Etiqueta: sueños

  • El Fary y el gato gurú

    El Fary y el gato gurú

    —¡Auuuu! ¿Qué pasa ahora? 

    Tras el zarpazo del gato había un misterio. El gato sonrió sin demostrarlo. Se acercó al humano para susurrarle al oído un conjuro de ánimo. 

    —¿Ves a esa chica con la que acabas de cruzarte? 
    —Sí. 
    —Felicidades, ha sonreído. Y esta vez ha sido a ti. 

    Javier, variando el ritmo, dio una sutil vuelta a su recorrido y, jadeando un poco, fue en dirección a la dama mencionada. Su guía felino le propinó otro zarpazo. 

    —¿Se puede saber a dónde vas, grumete sin rumbo? 
    —Me ha sonreído. Iba a ver si lo hacía de nuevo. 
    —No lo quieras todo a la vez, joven padawan. 
    —Pero ¿por qué no? 
    —A ver… ¿sabes imaginar? 
    —Creo que sí. 
    —Visualiza en tu mente. Yo tengo una sardina. 
    —Vale, tienes una sardina. 
    —¿La ves? ¿Ves la sardina? 
    —Bueno, imagino la sardina. 
    —¡No! Tienes que sentir la sardina, ser la sardina, oler como la sardina. 
    —Qué asco, ¿no? 
    —¡No! A ti te encantan las sardinas. 
    —Vale, soy una sardina y me encantan las sardinas. 

    El gato, impaciente, le dio otro zarpazo. 

    —Pon que, en un momento, yo, que tengo una sardina, te la doy. 
    —Vale, qué rico —dijo con una sutil cara de desagrado. 
    —Ahora ves que yo estoy esperando a que te la comas. 
    —Pero si acabo de desayunar. 
    —Cómetela. 
    —Que no. 
    —Que te la comas, coño. 
    —Ufff… me está empezando a oler mal esa sardina. 
    —Pues a la chica de la sonrisa le va a pasar lo mismo. Se va a hartar de sonreírte si la fuerzas. 
    —¿Y qué debo hacer? 
    —Esperar y… 
    —¿Esperar y qué? 
    —Debes ser paciente, Javi-san. Solo tienes que esperar y tener aroma a sonrisa
    —Pues es buen nombre. Creo que te voy a llamar Sonrisitas. 
    —Hazlo y morirás joven. 

    Niña Polaca – Joaquin Phoenix

    “Fin del capítulo. O eso parece… porque el gato ya me observa como quien prepara un plan.
    Y cuando ese felino planea… siempre acabamos en la pescadería.”

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  • Los tres reflejos Capitulo 3:  El Crepitar del Diamante

    Los tres reflejos Capitulo 3: El Crepitar del Diamante

    • Tocadiscos vintage con vinilo girando, luz tenue y cálida, detalle del surco brillando. Estética de fotonovela antigua, grano cinematográfico, tonos ligeramente amarillentos o magenta, textura analógica. Composición dramática: la aguja a punto de caer o ya tocando, reflejos suaves, sensación de silencio antes de la música. Atemporal, íntimo, con aire de presagio.

    Su viejo tocadiscos pedía “play” a gritos. Ella supo cómo hacerlo esperar. Hasta que sonó el timbre de la puerta. 

    El brazo del antiguo aparato se agitó de manera mecánica. Depositó con delicadeza el diamante en el camino del disco y empezó a arañar. 

    El susurro estático del giro de la aguja le caminaba lentamente por el vientre. 

    Abrió la puerta con los primeros acordes: 

    “Darling, you’ve got to let me know” 

    Ahí estaba ella. Con su vestido negro. Brillante. 

    “Should I stay or should I go?” 

    Sonrió con un “¿qué pasa?”, con una sensualidad punk y macarra. 

    “If you say that you are mine” 

    Laura dejó asomar su pierna por la abertura lateral de la falda. 

    “I’ll be here till the end of time” 

    A Marta se le iluminó la mirada. 

    “So you got to let me know” 

    Laura extendió su mano en medio de un baile mágico. 

    “Should I stay or should I go?” 

    No entendía qué le pasaba. Ni qué consecuencias habría. Solo sabía que tenía un urgente deseo de sangrar. De deshacerse entera. De fundirse con ella. 

    Agarró la mano que Laura le tendía y la arrastró adentro. 

    “Should I stay or should I go now? 
    Should I stay or should I go now? 
    If I go there will be trouble 
    And if I stay it will be double 
    So come on and let me know” 

    Entre sábanas deshechas amanecieron esa tarde. Risueñas, con caricias que no terminaban, deseando quedarse ahí siempre, recorriendo sus cuerpos. 

    —¿Tú no viniste a ayudarme a preparar la cena? 

    —Es que este era el aperitivo. 

    —¿Y qué me vas a dar de postre? 

    En un beso, Marta mordió suavemente el labio inferior de Laura y tiró de él. 

    —El postre luego. Vamos a preparar la cena antes de que llegue tu marido. 

    —No sé qué decirle… 

    —Que nos entretuvimos y que nos ayude a preparar la cena, ¿qué si no? 

    —No, me refiero a lo nuestro. 

    —No sé. Yo tampoco esperaba que hubiera más. Pero me estás enganchando. 

    —¿Os conocíais entonces? 

    —Sí, salimos una temporada en el pueblo, antes de irme a Londres. 

    —O sea… ¿qué el es tu novio del pueblo, ese que me contaste? 

    —Sí. No sabía que ahora era tu marido. ¿Estás celosa? 

    —No, eso fue hace mucho tiempo. 

    —¿De quién estás celosa? ¿De mí o de él? 

    —No me había puesto a pensar lo rara que es esta situación. 

    El ruido de la cerradura de la puerta rompió la conversación. 

    —Hostias, son las 7. Mi marido ya ha llegado. Corre al baño y yo te llevo la ropa. 

    Marta se empezó a vestir con rapidez. Recogió el traje negro de su invitada y escuchó la voz de Pedro: 

    —¿Marta? 

    —Voy, Pedro. Espérate ahí. 

    —¿Qué pasa? 

    —Nada, ahora te explico. 

    —Vale, vale —dijo Pedro, extrañado, desde el salón. Entonces entró Marta. 

    —Estábamos probándonos ropa. Resulta que Sonia va a exponer sus cuadros dentro de poco… 

    —Pensé que no te gustaban sus cuadros. 

    —Son una mierda, pero nos han invitado. 

    —¿A mí también? 

    —No, a Laura y a mí. 

    —Menos mal, que aburrido. 

    —Ya te digo… 

    —…¿Y Laura? 

    —Aquí —dijo ella con su traje flameante, un poco arrugado y con esa aura de serial killer que la hacía irresistible. Pedro no pudo evitar sonreír—. Dentro de poco tendremos fiesta, pero hoy me parece que cenamos pizza. ¿Ponemos música?

    The Clash – Should I stay or should I go now

    Cuando sonó la primera nota, entendieron la verdad: ya no eran dos caminos… sino tres reflejos llamándose a gritos.

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  • Nana triste para un niño viejo

    Nana triste para un niño viejo

    Hoy no me toca soñar.

    El aire surca extraño y, entre sábanas, se dispersa en remolinos.
    Mi mente se derrite en gotas de cansancio herido:
    no quiere darme reposo, solo gira y gira, sin motivo y sin caducidad.
    Invoco ovejas blancas aladas, un ejército inútil
    cuando los párpados no me pertenecen
    y son presa del capricho de un tal Cortisol.

    Entre tanto, flotan imágenes en tonos pardos,
    carcomidas por el baúl que las guarda,
    que hoy, traicionero, ríe satisfecho.
    Mientras yo sigo rotando, ellas se proyectan en el techo:
    mirada distraída, flequillo en los ojos,
    pantalones de pana gruesos
    y unas ganas de volar contenidas en un salto.

    Lo dejé escapar, a ver si así me canso.
    Quise enseñarle los días presentes del futuro pasado.
    Y él, sentado en la duda, mirando desde mis ojos,
    comprendió que era yo.

    —¿Todavía no vuelan los coches? —preguntó,
    como quien sostiene una promesa rota.

    —No. Pero hay ojos en el cielo —respondí.

    Pareció animarlo.

    —¿Vive gente en la luna? ¿Ya consiguieron habitarla?

    —¿Para qué alcanzarla? Es más bonita lejana.

    —¿Y robots? ¿Ya los inventaron?

    —Sí. Y hablan con nosotros, aunque no tengan cuerpo.

    Le conté inventos osados que nos acompañan en el bolsillo,
    de cómo ya no hace falta hablarles:
    nos entienden por gestos.
    Le hablé de un oráculo tejido en una telaraña.
    De cómo nunca estamos solos,
    aunque cada vez estemos más lejos.

    Y yo, al ser soñador, esperaba que algún día, hablando,
    nos entendiéramos todos.
    Que estábamos aprendiendo a hacerlo.

    —Si eres un soñador, ¿por qué no estás durmiendo? —dijo.

    Y solo entonces entendí
    que ya no estaba despierto.

    Pauline en la Playa – Quién lo iba a Decir

    A veces el sueño llega cuando dejamos de perseguirlo.

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  • Con brillo azul en la mirada

    Con brillo azul en la mirada

    Hace algún tiempo que aparecen y no sé por qué. 
    Vienen calculando la pose, con apariencia cuidada y mirada íntima. 
    No sé qué hechizo algorítmico habrá estallado a mi alrededor para provocar semejante desfile. 
    Es un sin cesar: llegan para ser contempladas, dejan su estela y desaparecen. 

    Las hay para elegir: por el brillo de la mirada, por el gesto, por la temperatura del cuerpo que sugieren. 
    De porte elegante, enfundadas en fantasía, casi por desnudar. 
    Apuntando hacia la luz con destellos azules, y siempre un guiño pintado, por si ven que me pierdo. 

    Este suceso me recuerda otros tiempos. 
    El amor también era efímero, nubes densas escapando del invierno casero. 
    El sabor era casual y el roce discreto. 
    Y el misterio, lejos de ocultarse, ardía en las miradas para quien sabía leerlas. 
    Ardía en llamas para que el viento se llevara las cenizas. 

    Como hoy —si no más— había quien se negaba a rendirse del todo. 
    Ocultaban la ferocidad bajo vestidos largos de cadenas errantes. 
    Disfrazaban las ganas de sangrar barriendo bajo las alfombras, 
    llevando velo blanco, creyéndose novia, 
    creyendo en el hechizo del cuento 
    y en el ladrón que venía a su secuestro. 

    Pero hoy hemos cambiado. 
    No son los mismos secretos. 
    Ni son los mismos dueños. 
    O eso creo. 
    Vivimos en la ilusión de mostrarnos libres, bailando descalzos y solos, 
    sonriendo telones abiertos mientras tendemos el presupuesto del tanto por ciento. 
    Creemos que el camino es nuestro, 
    pero en la etiqueta está su precio 
    y la caducidad oculta en una hilera de ceros. 

    Al no parecer interesado, las damas se van… 
    convertidas en otros. 

    Acompaña esta lectura con ‘Mi Orden’, de Bala — un golpe seco de oscuridad luminosa para cerrar el círculo.

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  • Ella ya no está

    Ella ya no está

    Hoy no estaba.

    No estaba.

    Se fue para siempre.

    Mi alada compañera de sombras.

    Sin despedirse, sin siquiera suspirar mi nombre.
    Tan bien como me conocía… y no pudo decirme su adiós.

    Pinté una cruz en su ausencia:
    recuerdo de las veces que me contesté por ti.
    Cuando una mañana gris apareciste y yo grité tu nombre.
    Me escondí en mis principios difamados.
    Deseé tu muerte y desaparecí de tu lado.

    Pero volviste.
    Y me esperaste, silenciosa, a que pasara.
    Me asustaste de nuevo y huí como un cobarde,
    deseando veneno para tu especie
    y para ti un final más cruel.

    Otra vez estabas. Y otra más.
    Intenté luchar. Conseguí escapar.
    Me oculté en la luz y me dejaste en paz,
    inmóvil en tu rincón.

    Hubo un pacto:
    una firma de sangre,
    de tolerancia con margen lateral.
    Con cláusulas de distancia
    y letra pequeña.
    Muy pequeña.
    Insignificante y oculta.

    Esta vez saludaste.
    Lo hiciste con mi voz, claro,
    pero educada, moviendo flagelos de ritmo lento,
    respetando distancias
    y evitando enfados.

    Hubo tiempo de conversación fugaz,
    ritmo de ascensor y sonido disperso.
    Psicotronía del atardecer cálido y ventoso,
    arena pesada en mis párpados
    y en ti mis lamentos.
    Y tú ahí estabas, dándome espacio,
    escuchando atenta mi desaliento.

    El tiempo te convirtió en aliada.
    Ideas obtusas de hadas absurdas.
    Caricia del son de una nana.
    “Invadiréis el mundo”, dije entre risas un día,
    y al siguiente me pareciste más bella.

    Hablabas sin voz.
    Mirabas atenta.
    Quisiste ser mi musa y pensé:
    “buena idea”.
    ¿Qué puedo perder?
    ¿Mi cordura, tal vez?
    Qué va.
    Imposible hallar donde nunca existió un tal vez.

    Tósigo en el ambiente,
    señal aséptica de la masacre.

    ¡Corre!
    ¡Huye!

    Asesinos con máscara,
    de bata blanca y desinfectada fragancia.

    ¡No le hagáis daño,
    ella no ha hecho nada!

    Venían a llevarla
    entre las celdas de una escoba.

    Pero no estaba.

    Ella ya no estaba.

    Hoy hago memoria de un lamento.
    Mañana tu nombre se habrá olvidado.

    Tulsa – Autorretrato

    A veces las ausencias duelen más que los miedos que las preceden…
    y tú, ¿qué criatura imposible te ha dejado un hueco impensable en tu alma?

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  • Trámites Eternos y Otros Infiernos

    Trámites Eternos y Otros Infiernos

    La sala estaba inmaculada. Muebles blancos y detalles en plata. 
    Un anciano detrás del tercer escritorio dejó de estar ocupado, pulsó un botón y un sonido estridente anunció un número nuevo: el 1548. 

    —¡Yo! 

    El joven que estaba arrinconado en la entrada apareció alzando un ticket en la mano. 

    —¡El 1548! ¡Yo, yo! 

    El señor del escritorio lo miró por encima de sus anticuadas gafas, frunció discretamente el ceño y dijo: 

    —Bien, tome asiento. 

    —Buenos… días. 

    —Sí, sí, días. En fin. ¿Es usted Serafín Delmundo? 

    —El mismo. 

    —Está usted a la espera de destino, ¿verdad? 

    —Efectivamente. Ya no sé ni cuánto tiempo llevo esperando. 

    —Pues tenemos buenas noticias: tenemos posibilidades de elección. 

    —Mira qué bien. ¿Qué opciones hay? 

    —La primera: necesitamos técnicos en gestión de tormentas. 

    —¡Rayos! 

    —Entre otras cosas. 

    —¿Qué? 

    —Quiero decir que no son solo rayos las tormentas. A usted le asignaríamos únicamente las solares. 

    —¿Y qué tengo que hacer? 

    —Sacudir el sol. Pero por dentro. 

    —¿No hace mucho calor allí? 

    —Mucho, pero dan vacaciones cada ciclo solar y un pay-pay

    —¿No hay otra cosa? 

    —A ver… Ah, mira: una misión heroica. Se está convocando a la milicia. 

    —¿Aquí se necesitan soldados? 

    —Sí, de vez en cuando nos metemos con los de abajo, los de los cuernos y el rabo. Para dejarles claro cuál es su lugar, poco más. 

    —¿No es peligroso? 

    —No mucho. Pero te pueden clavar un tridente y eso duele un poco. 

    —Yo es que soy más bien pacifista… 

    —Bueno, pues parece que está abierto el plazo para las oposiciones a reencarnación. 

    —¿Me está diciendo que para reencarnarse hay que estudiar? ¿No es verdad que cuando te reencarnas lo olvidas todo? 

    —Sí. Pero es un destino muy demandado, solo llegan a él los mejores. 

    —¿Y me pueden dar el temario? 

    —Claro, aquí tiene un folleto explicativo. 

    —Pero… esto… ¿son fichas del Trivial? 

    —Sí. De la edición para genios. 

    —Pues vamos listos. 

    —Esa es la idea. 

    —Oiga, con la cantidad de nacimientos nuevos que hay en la Tierra… ¿Cómo es que no necesitan más almas para reencarnar? 

    —Ah, no, las almas siempre tienen que ser de fabricación nueva. Estos son casos excepcionales. 

    —¿Cómo que fabricación? ¿Cómo se fabrican las almas? 

    —Como se nota que no ha ido a los cursos del Limbo. Anda que… pegarse unos siglos sin hacer nada… 

    —Ni siquiera sabía que había cursos. 

    —Vale, se lo explico. Las almas se programan, y cuando… 

    —Espera, espera. ¿Qué me está diciendo? ¿Estamos programados? 

    —Sí, claro. Somos software. ¿O qué se había creído? ¿Que venimos del Espíritu Santo? 

    —Entonces… ¿Dios es un programador? 

    —Mire, a mí no me líe con ese Dios. Yo solo sé que nos programan unos tipos de la octava dimensión y que, cuando no les da tiempo a la entrega de almas, hay que buscar entre los rezagados para cubrir la demanda de cuerpos en gestación. 

    Slayer – South of Heaven 

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  • DarkHaiku: Jorōgumo

La mujer que tejía sombras

    DarkHaiku: Jorōgumo La mujer que tejía sombras

    Susurras seductora, 

    Tu piel de seda atrapa, 

    Seré tu alimento. 

    —Ven… acércate. 

    Abrió los ojos. Eran las 3:33. La luna derramaba su luz sobre la cama. Intentó volver a dormir, pero algo vibraba en el aire. 

    —Vamos… ven. 

    La voz, de terciopelo rojo, reptaba entre las sábanas. Era un roce de brisa que lo empujaba hacia la ventana. 

    —Ven conmigo. 

    Susurraba en su mente. 

    —Ven… sal conmigo. 

    Bajo la farola temblorosa, la vio. Desnuda. Fría. Blanca como la luna que la amparaba en su caza. Le pedía cercanía, respirarle el miedo. 

    —Ven… baja… tengo frío… 

    Abrió la puerta. Ya no estaba. La farola parpadeó una vez. Luego, oscuridad. 

    —…Sígueme… acércate a mí. 

    Algo se movía entre la maleza. Curvas pálidas entre las sombras. Avanzó creyéndola en peligro. No sabía nada. Sus labios rojos le sonrieron. 

    —Ya estás aquí. 

    Acarició su cadera, buscando certeza. 

    —Abrázame ya. 

    No pudo resistirse. Su piel helada lo atrapó. En su abrazo, el hilo se cerró. En su mirada hambrienta se reconoció presa. Sintió los colmillos hundirse en su cuello. 
    Amaneció colgado en su telaraña, esperando el fin. 

    Buck Tick – Dress

    “Porque algunas voces no llaman: te tejen. Y cuando al fin lo entiendes, ya estás demasiado dentro de su red.”

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  • Los tres reflejos Capitulo 2: Cristales empañados

    Los tres reflejos Capitulo 2: Cristales empañados

    Al ver el cristal del coche empañado, Pedro sintió una oleada de recuerdos. 
    El mismo lugar, la misma sensación de no volverá a pasar
    Ella se fue y no volvió. 
    Hasta ahora. 
    Quién sabe, quizá esta vez no quiera irse. 

    El móvil rompió el ensueño con un sonido chivato lleno de remordimientos. 

    Marta: ¿Te queda mucho? No quiero acostarme muy tarde. 
    Pedro: No tardaré, pero métete en la cama. 
    Marta: Despiértame si me duermo. 
    Pedro: Tranquila, estaré de vuelta antes. 

    Qué sorpresa se llevó al verla en su casa. Pedro había vuelto hacía poco de un viaje: una visita rutinaria a la oficina central en Madrid. Unas cuantas reuniones que lo mantuvieron fuera diez días. 
    Al regresar aquella tarde, se la encontró allí, en el salón. 
    Parecía que el tiempo no había pasado por su piel. 

    —Ah, ¿pero os conocéis? —dijo Marta, su mujer—. Es la amiga de Silvia de la que te hablé, la que salió con nosotros este viernes. 

    —Pues sí… Laura es del pueblo, ¿verdad? —dijo Pedro con una sonrisa. Dos besos y un recuerdo pendiente a comentar—. ¿Cómo está tu hermano Juan? 

    —Bien —Laura no salía de su asombro—. Se casó hace unos meses… con Estrella. 

    —¿Estrella Estrellada? 

    —La misma. 

    —¿Pero ella no andaba con Berto? 

    —Ya ves, los cambios que da la vida. 

    —¿Y Berto? 

    —Salió del armario y vive con un culturista en Sanlúcar de Barrameda. 

    —Veo que tenéis conversaciones pendientes —dijo Marta, con una chispa divertida en la mirada—. Podemos quedar este viernes. ¿Te apetece venir a cenar? 

    —El viernes es genial —respondió Laura—. Vengo a las seis y te ayudo con la cena. 

    Hubo complicidad oculta entre las dos, reflejos de sonrisas que Pedro no captó aquel día. 
    Pero sí notó algo: que el encuentro a la salida del trabajo no había sido fortuito. 

    Fueron a tomar café… y terminaron dibujando en el parabrisas empañado. 
    Corazones rotos que, con el calor, se fueron borrando. 

    —Tengo que volver a casa, Marta me está llamando. 

    —Lo comprendo. ¿Quedamos otro día? 

    —No sé… Nunca le había hecho esto a Marta —dijo Pedro, pensativo—. No sé qué decirle. 

    —Es complicado… 

    —En el pueblo era más fácil. 

    —¿A qué te refieres? 

    —A que el roce hace el cariño. Éramos pocos, y te enamorabas con el tiempo. 

    —¿Eso te pasó conmigo? 

    —Yo me enamoré perdidamente de ti. Pero no me refiero a eso. Lo que digo es que allí nos emparejábamos sin pensarlo. Una vez hechas las parejas, ya no había más. Fue cuando empezamos a irnos a la ciudad cuando todo se rompió. 

    —No, Pedro. Lo nuestro estaba condenado. Yo necesitaba salir, ver el mundo. Quería vivir en Londres, y allí estuve… hasta que me harté. 

    —Y ahora has vuelto. 

    —Sí. Ahora necesito otras cosas. 

    —¿Una pareja estable? ¿Un lugar donde te esperen? 

    —Sí y no. Aún hay mucha confusión en mi cabeza. Soy rara, lo sabes. 

    —Más que un piojo bizco. 

    —Anda, vámonos ya. 

    La besó apasionadamente. 
    En la radio sonó Iggy Pop: 

    “It’s a rainy afternoon in 1990 
    The big city 
    Geez, it’s been 20 years 
    Candy, you were so fine.” 

    La humedad de la noche quedó atrás con el chasquido de la llave en la cerradura. 
    El calor del hogar se le hizo raro, oscuro, de mentira. 

    Tras una ducha rápida, se deslizó desnudo entre las sábanas. 
    Abrazó a Marta, que dormía ajena a los pensamientos de su marido. 
    Ella se dio la vuelta y lo abrazó. Él se apretó contra ella. 

    —Ya llegaste —susurró, envuelta en una sonrisa somnolienta. 

    Le besó. Él le devolvió el beso. 
    Unas caricias. 
    Una risa sofocada por las mantas. 

    —Marta, tengo que contarte algo… 

    —Mañana me lo cuentas —dijo Marta, abrazándolo—. 
    Ahora follame. 

    Maria Rodés – Recordarte

    “El pasado susurra bajo el cristal empañado, mientras el presente arde entre sábanas y deseos.”

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  • El Azul que abandonó el mundo

    El Azul que abandonó el mundo

    Tras descansar en la luna, Zauoek el negro contempló la esfera azul. Se recreó en el blanco de sus nubes y en los reflejos dorados del sol y pensó:
    “Es aquí”.

    Eligió una isla cercana al continente de Papayumak, trotó tan fuerte que hizo girar al astro viejo.
    Y saltó.

    Bajó veloz hacia la capa donde la luz brillaba y ardió en ella. Su cuerpo se volvió carmesí, como fuego descendiendo desde el cielo. El mundo pareció contener la respiración ante la caída de Zouoek el rojo.

    Con sus astas aún llameantes pisó la tierra. El suelo se agrietó y el continente de Papayumak se quebró en cinco partes. El mar empezó a hervir. Entonces Zauoek comenzó a soplar, cubriendo todo con un manto blanco.

    Zauoek en blanco se sintió cansado y durmió.

    Pasó mucho tiempo. Era una noche estrellada cuando despertó al fin. El tiempo lo había cubierto de musgo. En su lomo florecían encinas y castaños. Entonces Zauoek el verde pensó:
    “Es ahora”.

    Respiró fuerte dos veces, arqueó su cuerpo de toro anciano y vomitó. De su boca resbaló un mono de pelaje blanco, que despertó alegre en su nuevo hogar.

    El mono corrió a los árboles más altos y se balanceó en ellos. Torpe, se cayó de las ramas y volvió hacia Zauoek, diciendo que no quería ser mono.

    Él, con su gruesa lengua rosa, le lamió el cuerpo, ayudándole a caminar más erguido. Al poco tiempo, su pelaje blanco se cayó y sus ojos se volvieron verdes como el prado. Sintió frío y volvió con su creador.

    —Ya no tengo pelo y el aire me congela los huesos.

    Zauoek le enseñó a frotar las ramas de los árboles, y obtuvo fuego. Le enseñó a recolectar las plantas y a trenzarlas, y obtuvo abrigo. También a abatir árboles y construir un hogar, y obtuvo refugio.

    Zauoek se dispuso a marchar, a seguir su camino, pero el mono blanco se interpuso:

    —No me dejes solo.

    Zauoek lo miró serio, pensativo.

    —Te puedo dar un compañero.
    —Eso me gustaría. No estar solo.
    —Pero tiene un precio.
    —Da igual el precio. Necesito alguien a mi lado.

    Zauoek, de una cornada, partió a la criatura. De las dos mitades se crearon dos cuerpos distintos: uno masculino y otro femenino.

    —Vosotros estáis hechos del mismo cuerpo, por lo que os necesitaréis para estar completos.

    Entonces saltó a las estrellas. Dejó sobre su piel el reflejo de la esfera. Zauoek el azul se perdió para siempre en el infinito.

    Pero ha

    bía un trozo restante que las dos nuevas criaturas habían olvidado. Formó un solo cuerpo. No era varón. Tampoco era femenino. Fue, en su momento, simplemente lo que quiso ser.

    Danheim – Kala

    «Hasta los dioses necesitan irse para que algo nuevo aprenda a respirarse solo.«

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  • Diario de un soñador lúcido
Carta 22: Lo que se esconde bajo la risa

    Diario de un soñador lúcido Carta 22: Lo que se esconde bajo la risa

    —¡Corre, corre!—
    Las paredes chorreaban un material oscuro. Parecía alquitrán. Desyria buscaba una salida en el laberinto mientras yo disparaba con la rabia de un gato acorralado. En cada esquina había sombras; detrás de nosotros, aún más. Y pensar que, hace un instante, íbamos a tener un día de paz.

    Al caer el sueño, emocionado por la cercanía que me inspiraba mi amiga de verde, fui a visitarla. Llevaba un recuerdo de tarta de manzana; ella tenía licor de cerezas. Íbamos a descansar otro día más. A dejar correr el tiempo. A darnos, quizá, la oportunidad de estar juntos. A solas. Quién sabe…

    Entonces lo vimos: un árbol extraño en la selva, justo en la zona de los portales. Tenía la corteza acristalada, un brillo metálico. Desde su interior se oían cascabeles y se escapaba un aroma a chicle de fresa. Un destello rosa nos convenció para investigarlo.

    Por dentro era un espectáculo. Un circo, una feria, atracciones imposibles: la fantasía de un niño. De ese niño que los dos llevábamos dentro. Así que hicimos lo que mejor sabemos hacer: vivirlo todo. Subimos a la noria que traspasaba el cielo, bajamos por un tobogán que caía desde las nubes, comimos algodón rosa. Reímos con los payasos.

    Y en un descanso, nos dimos un beso.

    Fue en el centro, donde comenzaba el laberinto, cuando noté algo extraño. Pero, como gatos que van a morir, entramos. Y allí descubrimos el engaño.

    Las paredes eran nacaradas, deformaban nuestros cuerpos al reflejarlos. Vimos gente entrar: personas que ya no eran personas; payasos que ya no eran payasos. Se quitaron la máscara… y se fundieron en negro.

    Sombras.
    Miles.
    No, millones.

    Corrimos. Disparé sin parar mientras ella buscaba una salida. Pero eran demasiadas, y yo ya estaba agotado.

    —¡Por aquí, por aquí!

    Una chispa de esperanza. Una salida al fondo. Corrimos todo lo que pudimos. Pero tras la luz había un abismo. Y en su centro, una máquina flotando: cuerpo y cabeza humanos, pero un aspecto frío, artificial, lleno de cables y luces parpadeantes. Su rostro parecía un recuerdo mal impreso.

    Disparé con saña. Ella resbaló. La agarré de la mano. Abajo, un agujero en espiral que quería tragárselo todo. Intenté subirla. Necesitaba salvarla. Pero ella cayó. Se precipitó en la nada. La vi desaparecer tras el relámpago desesperado de su mirada.

    —No está muerta —me dijo la máquina—. Solo ha sido capturada.

    —¿Por qué? —pregunté, suplicando.

    —No lo sé —dijo—. Ellos me obligaron.

    Del centro de su cuerpo surgió una luz que giró y se abrió. Desde su interior apareció el mundo despierto.

    —Escapa por aquí. Huye. Te ayudaré en cuanto pueda liberarme.Desperté con un grito, con un vacío insoportable en el pecho.
    Y en algún lugar de Europa, alguien no despertó.

    Mother Mother – Ghosting

    “Aún temblaba la ausencia, pero el sueño, paciente como un animal herido, empezó a cerrar los ojos.”

    Diario de sueños

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