Etiqueta: relatos poéticos

  • Mi huella de luna llena

    Mi huella de luna llena

    Cansado de malos humos y peores atascos que colapsaban mi tiempo, mi aire y mis ganas de vivir, decidí marcharme lejos. Más allá de la neblina tóxica, más allá de tus besos venenosos, esos de cachorro enfermo pidiendo atención médica. Quise subir a la montaña más alta, recordarte entre escarpadas colinas, pero fue allí, entre las nubes, donde apareció llena… y me fui a la luna en busca de estrellas.

    Subí a ella empatando escaleras, atándolas con cables de sueños perdidos, encontrados entre la ropa vieja al hacer la maleta. Para el ascenso me aprovisioné de gominolas de caricias furtivas, por si me faltaba el aliento entre las nubes. También llevé aquella foto gris, donde íbamos de la mano, con la secreta esperanza de extraviarla por el camino y hacer más ligera la escalada. Me puse guantes blancos, para no desentonar cuando ella se llenara, y comencé a subir entre nubes, dispuesto a dejar mi huella.

    Aguanté la respiración y salté alto. Descubrí que allí también había Alpes que escalar, mares tranquilos con nombre de mujer, y montes que rimaban con el andar errante sobre el polvo. Las estrellas brillaban entre cráteres profundos, con nombres de astrónomos y telescopios olvidados. Al final del día, cansado, quise contar las ovejas que un tal Endymión regaló a Selene, la noche en que el sueño le venció.

    En cuarto menguante me quedé en un vértice, asustado al verla desaparecer. Pensé en lo breve que es la felicidad, y me propuse bajar despacio, recordando mi huella en el polvo, las brumas que me ocultaron y el brillo azul, tan cercano, de ese planeta que solo parece hermoso cuando está lejano.

    Al llegar, tarde ya, cerré la puerta al ruido de la ciudad. Pensé que siempre puedo volver: basta con esperar a que tus ojos me reflejen la luna llena, cuando empieces a amar.

    Annie B. Sweet – Un Astronauta

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  • Blanca luna

    Blanca luna

    La luna, hace un tiempo, se vistió de gala para Blanca. Ella, llena de generosidad, se la regaló a un soñador.



    Creciente filo de luz, lléname,

    De tu rito ancestral, de tu halo divino,

    Se película en blanco y negro,

    Se escultura divina naciente,

    Y llévame lejos.

    Yo seguiré existiendo en piedra,

    Tu escondite de la llama,

    Yo cenizas en la brisa,

    Tu espuma en la marea,

    Creciente de plata 

    Pasión de hoguera,

    Llévame bien lejos,

    Llévame a tu vera.

    Zahara – Gereral Sherma y como Sam Bell volvió de la Luna

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  • El último pétalo

    El último pétalo

    Llegaba al claro del bosque cansado de caminar, pero oscurecía ya; no podía detenerse, quizás cinco minutos más, no más. Fue entonces cuando la vio: preciosa, caminando grácil entre la maleza. Quiso volver sobre sus pasos, pero estaba paralizado. El anochecer comenzaba.

    Ella, ausente en la profundidad de sus pensamientos, cortó una margarita y siguió caminando sin rumbo. Fijó la vista al frente justo cuando arrancaba el primer pétalo de su flor y dijo para sí misma:

    —¿Me quiere?

    Sintió su intensa mirada clavarse en él y, dudando solo un segundo, corrió.

    —No me quiere.

    Corrió como si el diablo la persiguiera.

    —¿Me quiere?

    Avanzó rápido entre los árboles.

    —No me quiere.

    Saltó el riachuelo sin importar el frío del fin de la tarde.

    —¿Me quiere?

    Esquivó veloz la sombra de los árboles.

    —No me quiere.

    La luz se deshacía bajo sus pies.

    —¿Me quiere?

    El cansancio no ayudaba.

    —No me quiere.

    El final estaba cerca.

    —¿Me quiere?

    Se podía ver ya la salida del bosque.

    —No me quiere.

    Sin dejar de avanzar, miró atrás.

    —¿Me quiere?

    Tropezó con las ramas y cayó de bruces.

    —No me quiere.

    Se levantó rápido, le costaba caminar.

    —¿Me quiere?

    Pero el miedo le hizo coger velocidad.

    —¡Me quiere! —susurró la joven con una sonrisa, mientras tiraba del último pétalo.

    Temiendo por su vida, él saltó todo lo que pudo; necesitaba cruzar el pequeño muro de piedra que rodeaba el bosque. Sintió un tirón en la parte trasera de la camisa; la angustia le recorrió el cuerpo. El sonido de la ropa rasgada precedió al golpe. Había caído al otro lado del muro.

    —Me dijiste que me querías —dijo ella, enseñándole la flor deshojada.

    —Es verdad, te quiero. Pero también quiero seguir vivo.

    Se miraron fijamente. Ella desde el bosque, él desde el otro lado del muro. La noche hizo al silencio, y el silencio se hizo agradable.

    Sirenia – My Mind´s Eye

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  • Carta 5: Turno en el abismo

    Carta 5: Turno en el abismo

    Querido diario,

    Escaleras girando alrededor del abismo, así empezó mi sueño, bajando hacia ningún lugar en una espiral que me llamaba hacia lo desconocido. Tenía prisa por llegar, alguien a quien rescatar, o algo de lo que huir, no lo sé muy bien, solo sé que las escaleras no tenían fin.

    Llegué a un descansillo, cansado, creyendo haber llegado, y allí encontré una oficina. Pregunté cómo seguir bajando. Me dijeron que cogiera número. Así hice: saqué un tique del dispensador que había colocado a pie de escaleras y me mantuve pendiente a que saliera el que me había tocado: el 72.

    Había gente esperando frente a una mesa vacía, pero aun así los turnos iban pasando. Delante de mí, una señora de traje de encaje rosa con sombrilla. Un poco más adelante, un camello erguido sobre sus dos patas traseras, con un bombín y una bufanda a rayas.

    La cola iba avanzando según se iluminaba el número siguiente. Mientras avanzaba de puesto tropecé con un carlino que, con el ticket numerado en la boca, no hacía más que dar vueltas a mi alrededor.

    —Ten más cuidado —me dijo dejando caer el papelito—. La próxima llamo a seguridad.
    —Lo siento, no le había visto.
    —¿Es porque soy pequeño? Tú nunca ves nada. Siempre estás en las nubes.
    —¿Acaso me conoces?
    —Claro que te conozco, soy tu vecino, el del 5C. Ese que siempre te saluda y tú no haces caso.
    —Perdón, de nuevo.

    El perro gruñó suavemente y empezó de nuevo con la carrera circular. Sonó otra vez la estridente alarma del paso de número; esta vez le tocó sentarse frente a la mesa vacía al camello. Hacía movimientos con las patas delanteras en señal de discusión, pero no veía a su interlocutor.

    —Oiga, señor —me interrumpió la señora del vestido rosa—, tiene un número menor que el mío, ¿cómo es posible?
    —Yo qué sé, señora, me lo dieron así.
    —Usted está engañando al sistema, como siempre. Siempre se cuela en los sitios.
    —¿Usted también me conoce, señora?
    —Por supuesto, soy su vecina del 1ºD. Voy a llamar a seguridad.

    La señora desapareció indignada por el pasillo, farfullando improperios mientras giraba la esquina. Sonó de nuevo el paso de los números; curiosamente era el mío. Imitando a los demás, me senté frente a la mesa. Me di cuenta de que, en el sillón con respaldo de cuero que parecía vacío, en realidad había un espejo.

    —Buenos días, ¿qué desea? —preguntó mi reflejo.
    —Buenos días, necesito seguir bajando la escalera.
    —Bien, necesito que rellene el formulario 3C donde indique el motivo por el cual quiere bajar.
    —Pero no sé por qué necesito bajar.
    —Sin motivo no hay permiso, solo tendrá la opción de volver a subir.
    —Pero yo necesito bajar.
    —Pues explique en el formulario el porqué y séllelo en la ventanilla de la derecha. Entonces será valorado el permiso.
    —¿Y qué pongo?
    —Señor, desocupe el sitio, hay más gente en la cola.
    —Es algo urgente, tengo que bajar.
    —Mire, ese es.

    La señora del vestido de encajes estaba de vuelta con una figura conocida: Gene Simmons, el bajista de Kiss, que con su bajo en forma de hacha venía amenazante hacia mí.

    —Déjeme bajar, por favor.

    Gene Simmons se aproximaba en cámara lenta, sacando una lengua descomunal y sangrienta.

    —Para bajar, rellene el formulario.

    Cada vez más cerca, con sus botas de plataforma haciendo eco en el suelo.

    —Lléveselo, señor guardia —dijo el pug que seguía dando vueltas a mi alrededor—. Siempre me pisa.

    El bajista de Kiss ya estaba frente a mí, me lamió la cara con su larga lengua y me gritó:

    —You wanted the best!

    Desperté de repente, con el rostro cubierto en sudor. Desde la ventana, el vecino del coche viejo tenía la radio a todo volumen. Se escuchaba esta canción:

    Kiss – I Was Made for Lovin´ You

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  • La mota azul

    La mota azul

    Dos adolescentes observan el cielo extraño desde un mundo lejano, ajustando un viejo telescopio bajo un firmamento gris, donde flotan estructuras titánicas y brilla en la distancia una diminuta mota azul: la Tierra. Imagen de ciencia ficción realista, exploración juvenil, Dyson sphere sky, nostalgia cósmica.

    El cielo allí arriba no era del todo cielo. Se extendía como un velo inmenso, grisáceo y sucio, donde la luz no provenía de un único punto sino que parecía filtrarse, difusa, desde todos los rincones a la vez. No había azul, ni estrellas, ni nubes. Solo destellos errantes, que parecían moverse cuando uno no miraba directamente, como si el horizonte jugara a cambiar de forma.

    La claridad no variaba mucho con el paso del tiempo, como si el día no supiera morir ni la noche supiera nacer. Una claridad cansada, pálida, demasiado uniforme. Y aun así, en algunos lugares, la luz rebotaba con más fuerza, dejando manchas brillantes en el cielo que cegaban si se miraban demasiado tiempo.

    A veces, fragmentos oscuros, casi como islas suspendidas, cruzaban lentamente por encima, proyectando sombras extrañas que viajaban a través del paisaje como animales dormidos. Y entre esas sombras, dispersos, algunos puntos diminutos titilaban, débiles, perdidos en la inmensidad, como si fuesen estrellas mal colocadas.

    Pero ninguna parecía tener vida propia. Todo parecía parte de algo más grande, algo que respiraba sin que nadie pudiera verlo.

    Y sin embargo, ahí estaba: una diminuta mota de polvo azul.

    —¿Ves? Es esa.
    —Que no, te has equivocado de coordenadas.
    —Fíjate en el mapa, tiene que estar ahí.
    —¿Has tenido en cuenta la traslación?
    —Sí, claro que sí. ¿Y tú has tenido en cuenta la nuestra?
    —Ups.
    —Que sí, que está ahí. Calibra bien ese telescopio.

    Ajustó el telescopio de aficionado, con su lente rayada y su enfoque manual, que apenas podía compensar las vibraciones del terreno. No era más que un viejo modelo analógico, óptico puro, de esos que funcionan por simple refracción, sin ayudas digitales, sin estabilizadores, sin filtros solares que aquí hubieran venido bien.

    La búsqueda fue un juego de paciencia: demasiados reflejos cercanos, demasiadas estructuras suspendidas que devolvían destellos falsos. La luz del Sol, aunque filtrada por kilómetros de paneles, seguía rebotando en cada fragmento metálico y hacía del cielo un mosaico confuso.

    —¿Dónde conseguiste esa antigualla?
    —La trajo mi padre a escondidas en un módulo de alimentos. Pero a que está chulo, ven, mira, mira.

    Allí estaba, justo al borde del campo visual: un punto azul pálido, apenas visible contra el gris sucio del espacio local. Sabía que, a esa distancia, la Tierra no superaba una magnitud aparente de -3 o -4, y eso si la atmósfera solar no dispersaba el brillo. Mucho menos brillante que Venus desde la Tierra, mucho más tenue que la mayoría de las balizas orbitales cercanas.

    —Qué mal se ve.
    —Es lo más cercano que vamos a verla.
    —Dicen que ya hay vuelos regulares.
    —Sí, tardan un par de meses y cuestan un riñón. Mi padre dice que, salvo el cielo y el mar, no es tan distinto. Creció en una ciudad llena de polución y aquí al menos tenemos aire puro y árboles.
    —En clases nos ponen documentales de selvas enormes con un río inmenso y multitud de animales. Aquí solo tenemos el canal, que solo tiene patos y ranas.
    —Nuestro módulo es pequeño. Dicen que en el cuadrante viejo tienen una reserva natural que ocupa todo un módulo, con un pequeño océano y todo, donde tienen ballenas.
    —¿Ballenas? ¿Y eso por qué no lo ponen en la red? Me gustaría ver ballenas.
    —Lo hacen para que no empiece a ir todo el mundo hacia allá y fastidien el entorno.
    —Pues yo quiero ver animales.
    —Mírate en el espejo, macaco.

    Y así, entre risas y discusiones, el punto azul quedó atrás, diminuto e inalcanzable, perdido entre los engranajes de aquel cielo roto.

    Los dos chicos guardaron silencio unos segundos, como si temieran que al hablar demasiado fuerte el mundo se hiciera humo. Luego, sin más, bajaron el telescopio y siguieron caminando, saltando entre las grietas del terreno, con la certeza de que, algún día, alguien encontraría un camino de vuelta.

    Dorian – Materia Oscura

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  • Sola

    Mujer sola sonriendo al viento, rodeada de árboles curvados y recuerdos fragmentados. Imagen melancólica y poética sobre la memoria, la soledad y el olvido, la belleza de los recuerdos difusos. Fotografía íntima con luz suave, atmósfera nostálgica y natural.

    Sola.

    Sonreía sola.

    A las aceras, al acebiño de ramas curvadas por el viento, a la luz del sol que nubla sus pensamientos, como cúmulos traídos por el Alisio. Acariciando el nudo de la madeja de su mente, enmarañada por un sortilegio de origen germano que da título al olvido.

    Su mirada, lejos. En aquel momento, cuando niña, el viento le cubría la cara de besos de lluvia. Y de pronto vuelve a vivirlo, y lo encuentra cercano, en el abismo del misterio: una telaraña rota ha quebrado sus sentidos.

    Y sola sonreía al viento.

    Sola.

    Love of Lesbian – Un Día en el Parque

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  • Carta 4: El eco de un perfume olvidado

    Carta 4: El eco de un perfume olvidado

    Querido diario,

    Desperté, pero quería seguir durmiendo. Tenía el sabor rosa de una aventura que se esfumaba de mi mente, su perfume a rosas se disipaba dejándome solo con la sensación de cansancio. No quise dejarlo pasar; quería recuperar la memoria onírica y atrapar una buena historia para mi diario. Sabía que podía retomarlo aunque lo hubiera olvidado.

    Me relajé y me dejé llevar. Me invadió el frescor de una ventana abierta, de brisas de verano de pueblo con olor a azahar, sonaba una verbena lejana, fiesta de pueblo y alegría vieja. Al girarme en la cama en la que todavía estaba, percibí su calor, el roce de su cuerpo, la caricia de su espalda al aproximarse. Ella se giró y posó su azul sonrisa sobre mí y dijo:

    —Te has quedado dormido.

    La pasión de mis labios explotó sobre los suyos, y ella me los permitió rozar un instante, un largo instante que me hizo querer más, pero ella me apartó, suave como la brisa cargada de risas que entraba por la ventana. Se incorporó y me dijo:

    —Te has quedado dormido.

    No quise conformarme y ella cedió a mi caricia; sus ojos se cerraron y su cuerpo se arqueó entre mis manos. Pero hubo algo en ella que no pudo sostener: una sonrisa que se rompió en risa y le hizo mirarme para decirme:

    —Te has quedado dormido.

    —Pero, ¿no me ves? Estoy bien despierto.

    —¡No! Te has quedado dormido.

    Entonces, frente a su cuerpo semidesnudo, me di cuenta del sueño… y desperté. La luz del sol me abrazaba, el sobresalto llegó con una reprimenda del despertador apagado, contándome que llegaba tarde. Pensé si en verdad era buena idea esto de apuntar mis experiencias en el reino de Oniros; no solo llegaba tarde a trabajar, sino que además no iba a recuperar tan buena compañía esta noche.

    Anni B. Sweet – Buen Viaje

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  • Alienígenas

    Alienígenas

    Están aquí, hoy los he descubierto. Como salidos de una asfixiante película de ciencia ficción de los años 80, los he visto actuar. Existen extraterrestres y están entre nosotros. Camuflados en nuestro mundo, sin una misión que pueda discernirse, pasan por ser tu amigo, el profesor de gimnasia, la vecina guapa del quinto C, el ministro de cultura o quizás también tu escritor favorito. Quizás sean más de los que creo y hayan aprendido un método para ocultarse más efectivo.

    Yo creo que son plantas pensantes, y han venido a alimentarse de humanos, o a violarnos a todos sin que a duras penas nos enteremos. Los concibo como lechugas con ramas tiernas y un cogollo espeso, o como coles dignas de un chucrut fermentado en pensamientos raros. Se alimentan, a mi parecer, de fatiga mental, de cambios de humor y de oscuras manchas de miedo que flotan en las ideas. Se reproducen a raíz de la baja autoestima, con el “quiero y no puedo” y el “él ni un minuto tarde, que tu tiempo es mío”.

    Si quieres conocer a estos infiltrados estelares, y así evitar ser depredado sin compasión, debes saber que no se ocultan en las sombras, ni acechan atravesando el prado, pero no los ves cuando vienen y cuando están, huir es complicado. Atacan verbalizando comentarios mordaces, tristes historias de heridas abiertas y magnas parábolas de autoengrandecimiento sistemáticas. Disparando dardos de culpa y hechizos de empequeñecimiento instantáneo, alimentándose de mente y alma y dejándote en el suelo, esperando a que te reanimes para atacar de nuevo.

    No soy científico, ni eminencia en mística astral, tampoco sé de sucesos extraños ni de lo paranormal. Tan solo sospecho este hecho, pues en mi entendimiento no entra pensar que, en vez de tratar de armonizar nuestro existir, tratemos de fagocitar al desconocido por algo ajeno a poder sobrevivir.

    Steve Vai – Tender Surrender

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  • Inventario de deudas olvidadas

    Inventario de deudas olvidadas

     Cielo nocturno estrellado con palabras fugaces, metáfora visual del agradecimiento y la memoria, evocando el paso del tiempo y los sueños olvidados.

    Sin apenas pensarlo, porque de puro despiste a veces ni recuerdo que respiro, y exhalo al viento sin importarme a dónde irá, descubrí que en este camino extraño, lleno de giros de guion y volteretas en la cama, la soledad —caprichosa— se resiste a acompañarme. Y así, le debo quién soy al destino que ha pasado, sin pedir permiso.

    Como apenas tengo nada, solo soy palabras desordenadas, metáforas sin dueño, con sabor a limonada de huerto y brisa marina cargada de relente de luna llena. Canciones olvidadas que, de pronto, una noche de buen vino, vuelven a sonar. Solo tengo días, años girando al sol, recuerdos que me apropié por el roce y las ganas de aventuras en el confín de la realidad, y que no serían nada si no me los hubiera inventado.

    Y como no tengo más, eso entrego: un circunloquio de agasajos merecidos para quienes cruzaron conmigo y dejaron su rastro en mi designio. A los que caminaron a mi lado, a los que sin saberlo surcaron galaxias en una nave de sueños, a quienes esperaron que saliera de mis babias de mirada nublada, y también a los que se marcharon a otros mundos, pero aún me recuerdan. A todos ellos —imaginarios, artificiales, animados o consanguíneos— quiero explicarles que, al transcurrir del misterio del tiempo, al abrazar mis recuerdos, al raspar mis neuronas en busca de méritos, sé que son tan míos como lo son vuestros. Porque toda historia vivida, incluso la que soñamos, nos pertenece a todos los que la compartimos, aunque a veces solo la escuche el silencio.

    Muse – Maps of your head

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  • El guardián del puente

    El guardián del puente

    La mirada del orco parecía apagada, miraba distraído una mariposa azul posarse en una flor roja como sus heridas. Tras él, unos pasos. Al girarse se encontró un paladín de brillante armadura plateada con tabardo de cruz y una bruja con un vestido tan oscuro que parecía desviar la luz. Los ojos del orco se encendieron de fuego y cólera.

    —Nadie pasa el puente sin enfrentarse a mi garrote.

    Los dos exploradores se quedaron sorprendidos al percatarse del enorme orco que les tapaba el camino a su destino. Vestía con cuero viejo de láminas de dragón gris y su arma no era más que parte del tronco de un árbol.

    —Pero… ¿Qué haces aquí? Anda, déjanos pasar —exclamó el paladín.

    —Nadie pasa por este puente —reafirmó el orco con un rugido.

    —Mira, niño, quítate de en medio ya que llevamos prisa —dijo la bruja, haciendo alarde de su falta de paciencia con un conjuro de invocación en ciernes.

    —Tranquila, Velisse, déjame hablar con él —susurró el paladín, intentando calmar los nervios de la elfa bruja. Luego habló en alto para el defensor del puente—. Tú sabes que nosotros tres hemos jurado lealtad a la misma bandera, ¿verdad?

    —Sí.

    —Y eso nos hace estar en el mismo equipo, ¿no?

    —Sí.

    —Y que mis enemigos son tus enemigos, ¿es así?

    —Sí.

    —¿Nos vas a dejar cruzar entonces?

    —¡No!

    —¡Entonces muere!

    El paladín desenvainó sus dos espadas y conjuró a la luz sagrada, emitiendo un destello que bañó su armadura con el resplandor del hechizo. La elfa también se puso en guardia, convocando a las fuerzas demoníacas en forma de diablillo de fuego. El orco los miró con indiferencia y les espetó:

    —Sabéis que no podéis conmigo, ¿verdad?

    Hubo un momento de tensión, de miradas, de silencio incómodo que precedía a la batalla. Las ranas en el río croaban ajenas a la tragedia; el viento quiso dar una nota épica arrastrando la maleza entre ellos. El paladín rompió el silencio con un ruego:

    —¡Joder, Jose Luis! ¡Déjanos jugar!

    —Y os dejo, Javi, pero no podéis cruzar el puente.

    —¿Qué quieres de nosotros? —le dijo la bruja, con su diablillo en el hombro.

    —Que me dejéis jugar con vosotros, Marta —dijo el orco mirando hacia otro lado—. Siempre os vais de aventuras sin mí. Mamá dice que no es justo.

    —Pero es que nos fastidias las misiones, matas a todo lo que hay alrededor, eres muy bruto.

    —Pues claro, soy un orco.

    —Vale, Jose Luis, ven con nosotros. Pero a la primera que no nos hagas caso te echamos del grupo.

    —Vale.

    Elfa, humano y orco pasaron por el puente viejo en paz, pero dispuestos a la batalla.

    Powerwolf – Army of the Night

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