
Hace algún tiempo que aparecen y no sé por qué.
Vienen calculando la pose, con apariencia cuidada y mirada íntima.
No sé qué hechizo algorítmico habrá estallado a mi alrededor para provocar semejante desfile.
Es un sin cesar: llegan para ser contempladas, dejan su estela y desaparecen.
Las hay para elegir: por el brillo de la mirada, por el gesto, por la temperatura del cuerpo que sugieren.
De porte elegante, enfundadas en fantasía, casi por desnudar.
Apuntando hacia la luz con destellos azules, y siempre un guiño pintado, por si ven que me pierdo.
Este suceso me recuerda otros tiempos.
El amor también era efímero, nubes densas escapando del invierno casero.
El sabor era casual y el roce discreto.
Y el misterio, lejos de ocultarse, ardía en las miradas para quien sabía leerlas.
Ardía en llamas para que el viento se llevara las cenizas.
Como hoy —si no más— había quien se negaba a rendirse del todo.
Ocultaban la ferocidad bajo vestidos largos de cadenas errantes.
Disfrazaban las ganas de sangrar barriendo bajo las alfombras,
llevando velo blanco, creyéndose novia,
creyendo en el hechizo del cuento
y en el ladrón que venía a su secuestro.
Pero hoy hemos cambiado.
No son los mismos secretos.
Ni son los mismos dueños.
O eso creo.
Vivimos en la ilusión de mostrarnos libres, bailando descalzos y solos,
sonriendo telones abiertos mientras tendemos el presupuesto del tanto por ciento.
Creemos que el camino es nuestro,
pero en la etiqueta está su precio
y la caducidad oculta en una hilera de ceros.
Al no parecer interesado, las damas se van…
convertidas en otros.
Acompaña esta lectura con ‘Mi Orden’, de Bala — un golpe seco de oscuridad luminosa para cerrar el círculo.


