En la oscuridad de su hogar la esperaba, cabizbajo, temeroso. Quizás hoy ya no vendría, o quizá fuera la última noche. Guardaba la poca energía que le quedaba para recibirla. El sopor lo arrullaba en una duermevela que parecía la hibernación de su desdicha.
Ese aura azul tocó a la puerta y lo despertó de inmediato. Ya la sentía cruzando la calle, subiendo las escaleras, dudando frente a la entrada. Cuando abrió, ella se abalanzó a sus brazos, buscando entregarse entera, refugiándose en el sabor de la almohada.
No hubo saludos, flores ni cenas con velas: solo la desesperación de dos cuerpos devorando la espera. Terminaron en silencio. Ella, con el aura gris, cansada; él, sonriendo por dentro, con un destello azul en la mirada.
—Jonas, ¿a dónde va lo nuestro? —No va, Sofía, simplemente fluye. —No sé por qué sigo viniendo. —Porque me deseas más allá de lo lógico. —Pero podríamos evolucionar, ser algo más que una visita de viernes. —Somos distintos. De otro modo no funcionaría. —Algún día encontraré a alguien y esto terminará. —Mientras tanto seguirás viniendo. —Sí, aunque empieza a ser peligroso. —No te lo niego. —Cuando salgo me siento vacía. —Y si nos viéramos todos los días te sentirías así siempre. Lo sabes. —Lo intuyo. —Es mejor esto. —Dime al menos que me quieres. —Te quiero. Te necesito más de lo que imaginas. Pero no te puedo dar más. —Me tengo que ir. —Lo sé. ¿El viernes? —Puede.
Cerró la puerta dejando tras de sí su estela oscura. Hambre de cariño en cada paso, dispuesta a buscarlo afuera para entregárselo luego, cuando su aura vuelva a ser azul y el cielo brille oscuro.
Ese insoportable viento, arena en suspensión que seca los ojos. Aquí lo llamamos calima, y quienes la sufrimos la tememos. Llega en días tristes, con bruma áspera, y se prolonga en noches cálidas de sueño difícil y sudor pegado a la almohada.
De niño no lo soportaba. Recuerdo aquel día en que tu mirada, con lágrimas secas, se escondía bajo el sol oculto. El aire arañaba espaldas con su aliento, y camino del colegio lo padecíamos entre el silbido furioso del nublado caliente. Nos empujaba por el sendero, entre chistes y juegos.
Nos sentíamos cometas: parecíamos volar en su soplo. El viento nos arrancaba el aliento cuesta arriba, y nos lanzaba cuesta abajo. Nos acercábamos al cielo con la caricia de nuestros propios ojos. Tú y yo, de la mano, desafiábamos la maldición del calor sin soltarnos.
Y de pronto recordé que, a pesar del bochorno, a esa edad todo era júbilo cuando llegaba la hora del recreo.
Hay un lugar donde el invierno es eterno. La primavera se esconde, esquiva, y el otoño despliega sus ramas caídas en la rutina de hojas secas.
El camino fue largo, y la humedad calaba en mis huesos cansados. Pero ya alcanzaba el claro: allí donde los sueños se filtraban con la lluvia constante, en medio de la batalla del viento.
Mi agotamiento exigió una tregua. Me senté en un tronco húmedo, roto, cubierto de musgo.
Fue entonces cuando me azotó el recuerdo. Una mustia luz de luna me susurró que era cierto. Yo no quise creerlo. Dejé escapar el aliento helado de lo que se había ido, convertido en polvo… aunque estaba allí, frente a mí, sonriendo.
El amanecer estremeció mis sentidos. Era solo un reflejo. Yo ya me había marchado.
Hoy soy viento, frase cortada al azar, desvarío del mar, en tempo lento. Sin ver espejismos, acariciando estrellas al pasar, cayendo en sal, queriéndome en olvido. Creyendome suspiro, surcando en huellas al pasar, no busco más, solo abismo.
En mi mundo de sueños hay un jardín de puertas. Las hay azules, pequeñas, de madera envejecida a la intemperie o incluso de ascensor. Aparecen según les place. Cuando quieren, se van. Algunas están cerradas con llave, otras se abren solas.
Esta se abrió de repente y derramó oscuridad. Una profunda niebla se apoderó del lugar y dejó entrar a la criatura. Oculta entre la sombra, dejó ver sus luminosos ojos, aterradores, acompañados de un aullido feroz que descorchó un cuento: el de Caperucita Roja y su fiero y astuto depredador.
Saltó sobre mí como una maldición blanca, con su hilera de dientes afilados en fauces abiertas. Me tiró al suelo y puso sus patas de lobo viejo sobre mi pecho. Yo preparé mi defensa, pero él fue más rápido: empezó su ataque de lametones en la cara, llorando como un cachorro y moviendo la cola contento.
—Pero, chico… ¿Quién eres tú que me conoces? ¿Qué haces en mi sueño?
Me agarró de la manga y me llevó adentro, a la puerta que conducía a su terreno de caza. Entonces empecé a ver todo distinto. En su camino, volutas de colores sordos me llevaban a un destino. Sonidos lejanos, paisajes azules y grises con rastros de amarillo. Me llevó a su hogar, que hacía tiempo fuera el mío, y empecé a comprender el misterio que envolvía su designio.
Su pelaje blanco y feroz se fue volviendo gris y su tamaño, más pequeño. Su morro se achicó, feliz de saberse conocido. Se convirtió en quien era; ya me había mostrado quien quiso haber sido. Y en aquel lecho vi a aquel perro viejo que me echaba de menos.
—¿Argos? Me has encontrado, ¿verdad, chico?
Era un intento de mover la cola, un lamento quieto, la ilusión de juegos en parques eternos lo que me dejó frío. Pensé en despertar y volver a casa. Volver a ser niño, querer tenerlo de nuevo corriendo alrededor, pidiendo juego. Me miró con el deseo de un premio y yo le entregué mis sentimientos.
—Buen chico, Argos.
Me despertó el rugido de un teléfono hambriento. Descolgué aunque no quería hacerlo. Ya sabía la noticia, aunque no quisiera saberlo.
Debo ser fuerte, pues tras la derrota siempre hay un gran tropiezo. Ocurrió que quedé con la mente desparramada, yaciendo en el suelo de tanto pensarlo. Con el frío resentimiento de encontrarte lejos y la necesidad de verte, empañó la silueta de tus caderas, y se difuminó en el tiempo.
Una mañana de escarcha y pereza, de manta pegada y párpados negados, apareciste en mi sueño como un fantasma del pasado. Y yo que, con la ventana abierta, mostrando limpia la casa —aroma a café, nevera llena y polvo bajo la alfombra—, quería recibir miradas indiscretas, escapar de caricias cuando tocaba y mostrar sonrisa ancha por si la percha me gustaba.
Pero sentía tu mirada en la nuca, pidiendo la atención que no te negué nunca.
Ahora, que coleccionaba orquídeas en traje de baño, que invitaba a té, a dulces árabes de miel de palma, a cava con azúcar de caña. Que mostraba a cuerpos extraños mis extravagancias, sintiéndome a gusto siendo tan raro y completo al saber lo que les gustaba.
Pero desordenadas tus ideas, que mi mente hizo mías, en un rincón quedaban, fosilizadas.
Quédate. Quédate aquí conmigo, pero no me pidas nada.
Sé mi corriente de mar, quien se pasea por mi almohada.
Quien sube la persiana en la mañana, pero no eclipses la luz de mi luna, pues ella me espera cada noche en la ventana.
Salí de la cama en pijama y con un gorro de dormir, al estilo de los dibujos animados antiguos: un poco ridículo, un tanto inútil. Salí por la ventana sin pensarlo y comencé a subir por peldaños de nubes grises, que crujían truenos al pisar. Por supuesto, ya sabía que estaba soñando.
En mis experimentos en el reino de Oniros había ido creando terreno para refugiarme, por si llueve mucho en sueños húmedos. Construí una isla flotante en un mar de nubes, y levanté una posada por si algún día vienen amigos. Tras ella hay una explanada verde, de hierba cortada y flores silvestres con aroma a lavanda.
Al dirigirme hacia allí, vi aparecer una puerta de madera oscura y remaches dorados. El resplandor me sorprendió al entrar: una fuerte iluminación blanca, paredes acolchadas manchadas de rojo carmín y una puerta metálica con ventanilla enrejada. En la esquina estaba ella, con triste mirada y camisa de fuerza. Me dijo:
—Vete, van a venir a verme. —¿Quién? ¿Quién te va a visitar? —El doctor. Me tienen que dar el alta. Yo… yo estoy bien.
La puerta se abrió de golpe, con un sonido apagado. Entró un señor con bata blanca y un artilugio raro sobre una mesita con ruedas.
—Señorita, tenemos que hacerle pruebas, no ponga resistencia para que no le duela.
El facultativo empuñó el extraño instrumento: estaba hecho de cuchillas de afeitar que giraban a derecha e izquierda, formando una terrorífica batidora. Sonrió complacido ante la expresión de terror de la joven. Se aproximó a ella, riendo bajo. De la mesita con ruedas tomé un bisturí y, sin pensarlo mucho, se lo clavé en la espalda al médico insano.
Sin dejar de lado su hilarante aspecto, giró la cabeza pero no el cuerpo. Me miró a los ojos y me dijo:
—¿Crees que eso puede detenerme, extraño? —No, yo no puedo… pero ella sí.
Rápidamente me dirigí a ella, me agaché para mirarla a los ojos y ayudarla a levantarse, mientras le decía:
—No temas, es solo una pesadilla. Tú tienes poder sobre tus sueños. No dejes que tus miedos te hagan sufrir. —Pero es mi doctor, me dice que estoy loca. —Pero tú no lo crees. —Pero yo no lo creo.
El temible médico empezó a volverse transparente, pero siguió avanzando con su mirada siniestra y su arma cercenadora.
—En ti está el poder, en él no. Quítaselo todo.
Ya estaba encima, pero no era más que una sombra.
—Hazlo desaparecer, no tengas miedo; no hay nada cierto si tú no quieres que lo sea.
El doctor se hizo humo y se disolvió en el ambiente. El arma cortante cayó justo a mis pies: se había transformado en una inofensiva pistola de plástico, de aspecto futurista, como las que usaban los niños en el pasado. Disparé a la pared y abrí una brecha con el rayo que lanzaba.
Por el corte entró arena de playa y aroma a Mediterráneo. La cogí de la mano —ya se había liberado de la camisa de fuerza— y la saqué de la habitación sombría.
Pasamos un buen rato hablando y riendo, sentados en la playa, muy cerca de la orilla. Le conté mis aventuras entre mundos oníricos; ella sonreía complacida, sorprendida de estar en mi mundo. Pero ya era tarde y había que despertar. Así que antes de despedirme, le pedí algo:
—Esto estaba en tu sueño —le enseñé el arma de juguete—, pero creo que me podría ser útil. ¿Me la puedo llevar? —Tómalo como un recuerdo de esta tarde de playa en mi sueño.
Así lo hice y regresé al mío, apresurando mis pasos. Al llegar me di cuenta de que ya no era una pistola de plástico: ahora era una ballesta de madera de tejo, oscurecida por las sombras de las pesadillas. El gatillo y los remaches eran de plata, color de luna llena reflejada en el lago. Y tenía una sola flecha, eterna, que me defendería en mis peripecias.
Era muy joven cuando ocurrió. Por mera casualidad cayó en mis manos un libro. Era de bolsillo, de tapa blanda, y una horrible portada que no hacía justicia a su contenido. Aun así, decidí leerlo.
3 de mayo. Salí de Múnich a las 8:35 de la noche, llegando a Viena a la mañana siguiente a las 6:46. Debía tomar el tren de las 8:00 para Klausenburg.
Así empezó. Y así comenzó mi pubertad: de la mano de Mina y de la maldición de su amante. Recreando pasiones, oscuros misterios, despertando en mí sensaciones que me costaban describir.
Fue el primer vampiro. El primer pecado siniestro que, sediento de sangre, me acompañaba en sueños. En pesadillas. Pero no fue el único.
Fui al infierno que se desató en Salem’s Lot, prohibiéndome dormir días después. Conocí una nueva generación de vampiros ancestrales en una peculiar entrevista, donde la carne mandaba a la sangre, y la sabiduría centenaria se disolvía en despertares eléctricos.
Pasé noches de insomnio en la carretera, en un romance imposible donde un campesino se enamora de su inmortal. Donde el mal es solo supervivencia. Donde no existe más que el hambre, y la vida ya no es vida.
Hoy pulsé el botón del play, ojeé nuevas entelequias escritas en el declive de la luna. Para jóvenes de hoy, con el dedo firme en la pantalla. Domaron la rabia, encadenaron a la bestia, la vistieron de Prada y la pusieron a la venta. Un triste cuerpo muerto en un escaparate rojo, de frenesí de plástico y sangre vegana.
Pero seguirá existiendo el misterio en la penumbra. La necesidad morbosa de besar a quien acecha. Historias que volverán a la hoguera de una noche de acampada. Porque aunque queramos proteger a la presa, ella quiere ser cazada.
Porque en la naturaleza, el bien y el mal no significan nada. Ya volverá a salir el lobo. Y morderá de nuevo, aunque a algunos les duela.