Etiqueta: relatos poéticos

  • Guardando un secreto

    Guardando un secreto

    No creía que fuera posible. Tanto andar por la calle fingiendo… para mí no era cierto. Al tercer desengaño, cambié mi mundo. Ya no habrá playas de manos al rumor de las olas, miradas fugaces, aleteos de mariposas. No serán importantes; siempre pincha la rosa. ¿Y la soledad? Tampoco está mal ser sueño que olvidas.

    Repetir mi mantra, agrietando latidos, humedad, huellas de mar cubiertas de frío. Con esa luna tan sola que exhala misterio. Y yo, mirando al vacío, encontré tus ojos. Te vi tan sucia y sedienta que mi reflejo clamó perdón por irse lejos.

    Pequeña, asustada, guardando un secreto: el de la llave de mi hogar, que te abrí sin quererlo; el de la mirada sin lágrimas, silencio sin engaños, rompiendo mi tiempo, mi melodía maldita, la libre manía de salir sin decirlo, que solo se vio preso cuando no era a tu lado.

    Ahora que son años, que tus pasos se agotan y los míos van cansados, pienso lo fácil que fue romper el hechizo. Pues, tras el nunca jamás de mis palabras, nunca imaginé que escucharía un ladrido.

    Florence & The Machine – Dog Days Are Over

    ¿Alguna vez alguien —o algo— apareció en tu vida y cambió tu manera de sentir sin que lo vieras venir?

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  • El príncipe de la eskupitola

    El príncipe de la eskupitola

    Digital gothic illustration of an exorcism scene: a young priest in a black cassock holding a crucifix, in a gloomy room where a girl is tied to a bed and levitating under a flickering light bulb. Cinematic horror atmosphere.

    El tintineo de la vieja bombilla de las escaleras hacía que la sombra del sacerdote pareciera extraña, macabra, perversa. La melodía del timbre anunciando su llegada la estremeció. La mujer no sabía exactamente qué iba a hacer aquel cura joven. Demasiado joven para su gusto, sospechaba que su visita iba a ser una terrible fuente de sufrimiento.

    Le ofreció café, con la cortesía nerviosa de quien se aferra a un gesto mínimo para espantar la angustia. Pero él, dándole urgencia al asunto que lo había traído, pidió pasar directamente a verla.

    La niña estaba tendida boca arriba en la cama, atada de pies y manos con correas. Su respiración era espesa, sus movimientos bruscos. Hablaba en sueños, enfadada, como si discutiera con alguien invisible.

    —Zerrrrarizzzait ggggerrrrtatzen, bada?! Zerrrrarizzzait ggggerrrrtatzen, bada?!

    La madre le retiró la pesada manta. El cuerpo arqueado de la muchacha parecía atraído por la gravedad del techo.

    —No para de moverse. No para de repetir ese extraño mantra —dijo ella, con la preocupación tatuada en cada línea de su rostro—. ¿Cree usted que es arameo?

    —Arameo no es —respondió el sacerdote—. Tampoco sánscrito ni ninguna lengua latina que yo reconozca. ¿Podemos despertarla?

    La madre asintió. El cura le palmeó suavemente la cara. Los ojos de la niña se abrieron de golpe, y un miedo inexplicable cubrió su expresión. Entonces comenzó a hablar:

    —Baina zer gertatzen da? Baina zer gertatzen da? Non nago? Zer ari da gertatzen?

    —No entiendo tu idioma —dijo el sacerdote—. ¿Entiendes el mío?

    —Sí —respondió ella, respirando con fuerza.

    —¿Qué es lo que quieres?

    —Quiero que me suelten. ¿Por qué estoy atado?

    La voz sonaba gruesa, pastosa. El cura frunció el ceño.

    —No queremos que le hagas daño a la niña.

    —¿Pero qué niña? ¡Ostias! ¿Qué coño pasa?

    El sacerdote apretó la cruz en alto.

    —¿Qué tipo de demonio eres?

    —Oiga, que yo a usted no le he faltado, ¿eh? ¿Me van a soltar ya, hostias?

    —Te lo repito: dime tu nombre.

    —¡Aiba la hostia! Que yo no sé nada de demonios ni de niñas ni de nada. ¿Me van a dejar marchar?

    —¿Eres Satanás, príncipe de las mentiras? ¿Balban, príncipe del engaño?

    —¡Que no! Soy Koldo, príncipe de la eskupilota, no más.

    El sacerdote parpadeó.

    —¿No eres Satanás?

    —¡No! Soy Koldo. Koldo Iruretagoyena. De Hondarribia.

    Un silencio incómodo se instaló en la habitación. La madre miraba al cura con desconcierto, como si la solemnidad del ritual se hubiera convertido en una farsa grotesca.

    —¿Y para qué quieres poseer el cuerpo de esta chica?

    —¿Poseer? ¡Pero qué hablan de poseer cuerpos! Yo no entiendo nada —contestó el supuesto intruso, mirando con ojos desorbitados el espejo de tocador que el cura le puso delante.

    —¡Hostias!

    —¿No lo sabías? —preguntó el sacerdote.

    —Mire, lo último que recuerdo es que estornudé tan fuerte, pero tan fuerte, que me quedé inconsciente. Y ahora, de repente, estoy aquí, atado, con usted gritándome. ¡Esto parece una broma pesada!

    Goblin – Suspiria

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  • Carta 16: El hilo verde que borda la brecha oscura

    Carta 16: El hilo verde que borda la brecha oscura

    Sueños y batallas contra las sombras

    Querido diario.


    Armado con el recuerdo del mejor bizcocho que hubiera hecho mi abuela, me dispuse a hacer una visita. Su puerta estaba marcada de verde, resplandor de su mirada. Quise asegurarme de estar presentable, así que, antes de entrar, conjuré de mi vida aquel traje de marca que usé en una boda.

    Traspasé la puerta y caí en una selva salvaje, digna réplica del Amazonas. El rumor del río y el aullar del saraguato componían la samba de la naturaleza. Una grieta oscura amenazaba con partir el radiante paisaje en dos.

    Sospechaba lo que ocurría, me lancé a adentrarme en ella. Llegué hasta la zona rota, donde las plantas enfermaban con la presencia de un resplandor oscuro. Quise abastecerme con la energía del terreno, fabricar algún arma de luz con la esencia de este sueño. Pero no estaba su dueño para permitírmelo; solo logré un pequeño tirachinas de cuero que disparaba destellos.

    Aun así, me adentré en el territorio oscuro. Manchándome los zapatos de humo y de alquitrán, llegué a una fisura humeante de donde salían espectros negros. Disparé a dos de ellos, haciéndolos convertirse en polvo que manchaba el terreno. Los demás advirtieron mis disparos y avanzaron rápido hacia mí.

    Me rodeaban ya una docena de engendros oscuros cuando la luz, en forma de diosa con vestido verde, saltó a mi rescate. Llevaba en la mano una especie de espada luminosa, al más puro estilo Jedi. Con ella desintegraba a las horribles criaturas. En poco tiempo había despachado a todas y empezaba a cerrar la brecha oscura también a espadazos, como si bordara el cielo con una centella.

    —Quise rescatar tu mundo y al final mi heroína fuiste tú.
    —Todavía te quedan trucos que aprender. ¿Viniste a devolverme el pastel?
    —Sí, algo así.
    —Y totalmente desarmado.
    —Bueno, pero me cargué a dos con…
    —Tienes que crearte un equipo con la materia de tus sueños.
    —Eso hice, me vestí para ir a verte.
    —Estarías muy guapo, pero ahora estás todo manchado. ¿A que cada vez que me ves tengo un traje parecido?
    —Sí, siempre vas de verde.
    —En verdad no.

    Dijo ella pasándose la mano por el lateral del vestido. Tras su gesto, la prenda cambió de color: morado, rojo, amarillo, hasta volverse negro mate como las criaturas que combatimos.

    —¿Y dónde puedo comprar algo así?
    —Aprenderás a hacerlos.

    Coil – Ostia

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  • Hasta 500

    Hasta 500

    La oscuridad acechaba en el bosque. La luna llena iluminaba el sendero. El niño corría sin parar, sus huellas lo delataban sin remedio.

    Tras un árbol salió de las sombras, saludó con la mirada al reflejo de Selene y se acercó al río a beber. Su olfato le advirtió que no estaba solo.

    Cansado, buscó escondrijo. Encontró árboles huecos, pero no se sintió seguro. Trepó por caminos escarpados en busca de altura que lo mantuviese a salvo. Un feroz aullido le advirtió del peligro.

    Su instinto conocía los secretos de aquellos que huyen; aun así lo hizo lento, deslizándose bajo la penumbra de los robles más viejos, intentando ser silencio en los recovecos.

    En lo alto, encontró un escondite perfecto: una enorme piedra frente al acantilado.

    Su oído le dio una respuesta.
    Se tapó con la maleza como pudo.
    Saltó sobre los pasos encontrados.
    Se encogió en silencio.
    Sintió el calor de su cuerpo.
    Cerró los ojos.

    Arrancó la tapa de su escondrijo y…

    …allí estaba, con los colmillos afilados y las garras amenazantes. El niño lo miró un instante y le gritó:

    —¡José Miguel, eres un tramposo de mierda!
    —¡Coño, he contado hasta quinientos! ¡Nadie cuenta hasta quinientos! Te has escondido fatal, te toca a ti contar.
    —No se puede jugar contigo, ganas siempre, lo tienes todo.

    El silencio se hizo entre los dos.—¿Jugamos a otra cosa?
    —No. ¿Quieres un chicle?
    —¡Uy! Vale.
    —¿Vamos a asustar a las viejas?
    —Siiiiiii.

    The 69 Eyes – Gothic Girl

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  • Tu caricia y el olvido

    Tu caricia y el olvido

    Aquel momento, en el que rozaste mi mano sin querer, ocurrió.

    En aquel tiempo, tras rescatar mi corazón roto de sirenas encantadoras con zarpas de felino, salía poco de casa. La buena voluntad de mis amigos aquel día, tras pautarme un jarabe de espíritu, un empujón y un “¡venga, a la calle!”, me convenció de salir con ellos a tomarnos algo.

    Con ganas de volver aterrado, llorando y ofreciendo versos de terribles secuestros, llegamos sin querer al delirio del templo. Un deseo por cada golpe de cristal y la obligación de rezar gritando me arrastraron a la danza, todos juntos, sudando. Y yo, ya harto de rodar por el suelo cabizbajo, de ver fantasmas en las esquinas y de rellenar de luces de color mi cansado cuerpo.

    Supliqué a tiempo una retirada, y mis carceleros me concedieron una tregua: salir al fresco y recuperar aliento. Me vi en una madrugada de domingo muerto, viendo las chicas pasar, como en la canción de Los años ochenta, que no quise cantar por miedo a que la alegría de mi cara rompiera mis cadenas.

    —¡Yo me vuelvo a casa!

    Lo dije enajenado, me giré rápido, asustado. Tropecé contigo. Fue sin quererlo, pero en ese instante me quedé despierto, aferrándome al momento creado.

    —Ten cuidado, niñato.

    Me dijiste con tu mano en mi pecho. Yo no supe reaccionar y te dejé marchar sin poder evitarlo, quedándome plantado, sin poder mirar a otro lado.

    Los Piratas – Años 80

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  • El corazón del abismo

    El corazón del abismo

    Seré breve,
    simple seré,
      yaciendo,
        flotando,
          en espiráculo,

    rodeándote,
      acariciándote,
        desgastándome,
          en círculo,

      en el abismo,
        detenido,
          abalanzándome

    al olvido,
      descendiendo,

    y en el suspiro
        gravitatorio,

          desintegrándome.

    Muse – Supermasive Black Hole

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  • Carta 14: Recuerdos del pastel de sueños.

    Carta 14: Recuerdos del pastel de sueños.

    Querido diario:

    Entré con miedo, pero no había rastro de pesadillas. Esta noche sería para descansar, sin sombras oscuras que me atormentaran. Solo un acostumbrado paisaje de otoño en mi bosque de puertas, en la isla flotante. Lo previsto, nada más.

    Así que di media vuelta, simulé un bostezo y me dispuse a intentar una siesta dentro de mi propio sueño.

    Escuché un sonido y temí lo peor: una puerta abriéndose. Era verde, como su mirada; extraña, como la solidez del líquido evaporado. De esa forma se movían sus caderas: como si fueran lluvia y viento. Vino hacia mí con una sonrisa, como si mi cara de sorpresa fuese un poema romántico, de esos que escribía un tal Bécquer hace ya tiempo.

    —Hola. Quise llamar primero, pero veo que no cierras las puertas. Te gustan las sorpresas, pienso.
    —Hola, bienvenida a mi morada. Si son como tú, no necesitan aviso.
    —¿Has probado alguna vez pastel de sueños de otro? —preguntó, mientras me mostraba el paquete que llevaba en las manos.
    —No he tenido el placer. Me encantará probarlo —admití, mientras invocaba una mesita, dos sillas y hasta un juego de té con su tetera humeante.
    —Veo que ya has aprendido algunos trucos. Ahora prueba esto.

    La misteriosa mujer rasgó el paquete que traía. De su interior salió una impresionante tarta. Parecía de chocolate, y su tamaño triplicaba al de su envase. Ella sacó una daga de su vestido verde y cortó dos porciones.

    Era imposible describir el sabor. Me recordaba a los días de lluvia en casa de mi abuela. Al horno de la cocina de leña. A la sonrisa de mi prima, con la cara manchada, pidiendo más en la merienda. Sabía a casa y, a la vez, a palacio real.

    —No tengo palabras.
    —Pero sí tienes recuerdos. Es a lo que sabe la comida en estos sitios. Lo que pasa es que el recuerdo de este pastel es mío. Aquí compartimos recuerdos… y la habilidad de imaginar.
    —¿Conoces a más gente como nosotros?
    —Claro que sí. Somos pocos los que logramos cruzar la frontera, pero quizás más de los que crees.
    —¿Y qué pasa con ellos?
    —Lo normal. Con algunos te llevarás bien, con otros no. A los últimos seguramente los evitarás, y listo. Con los que comulgues intentarás coincidir. Llegarás a llevarte muy bien con unos pocos, y esos se convertirán en parte de tu familia.
    —Como en la vida normal.
    —Sí, como estando despierto. Con algunas diferencias. Aquí hay otras reglas.
    —¿Cómo cuáles?
    —Ya las irás viendo. Ahora me tengo que ir. Hoy madrugo.
    —No te conozco, pero no me importaría coincidir otro día contigo.
    —¿De verdad no me conoces?
    —¿Nos conocemos en el mundo real?
    —No. Solo en el sueño. Nos vemos otra noche. Aunque si me necesitas, solo tienes que cruzar mi puerta. Quedará abierta para ti.

    Cocteau Twins – Lorelei

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  • Milagro y pico

    Milagro y pico

    Mario tenía la expresión triste de quien habla solo.
    Su desgastada ropa, fruto de batallas interminables, contaba historias de un camino con un final impreciso en la cúspide del destino. Sentado un martes por la mañana en un parque que, por no saber qué hacer, se le hacía grande, miró hacia el horizonte y suspiró.

    —¡Cuack!

    En el asiento de al lado subió un pato. Blanco, con plumas desordenadas, un pato más de los que nadan en el pequeño lago del parque, ajenos a quienes los miran curiosos desde la barrera. Este en especial parecía embravecerse con sus congéneres, a juzgar por las cicatrices de su pico. Se acercó a Mario con cuidado. Llevaba una bolsa coloreada en el pico que depositó justo al lado de su pierna.

    Sorprendido, el ocioso caballero miró a su alrededor. Los pajaritos cantaban, las lagartijas hacían carreras con los ratones, ni un alma humana cerca. Abrió curioso la bolsa y sonrió levemente.

    En el interior había un bocadillo cuidadosamente envuelto y una lata de gaseosa con sabor a limón. Miró al pato, y este lo miró con su rostro de ánade. Hambriento como estaba, Mario exclamó al cielo:

    —Gracias.

    —De nada —dijo el pato.

    —Gracias, Dios, por escuchar mis plegarias.

    —Dios escuchará sus plegarias, pero el bocadillo es cosa de nosotros, los patos del lago.

    —¿…De los patos? —dijo Mario, confuso.

    —Sí, los que vivimos en este parque.

    —¿Os ha enviado Dios?

    —No, no tiene que ver. Verás: desde pequeño nos alimentas. No hubo una sola tarde que, viniendo al parque, no compartieras tu bocadillo con nosotros. De adolescente nos invitabas a papas fritas, de esas de bolsa; las que saben a queso eran mis favoritas. Luego venías con tu novia y nos traías pan. Por último, le enseñaste a tu hijo a compartir el bocadillo, como lo hacías tú. Hoy te vimos especialmente hambriento, así que nos permitimos este detalle.

    —¿Cómo…?

    —La gente se empeña en creer que da suerte tirar monedas al agua. Nosotros no las necesitamos, así que usamos unas cuantas de esas monedas. Pedimos uno de jamón serrano, como los que te veíamos comer.

    —Pero… los patos no hablan…

    —Conocemos vuestro lenguaje, pero normalmente no tenemos nada que deciros.

    —Entiendo. Tengo alucinaciones, ¿no?

    —Probablemente, pero… ¿está bueno el bocadillo?

    —Divino.

    The Soft Boys – I Wanna Destroy You

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  • Haiku enlatado para el fin de los tiempos.

    Haiku enlatado para el fin de los tiempos.

    Ichiko Aoba – Lullaby

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  • Recital de poesía para la cola del paro

    Recital de poesía para la cola del paro

    La cola era inmensa, una serpiente hambrienta, inquieta, intentando cazar su presa. Tanto trámite moderno por internet, y aún así, aquí estábamos: esperando. El cielo reflejado en gris me devolvía al mismo lugar de siempre, la cola del paro.

    —Perdona, ¿eres la última?
    —Pues sí. Ya lo ves. Ahora eres tú el que va detrás.
    —Eso parece.

    Venía bien distraerse con esos pantalones cortos y esa cara de descaro. Eran días malos y cualquier distracción servía. Tanto luchar por mantener un trabajo digno y, después de diez años, echarme por no cumplir no sé qué requisitos. En fin, mejor pensar en el futuro, aunque la crisis en ciernes y la falta de estudios no presagiaban suerte, sino malos augurios.

    —¿Ha cambiado mucho la cosa? Hace unos diez años que no venía por aquí.
    —No lo sé, mi caso es parecido.
    —Pues andamos apañados.
    —¿Diez años en la misma empresa?
    —Sí. Me echaron por no tener determinados estudios.
    —¿Qué hacías?
    —Trabajo de oficina: revisaba contratos, llamaba a clientes… algo así como secretario de un gestor. ¿Y tú?
    —Camarera, en un bar de copas. Me pillaron sisando el bote. Pero en realidad descubrí quién lo hacía: nuestro propio jefe.
    —Qué cabrón.
    —Y aún así, un cabrón intocable.
    —Me imagino. ¿Y cuánto tiempo llevabas?
    —Cinco o seis años. Aunque ya estaba buscando otro curro. Un restaurante te deja sin vida.
    —Ya, trabajo de actores y estudiantes.
    —¿Cómo?
    —Que se gana dinero, pero para toda la vida no sirve.
    —Nada, te ha salido una rima.
    —¿De verdad? Es que llevo un poeta dentro.
    —¿Ese es tu método para ligar?
    —¿Qué? No. En serio, me gusta la poesía. Pero no lo voy pregonando.
    —Pues ya que tenemos tiempo, recítame algo.
    —Pero soy muy malo recitando… además no me sé ninguno de memoria.
    —Venga ya, seguro que un poeta tiene recursos.
    —No, de verdad. Qué vergüenza.
    —Si me gusta, te invito a una cerveza.
    —Vale… intentaré improvisar algo.
    —Pero me tiene que gustar, ¿eh?
    —Ejem, a ver…

    “La cola era inmensa, una serpiente hambrienta, inquieta, intentando cazar su presa. Tanto trámite moderno por internet, y aún así, aquí estaba de nuevo, en la cola del paro. El cielo reflejado en gris me lo recordaba.”

    —Me gusta. Pero eso no es poesía.
    —Es prosa poética.
    —Sí, lo que tú digas. Pero te lo estás inventando.
    —De eso se trata: inventarme algo.
    —¿Para ganar una cerveza?
    —Para beber de tu risa.
    —De mi risa y de mi tiempo.
    —Ya que nos sobra… vivámoslo en el momento.
    —Pues nos queda una eternidad.
    —Vivirla contigo no suena mal.
    —Más que poeta pareces rapero.
    —Trabajo pendiente… si volvemos a vernos.

    —Vale, la cerveza te la has ganado. Aunque no sé si con tus rimas fáciles conseguirás trabajo.

    Carolina Durante – Perdona

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