto de protección, y entonó en voz baja un conjuro sobre el empedrado que llevaba a la cocina. La condujeron hasta un salón oculto.

    El repicar de un bastón anunció la llegada de la duquesa. Kendra escondió a su amigo en el bolso y se preparó.

    —Antes de nada, niña, quiero que sepas que no me caen bien las brujas —dijo la dama, con voz seca—. Pero respeto vuestro trabajo. Mañana mismo te quiero vestida de sirvienta. No quiero que nadie huela tu aliento de hechicera.
    —Entendido, mi señora. ¿Qué encantamiento desea?
    —Mi hija anda encaprichada con el hijo del prestamista. Yo le digo que no le conviene, pero me hierve la sangre ver que ese mocoso prefiere a las zagalas del pueblo.
    —Entonces, ¿qué será? ¿Que el muchacho repela a todas, o que su hija lo olvide?
    —Nada de eso. Quiero que se enamore perdidamente de mi hija. Ella ya se aburrirá de él y ahí hallará su castigo.
    —Necesitaré objetos. Algo que él haya usado y un mechón de su cabello.
    —Mañana lo tendrás todo.
    —Entonces mañana mismo estará hecho.
    —No, insolente. No te marcharás hasta ver los resultados. Servirás en esta casa hasta entonces.

    Kendra apretó los dientes, inclinó la cabeza y aceptó. Esa noche, en una estrecha habitación, dio gracias a la Diosa por no haber estallado allí mismo.


    El gallo anunció el día y Kendra, vestida con ridículo uniforme de doncella, se arrodilló ante su improvisado altar de velas y tizas. Pidió a la Diosa fuerza para acabar pronto.

    El servicio de la casa no hizo preguntas; le asignaron la cocina, buen lugar para pasar desapercibida. Desde la ventana vio a la hija de la duquesa pasear por el jardín, luciendo un nuevo tocado. Una mujer entrada en la treintena que aún se negaba a aceptar un matrimonio pactado. Ridícula y altiva, sí, pero también un poco triste.

    A mediodía la llamaron al salón oculto. La duquesa esperaba, crispada.

    —Aquí tienes lo que pediste —dijo, mostrándole un mechón de pelo y un plumín de plata—. No quieras saber lo que me ha costado. Haz tu magia, niña.

    Kendra se inclinó.
    —Lo haré esta misma tarde.


    En un almacén abandonado del terreno comenzó el ritual.

    —Agua, fuego, tierra y aire…

    Trazó con carbón los símbolos, y su cántico hizo vibrar las paredes.
    Desparramó sal formando un círculo que pronto brilló débilmente.

    Alzó un muñeco de mimbre, dentro el plumín del joven. Lo ató con el rizo de cabello de la muchacha.

    —Ligado quedas, como hilos de luna en noche sin luna.

    En un cuenco mezcló vino y miel robados de la cocina. El líquido burbujeó: los espíritus estaban complacidos. Añadió una flor de passiflora.

    —Lo entrego, lo cierro, lo agradezco. Que así sea.

    Saltó fuera del círculo, rompiéndolo, y dio el ritual por terminado.


    Al día siguiente, Kendra lo vio desde la ventana: un joven con un enorme ramo de rosas, suplicando la presencia de su amada. La magia había prendido.

    Tras el almuerzo, la duquesa la convocó.

    —Veo que tu brujería da frutos. No lo esperaba tan pronto.
    —Entonces mi trabajo ha concluido. Me marcharé.
    Kendra le entregó el muñeco.
    —Su hija debe guardarlo. Si lo rompe o lo pierde, el amor se tornará en odio.
    —Eso no me lo advertiste.
    —Así funciona la naturaleza de estos asuntos.
    —Mejor lo guardaré yo.

    Kendra abandonó la casona y regresó al bosque. Liberó a su pequeño familiar y respiró, al fin, la calma de los árboles.


    Pasaron semanas. Una mañana, La Maestra de las Lunas la convocó bajo el gran árbol del consejo.

    —Kendra, no sé qué has hecho con la tarea que te encomendamos, pero la duquesa vuelve a reclamar nuestros servicios.
    —¿Ya se hartó la señoritinga del pretendiente hechizado?
    —No. Ahora quiere algo más oscuro: que nos encarguemos del fruto de su amor. Quiere deshacerse de su embarazo.

    Kendra bajó la mirada. Aún guardaba en su bolso la passiflora seca. Y supo, con un escalofrío, que en la ciudad la magia nunca la pagaban los culpables, sino los inocentes.

    Ghost – Ritual

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  • El faro de tu memoria

    El faro de tu memoria

    Lejos,
    en la nube de algodón que guardo en mi memoria
    para esconderme cuando quiero silencio,
    te vi un día llorando.

    Siempre tenías una sonrisa;
    solo recuerdo tu alegre mirada
    cuando el mundo se hallaba lejos.

    Cuando se partió en cenizas
    y el cielo se hizo oscuro,
    tú me decías:
    «Chiquillo, si todo es perfecto».

    Me hablaste del tiempo,
    de las riñas que lo habitaban,
    del frío día que con pan viejo se superaba.

    De las noches cortas,
    de la música entre velas,
    de las risas entre olivos
    entre gente cansada.

    De bordar heridas en paños rotos
    que entre todos se curaban.

    Todo lo que aprendiste entre hilo y leña,
    lo que regalabas tras tu esfuerzo cosechando almas,
    sin querer más monedas de pago
    que el feliz secreto de tener un faro
    para poder encontrarnos.

    Hoy, en tu nube,
    llorabas feliz
    porque habitamos tus recuerdos.

    Vetusta Morla – Las Sabanas de Mis Fantasmas

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  • Tratado de obediencia

    Tratado de obediencia

    El látigo chasqueó rozando su mejilla. Del sobresalto, una gota de sudor resbaló por su frente. No quería creerlo, pero estaba allí, atado en cruz —o en equis, vaya usted a saber— en un aparato de tortura digno de un castillo medieval. Por voluntad propia. O eso pensaba él.

    Todo había empezado unos días antes, paseando a Brownie, su caniche.
    El perro ladraba como un camionero malhablado en plena autopista. Pequeño, sí, pero convencido de que podía amedrentar a cualquier mastodonte.

    De un tirón se escapó corriendo y Pablo lo siguió hasta encontrarlo cara a cara con un doberman negro como la noche, firme a los pies de su dueña.

    —Perdone usted, es que teme a los perros… y claro, la mejor defensa es el ataque.
    —Tranquilo. Klaus es un caballero. No lo degollará… salvo que yo se lo ordene.

    Pablo tragó saliva.

    —Muy educado el perrito. El mío… bueno, digamos que es un poco asilvestrado.
    —No cuesta mucho. —La mujer, de acento nórdico, casi ruso, sonrió—. Con hambre, todos los perros obedecen. Yo le he visto pasear por aquí. Si coincidimos otra vez, le enseño un par de trucos. ¿Da?
    —Me parece un plan excelente.

    Y se despidieron.
    Al girar la esquina, Pablo cometió el error reflejo de mirar la silueta de su nueva conocida, melena lacia cayendo sobre curvas firmes. Al otro lado de la calle lo esperaba Marta, su esposa, con mirada fulminante.

    —¿Te parece bonito ir mirando culos ajenos?
    —Hola, Marta. Solo es una vecina, no te preocupes. Yo solo tengo ojos para ti.

    Al día siguiente, allí estaba ella de nuevo. Doberman impecable, vestido casi indecente, sonrisa fácil. Nastya, se llamaba. Los paseos se convirtieron en rutina: él aprendió un par de palabras en ruso, ella el secreto del gazpacho andaluz. Brownie no aprendió nada, salvo a mendigar golosinas.

    Pero Marta no era tonta. A veces los seguía con la mirada oscura de quien planea tormenta. Y un día, lo esperó en la puerta.

    —Privét. —escupió la palabra.
    —¿Eso es lo que te enseña la rusa esa?
    —No, mira: “SIDIET”. —El perro se sentó al instante—. ¿Ves? Solo practicamos con los perros.
    —¿También ella se sienta cuando se lo ordenas?
    —Marta, te estás pasando.
    —¡Joder, Pablo! Ya ni me miras. Solo quieres estar con tu amiguita la rusa.
    —Marta, no tiene nada que ver con nosotros.
    —Claro que sí. El problema no es ella, somos nosotros. Nos estamos dejando.
    —No lo creo. Estamos bien.
    —¿Bien? ¿Cuándo fue la última vez que tuvimos sexo?
    —Pues…
    —Ni te acuerdas.

    Él se encogió de hombros.

    —Tampoco es algo que tengamos que hacer todos los días.
    —Díselo al Pablo de antes, que no me dejaba en paz.
    —Y tú siempre estabas cansada.
    —Sí, pero al menos había chispa. Ahora no hay nada.

    Un silencio incómodo.

    —Quizás deberíamos ir a terapia.
    —No pienso gastar un euro en eso. Pero… —ella dudó—… tal vez podamos probar algo distinto.
    —No me hables de tríos ni de intercambios.
    —No, no es eso. Pero tengo… fantasías.
    —Perfecto. Estoy dispuesto a escuchar y a probar lo que quieras.
    —¿Seguro?
    —Segurísimo.

    Ella sonrió con una calma inquietante.

    —Entonces deja que te sorprenda.

    Y lo sorprendió. Vaya que sí.El látigo volvió a sonar. Y Pablo, atado en su particular potro de tortura, contra todo pronóstico, pensó:
    «Y pensar que Brownie era el único al que había que poner a raya».

    Garbage – Queer

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  • La princesa de la coraza oscura

    La princesa de la coraza oscura

    Esa tarde la volví a ver.
    Pequeña princesa despojada de casta, de los silencios entre notas y de la oscura desdicha.
    Liberándonos del germen en su oculta morada.
    Herida de muerte por el poder de mi raza.
    Pero vivirá para siempre, aunque le quieras dar caza.

    Me asusté al verla, sin sus tinieblas, bajo la luz fría de los cables de trenza.
    Agonizaba un sortilegio de terrorífica presencia.
    Y supe de su miedo en sus alas de hada.

    —Te propongo un pacto: yo pasaré y tú no te moverás —cantaba mi hechizo—. De esa forma tú vivirás.

    Pasé al lado de esa forma esquiva, de coraza negra.
    Bendije las paredes para que corriera.
    Y, para cumplir mi promesa, me despedí de mi princesa de antenas negras.

    Nox Arcana – Fairy Tale

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  • Carta 14: Recuerdos del pastel de sueños.

    Carta 14: Recuerdos del pastel de sueños.

    Querido diario:

    Entré con miedo, pero no había rastro de pesadillas. Esta noche sería para descansar, sin sombras oscuras que me atormentaran. Solo un acostumbrado paisaje de otoño en mi bosque de puertas, en la isla flotante. Lo previsto, nada más.

    Así que di media vuelta, simulé un bostezo y me dispuse a intentar una siesta dentro de mi propio sueño.

    Escuché un sonido y temí lo peor: una puerta abriéndose. Era verde, como su mirada; extraña, como la solidez del líquido evaporado. De esa forma se movían sus caderas: como si fueran lluvia y viento. Vino hacia mí con una sonrisa, como si mi cara de sorpresa fuese un poema romántico, de esos que escribía un tal Bécquer hace ya tiempo.

    —Hola. Quise llamar primero, pero veo que no cierras las puertas. Te gustan las sorpresas, pienso.
    —Hola, bienvenida a mi morada. Si son como tú, no necesitan aviso.
    —¿Has probado alguna vez pastel de sueños de otro? —preguntó, mientras me mostraba el paquete que llevaba en las manos.
    —No he tenido el placer. Me encantará probarlo —admití, mientras invocaba una mesita, dos sillas y hasta un juego de té con su tetera humeante.
    —Veo que ya has aprendido algunos trucos. Ahora prueba esto.

    La misteriosa mujer rasgó el paquete que traía. De su interior salió una impresionante tarta. Parecía de chocolate, y su tamaño triplicaba al de su envase. Ella sacó una daga de su vestido verde y cortó dos porciones.

    Era imposible describir el sabor. Me recordaba a los días de lluvia en casa de mi abuela. Al horno de la cocina de leña. A la sonrisa de mi prima, con la cara manchada, pidiendo más en la merienda. Sabía a casa y, a la vez, a palacio real.

    —No tengo palabras.
    —Pero sí tienes recuerdos. Es a lo que sabe la comida en estos sitios. Lo que pasa es que el recuerdo de este pastel es mío. Aquí compartimos recuerdos… y la habilidad de imaginar.
    —¿Conoces a más gente como nosotros?
    —Claro que sí. Somos pocos los que logramos cruzar la frontera, pero quizás más de los que crees.
    —¿Y qué pasa con ellos?
    —Lo normal. Con algunos te llevarás bien, con otros no. A los últimos seguramente los evitarás, y listo. Con los que comulgues intentarás coincidir. Llegarás a llevarte muy bien con unos pocos, y esos se convertirán en parte de tu familia.
    —Como en la vida normal.
    —Sí, como estando despierto. Con algunas diferencias. Aquí hay otras reglas.
    —¿Cómo cuáles?
    —Ya las irás viendo. Ahora me tengo que ir. Hoy madrugo.
    —No te conozco, pero no me importaría coincidir otro día contigo.
    —¿De verdad no me conoces?
    —¿Nos conocemos en el mundo real?
    —No. Solo en el sueño. Nos vemos otra noche. Aunque si me necesitas, solo tienes que cruzar mi puerta. Quedará abierta para ti.

    Cocteau Twins – Lorelei

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  • Milagro y pico

    Milagro y pico

    Mario tenía la expresión triste de quien habla solo.
    Su desgastada ropa, fruto de batallas interminables, contaba historias de un camino con un final impreciso en la cúspide del destino. Sentado un martes por la mañana en un parque que, por no saber qué hacer, se le hacía grande, miró hacia el horizonte y suspiró.

    —¡Cuack!

    En el asiento de al lado subió un pato. Blanco, con plumas desordenadas, un pato más de los que nadan en el pequeño lago del parque, ajenos a quienes los miran curiosos desde la barrera. Este en especial parecía embravecerse con sus congéneres, a juzgar por las cicatrices de su pico. Se acercó a Mario con cuidado. Llevaba una bolsa coloreada en el pico que depositó justo al lado de su pierna.

    Sorprendido, el ocioso caballero miró a su alrededor. Los pajaritos cantaban, las lagartijas hacían carreras con los ratones, ni un alma humana cerca. Abrió curioso la bolsa y sonrió levemente.

    En el interior había un bocadillo cuidadosamente envuelto y una lata de gaseosa con sabor a limón. Miró al pato, y este lo miró con su rostro de ánade. Hambriento como estaba, Mario exclamó al cielo:

    —Gracias.

    —De nada —dijo el pato.

    —Gracias, Dios, por escuchar mis plegarias.

    —Dios escuchará sus plegarias, pero el bocadillo es cosa de nosotros, los patos del lago.

    —¿…De los patos? —dijo Mario, confuso.

    —Sí, los que vivimos en este parque.

    —¿Os ha enviado Dios?

    —No, no tiene que ver. Verás: desde pequeño nos alimentas. No hubo una sola tarde que, viniendo al parque, no compartieras tu bocadillo con nosotros. De adolescente nos invitabas a papas fritas, de esas de bolsa; las que saben a queso eran mis favoritas. Luego venías con tu novia y nos traías pan. Por último, le enseñaste a tu hijo a compartir el bocadillo, como lo hacías tú. Hoy te vimos especialmente hambriento, así que nos permitimos este detalle.

    —¿Cómo…?

    —La gente se empeña en creer que da suerte tirar monedas al agua. Nosotros no las necesitamos, así que usamos unas cuantas de esas monedas. Pedimos uno de jamón serrano, como los que te veíamos comer.

    —Pero… los patos no hablan…

    —Conocemos vuestro lenguaje, pero normalmente no tenemos nada que deciros.

    —Entiendo. Tengo alucinaciones, ¿no?

    —Probablemente, pero… ¿está bueno el bocadillo?

    —Divino.

    The Soft Boys – I Wanna Destroy You

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  • De vuelta

    De vuelta

    Hoy se abrirá un ciclo.
    Los astros se alinearán, terminará el sepelio.
    Se abrirán las puertas del nirvana, las almas se elevarán desde sus oscuros féretros.
    Habrá juicio, júbilo errante, canciones de inicio.
    Nos reencarnaremos en aquello que deseamos.

    La crucifixión quedará atrás.
    No habrá batallas, ni mentiras, ni duelo.
    Solo orden. Solo silencio.
    Un descanso roto en la felicidad de muchos.
    Un sol radiante en un ocaso pactado.

    Y yo… hoy llegaré tarde y cansado.

    Dead Can Dance – The Host of Seraphim

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  • Haiku enlatado para el fin de los tiempos.

    Haiku enlatado para el fin de los tiempos.

    Ichiko Aoba – Lullaby

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  • Recital de poesía para la cola del paro

    Recital de poesía para la cola del paro

    La cola era inmensa, una serpiente hambrienta, inquieta, intentando cazar su presa. Tanto trámite moderno por internet, y aún así, aquí estábamos: esperando. El cielo reflejado en gris me devolvía al mismo lugar de siempre, la cola del paro.

    —Perdona, ¿eres la última?
    —Pues sí. Ya lo ves. Ahora eres tú el que va detrás.
    —Eso parece.

    Venía bien distraerse con esos pantalones cortos y esa cara de descaro. Eran días malos y cualquier distracción servía. Tanto luchar por mantener un trabajo digno y, después de diez años, echarme por no cumplir no sé qué requisitos. En fin, mejor pensar en el futuro, aunque la crisis en ciernes y la falta de estudios no presagiaban suerte, sino malos augurios.

    —¿Ha cambiado mucho la cosa? Hace unos diez años que no venía por aquí.
    —No lo sé, mi caso es parecido.
    —Pues andamos apañados.
    —¿Diez años en la misma empresa?
    —Sí. Me echaron por no tener determinados estudios.
    —¿Qué hacías?
    —Trabajo de oficina: revisaba contratos, llamaba a clientes… algo así como secretario de un gestor. ¿Y tú?
    —Camarera, en un bar de copas. Me pillaron sisando el bote. Pero en realidad descubrí quién lo hacía: nuestro propio jefe.
    —Qué cabrón.
    —Y aún así, un cabrón intocable.
    —Me imagino. ¿Y cuánto tiempo llevabas?
    —Cinco o seis años. Aunque ya estaba buscando otro curro. Un restaurante te deja sin vida.
    —Ya, trabajo de actores y estudiantes.
    —¿Cómo?
    —Que se gana dinero, pero para toda la vida no sirve.
    —Nada, te ha salido una rima.
    —¿De verdad? Es que llevo un poeta dentro.
    —¿Ese es tu método para ligar?
    —¿Qué? No. En serio, me gusta la poesía. Pero no lo voy pregonando.
    —Pues ya que tenemos tiempo, recítame algo.
    —Pero soy muy malo recitando… además no me sé ninguno de memoria.
    —Venga ya, seguro que un poeta tiene recursos.
    —No, de verdad. Qué vergüenza.
    —Si me gusta, te invito a una cerveza.
    —Vale… intentaré improvisar algo.
    —Pero me tiene que gustar, ¿eh?
    —Ejem, a ver…

    “La cola era inmensa, una serpiente hambrienta, inquieta, intentando cazar su presa. Tanto trámite moderno por internet, y aún así, aquí estaba de nuevo, en la cola del paro. El cielo reflejado en gris me lo recordaba.”

    —Me gusta. Pero eso no es poesía.
    —Es prosa poética.
    —Sí, lo que tú digas. Pero te lo estás inventando.
    —De eso se trata: inventarme algo.
    —¿Para ganar una cerveza?
    —Para beber de tu risa.
    —De mi risa y de mi tiempo.
    —Ya que nos sobra… vivámoslo en el momento.
    —Pues nos queda una eternidad.
    —Vivirla contigo no suena mal.
    —Más que poeta pareces rapero.
    —Trabajo pendiente… si volvemos a vernos.

    —Vale, la cerveza te la has ganado. Aunque no sé si con tus rimas fáciles conseguirás trabajo.

    Carolina Durante – Perdona

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  • Azul apagado

    Azul apagado

    En la oscuridad de su hogar la esperaba, cabizbajo, temeroso. Quizás hoy ya no vendría, o quizá fuera la última noche. Guardaba la poca energía que le quedaba para recibirla. El sopor lo arrullaba en una duermevela que parecía la hibernación de su desdicha.

    Ese aura azul tocó a la puerta y lo despertó de inmediato. Ya la sentía cruzando la calle, subiendo las escaleras, dudando frente a la entrada. Cuando abrió, ella se abalanzó a sus brazos, buscando entregarse entera, refugiándose en el sabor de la almohada.

    No hubo saludos, flores ni cenas con velas: solo la desesperación de dos cuerpos devorando la espera. Terminaron en silencio. Ella, con el aura gris, cansada; él, sonriendo por dentro, con un destello azul en la mirada.

    —Jonas, ¿a dónde va lo nuestro?
    —No va, Sofía, simplemente fluye.
    —No sé por qué sigo viniendo.
    —Porque me deseas más allá de lo lógico.
    —Pero podríamos evolucionar, ser algo más que una visita de viernes.
    —Somos distintos. De otro modo no funcionaría.
    —Algún día encontraré a alguien y esto terminará.
    —Mientras tanto seguirás viniendo.
    —Sí, aunque empieza a ser peligroso.
    —No te lo niego.
    —Cuando salgo me siento vacía.
    —Y si nos viéramos todos los días te sentirías así siempre. Lo sabes.
    —Lo intuyo.
    —Es mejor esto.
    —Dime al menos que me quieres.
    —Te quiero. Te necesito más de lo que imaginas. Pero no te puedo dar más.
    —Me tengo que ir.
    —Lo sé. ¿El viernes?
    —Puede.

    Cerró la puerta dejando tras de sí su estela oscura. Hambre de cariño en cada paso, dispuesta a buscarlo afuera para entregárselo luego, cuando su aura vuelva a ser azul y el cielo brille oscuro.

    Lord Gordon – Love Like Ghosts

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