
Nos perseguían. No podíamos parar. Nos habían rodeado en un sueño que no era nuestro. Una trampa mortal vestida de terciopelo azul. No nos dimos cuenta de la oscuridad que emitía aquella puerta hasta que caímos en el abismo. El mismo que estaba ahora frente a nuestros pies. No podíamos cruzar.
—¡Salta!
Pero allá abajo se revolvía la oscuridad.
—¡Que saltes!
Las sombras llegaban ya, a punto de apresarnos. Yo, con los pies en el acantilado. Sentí un empujón y me vi caer.
—Idiota, a ver si confías más en mí.
Sentí cómo me agarraban, pero no eran los monstruos que nos perseguían. Mi compañera de aventuras —la chica del vestido verde, la misma que una vez me ofreció pastel en aquella casa del árbol y juró que ya me había dicho su nombre— flotaba a mi lado. Me abrazó con fuerza y me guió por el cielo.
Las sombras saltaron tras nosotros. Las vi aparecer, como pulpos tenebrosos surcando el espacio. Ella aumentó la velocidad. No sé cómo lo hacía hasta que noté que, de su traje, salían alas de libélula.
—Estás llena de trucos.
—A que te gustan.
—Mucho.
—Espero que esta vez hayas traído armas.
Busqué como pude en el interior de mi chaqueta. Saqué la pistola de juguete que, como en todos los sueños, había mutado. Parecía ahora un artefacto de película de ciencia ficción. Disparaba rayos y, cuando lo hacía, el trueno retumbaba. Alcancé al espectro más cercano, que se disolvió en humo. El segundo lo esquivó, pero la electricidad lo persiguió y quedó chamuscado al instante.
—Qué maravilla. Con este cacharro las exterminamos enseguida.
—Pero hay más. Cada vez más.
—Hay que encontrar al huésped.
Cruzando el espacio nos adentramos en la penumbra, entre nubes que tronaban gracias a mis descargas. Los monstruos caían, pero seguían apareciendo sin descanso. Aun así, podíamos avanzar.
Entonces la vimos: una casa de madera podrida, retorciéndose sobre una pista de asfalto, trepando hacia el cielo como una pesadilla arquitectónica. Allí estaba encerrada la víctima de este sueño, agonizando bajo la enfermedad oscura que entraba por sus noches.
—¿Qué hacemos? ¿Entramos? —pregunté.
—No. Vamos a sacarlo.
Arrancó un trozo de su vestido verde y con él taponó la ridícula chimenea. Abrió una ventana y me pidió que disparara dentro. El interior comenzó a arder. Cerró la ventana y esperamos.
Entonces surgió. Una forma grotesca, mitad humana, mitad otra cosa. Reventó la puerta, golpeándola contra la pared podrida. Era un títere de carne manejado por una sombra que se pegaba a su espalda, hinchándolo, volviéndolo más fiero.
Ella se lanzó sobre él, blandiendo su arma: un cuchillo de filo brillante, casi vivo. Sin tocar la piel del huésped, cortó al espectro en dos. Al desprenderse la criatura, el humano gritó con fuerza y la casa empezó a desmoronarse.
Yo, aún en el techo, perdí el equilibrio y caí. Ella saltó para cogerme en pleno vuelo. Tropezamos y quedé encima de ella, cara a cara, respiración contra respiración. Mirándonos. Deseando —yo en secreto, ella quién sabe— el misterio de sus labios.
Sonrió.
—Me estás aplastando.
—Perdón —dije sin moverme.
No se apartó. Sonreía como si disfrutara del juego. Pero algo nos nubló la luz. No estábamos solos.
—Ejem…
Nos levantamos rápido. El huésped de la sombra, ya recuperado, era ahora una ancianita adorable que nos miraba con indignación. Habíamos salvado su sueño para meterla en otro… menos adecuado.
—Jovencitos, por Dios. ¡Búsquense un motel!
Korn – Lost In The Grandeur
Salvar un sueño puede acabar con la casa… y con la paciencia de los vecinos imaginarios.
Todas las estrellas unidas en una figura:



















