
Este reptil emplumado tenía los colmillos tan grandes y afilados que nadie entendía cómo podía volar. Pero Tarek sí sabía cómo lograrlo: plegando sus enormes alas cobrizas, haciéndole saltar desde el mayor de los precipicios y disparando hacia el suelo.
El vértigo le invadió el cuerpo.
El estómago se le encogió.
La respiración se detuvo.
A pocos metros de las rocas, con la orden de un sonido, el monstruo emplumado abrió los brazos. Las membranas se inflaron, la cola chasqueó como un látigo y ascendió entre las nubes. Tarek gritaba de júbilo: la adrenalina le había secuestrado los sentidos. Inclinó el cuerpo a la derecha, trazando círculos en el aire, y volvió a caer en picado.
La aldea lo estaba esperando.
Hizo una pasada de vuelo rasante sobre el poblado. Algo iba mal. Había monturas desperdigadas y humo ascendiendo lento. Hizo un gesto a la bestia para que remontara el vuelo. Detrás, varias flechas silbaron. Un giro violento las hizo pasar de largo. El reptil alado lanzó un graznido gutural.
—Sí, lo sé, preciosa, no te asustes. No te pasará nada —le dijo Tarek a su montura.
La distancia era segura. Se colocó los cristales de visión cercana y observó el panorama: estaban atacando la aldea. Los Sauren habían aprovechado el fin de la cosecha.
—Qué hijos de puta… —murmuró—. Va a tener razón el viejo Morzak: son listos.
Eran siete u ocho, suficientes para destruirlos a todos. Los veía salir de la Sala de los Huesos, destrozada. Perseguían a los que aún respiraban, con sus horribles colas espinosas y su dentadura de cuchillas.
Giró hacia las canteras. Recogió apresurado todas las rocas que su montura podía transportar y volvió raudo. La mirada cansada de su compañera de vuelos le dio la medida del esfuerzo que estaba haciendo. Pero no había otra forma.
Los Sauren habían cercado a los supervivientes, al filo del abismo. Se acercaban rápido. Tarek actuó.
Soltó la roca más grande. El sonido a rama quebrada le indicó que el más cercano ya no era un peligro.
El segundo cayó igual de fácil, pero los demás comenzaron a esquivar los ataques.
De las alforjas sacó una lanza y atravesó al tercero. A los dos que estaban más juntos les arrojó las últimas piedras. No los mató, pero los dejó inmóviles.
Saltó desde el aire hacia el más cercano: una mole de dos metros y medio que abría las fauces con furia. Su espada lo atravesó antes de que pudiera cerrar la boca.
Ya en tierra firme, corrió hacia el último. Estaba demasiado cerca de sus compañeros: no llegaría a tiempo.
El Sauren destrozó a la joven con la que soñaba hacerse viejo, a sus amigos, a todos los suyos.
Una sombra se movió en las alturas. De la cara de Tarek nació una sonrisa de alivio. De la del Sauren, una mueca de espanto.
El reptil emplumado descendió en picado, arrancó del suelo al invasor y lo devoró en el aire.
—Ya sabía yo que no me ibas a dejar tirado, guapa —susurró Tarek, con la voz rota entre cansancio y ternura.
Architects – «Animals»
A veces, el valor no es volar… sino no cerrar las alas cuando todo arde debajo.


















