Llegué a casa triste. Sin tener claro lo que había ocurrido. Todavía sentía dolor, pero los médicos, asombrados por mi rápida recuperación, insistieron en que en casa sanaría mejor. Tendría a mis padres y a mi hermana instalados por unos días, así que me preparé para un ambiente de lo más familiar: reproches por aquí, desconfianza por allá, todo ello regado con ese irónico miedo que tanto une.
Desde la planta baja escuché llorar a mi madre. Mi padre, tan bruto como siempre, decía entre dientes: “…un día se nos mata…” Pensé que mi imaginación me jugaba una mala pasada, porque vivo en un octavo piso. Al entrar, me los encontré con lágrimas en los ojos, intentando guardar la compostura.
—¿Qué te ha pasado, hijo mío? —Nada, mamá… que me he peleado con un oso. —Pero adentrarte en el bosque solo… —dijo mi padre con cierto aire de enfado—. Para haberte matado el animal aquel. —Pues no sabes tú cómo lo dejé —respondí, quitándole hierro—. Ahora me ve y echa a correr. —Anda, niño, vente a comer, que estás muy flaco. Te traemos chorizo del pueblo.
Un rugido profundo me recordó que tenía hambre. Una vez sentado en la mesa, devoré un plato del potaje de mi madre en segundos. Luego, unas chuletas de cordero con su guarnición de verduras. Casi no dejé ni los huesos.
—Pues sí que tenías hambre… —dijo mi madre, extrañada—. ¿Quieres más?
Le quité de las manos un trozo de chorizo que traía y lo devoré a mordiscos, sin apartar la mirada de ella.
—Niño… no me mires así, me estás asustando.
Aún con hambre, me detuve. Había algo raro.
Con la excusa de una ducha me encerré en el baño. Al desnudarme y quitarme las vendas, me quedé sin aliento: no había ni una sola cicatriz. Ni rastro del ataque.
Esperaba verme más flaco, más débil. Pero, pese al dolor residual, mi cuerpo estaba distinto: más firme, más fuerte. Y ese aspecto feroz que empezaba a gustarme… estaba ahí, respirando conmigo frente al espejo.
Austra – Home
El espejo no mentía. La herida había desaparecido, pero no el recuerdo de la fiebre, ni la sombra del bosque. Algo había despertado en mí que no podía volver a dormir. La fuerza que brotaba de mi cuerpo parecía un río subterráneo, oscuro y constante, recordándome que las cicatrices no siempre se ven… pero siempre marcan.
—¿Cómo ocurrió? —Pero usted ya lo sabe. —Sí, quiero escucharlo. A veces las palabras son otro tipo de verdad. —Bien, se lo explicaré.
Llevábamos tiempo siguiéndolo. Salía de la joyería y siempre acababa tomando un atajo por el callejón. Allí lo esperábamos esa noche.
Yo llevaba la navaja. Los otros, armas falsas: una pistola de juguete y un cuchillo de cocina. Él se percató de nuestra presencia y aceleró el paso. Yo lo llamé: —Eh, colega.
No respondió. Caminaba cada vez más rápido. Por un momento pensé en abandonar, pero recordé mis deudas. Apreté el paso, lo alcancé y lo empujé. Me miró de frente:
—No sé lo que pretendes. Soy un trabajador. No gano mucho y no voy a ceder ante matones.
Trabajador, decía. El dueño de la joyería, explotador de los suyos, traficante de piezas robadas. Aquel miserable nos lo debía.
Intenté arrebatarle la bolsa. Retrocedió y dijo: —Chaval, te estás equivocando.
Los otros lo rodearon. Yo saqué la navaja. Entonces él abrió la chaqueta y vi el revólver. Mis compañeros huyeron al instante. Yo me quedé paralizado. Hice un movimiento torpe. Un gesto extraño bajo su americana negra. El disparo tronó.
—Por eso estás aquí, ¿verdad? —Sí. —¿Tenías deudas? —Sí. —¿Y por eso atracaste a ese hombre? —Sí.
—¿Qué deudas eran? —Debía dinero a quienes me trajeron del otro lado. Los que me hicieron cruzar el estrecho.
—¿Cómo esperaban que las pagaras? —Al principio vendiendo baratijas y algo mas… a turistas. Después, me pusieron en la puerta de un colegio. No quise hacerlo.
—¿Te obligaron? —No. Pero me dieron un plazo. Mi familia como aval. No quiero ni pensar qué les habrán hecho.
—Has tenido una vida dura, pero tus actos te condenan. No irás al paraíso. Te propongo un pacto. Un pequeño castigo. —¿Cuál será? —Nacer de nuevo.
La oscuridad acechaba en el bosque. La luna llena iluminaba el sendero. El niño corría sin parar, sus huellas lo delataban sin remedio.
Tras un árbol salió de las sombras, saludó con la mirada al reflejo de Selene y se acercó al río a beber. Su olfato le advirtió que no estaba solo.
Cansado, buscó escondrijo. Encontró árboles huecos, pero no se sintió seguro. Trepó por caminos escarpados en busca de altura que lo mantuviese a salvo. Un feroz aullido le advirtió del peligro.
Su instinto conocía los secretos de aquellos que huyen; aun así lo hizo lento, deslizándose bajo la penumbra de los robles más viejos, intentando ser silencio en los recovecos.
En lo alto, encontró un escondite perfecto: una enorme piedra frente al acantilado.
Su oído le dio una respuesta. Se tapó con la maleza como pudo. Saltó sobre los pasos encontrados. Se encogió en silencio. Sintió el calor de su cuerpo. Cerró los ojos.
Arrancó la tapa de su escondrijo y…
…allí estaba, con los colmillos afilados y las garras amenazantes. El niño lo miró un instante y le gritó:
—¡José Miguel, eres un tramposo de mierda! —¡Coño, he contado hasta quinientos! ¡Nadie cuenta hasta quinientos! Te has escondido fatal, te toca a ti contar. —No se puede jugar contigo, ganas siempre, lo tienes todo.
El silencio se hizo entre los dos.—¿Jugamos a otra cosa? —No. ¿Quieres un chicle? —¡Uy! Vale. —¿Vamos a asustar a las viejas? —Siiiiiii.
La luna todavía brillaba cuando salió de casa. Vestido largo, pelo al viento, caminaba deprisa hacia la salida del bosque. Con el sol, el sendero sería más pesado. A su lado trotaba su pequeño amigo, con espinas en el lomo y hocico alargado. Debía ocultarlo, pero a esas horas nadie podía verlo.
—Tenemos que ir a la ciudad. Nadie debe saber quiénes somos, o habrá polémica. —¿Por qué tanto secreto, Kendra? —preguntó el erizo—. ¿No puede ser como otros clientes? Que recoja el remedio aquí o se lleve su conjuro puesto. —No, bichito. Es una dama con título y reputación. Debemos pasar por gente del servicio y escondernos si es preciso. —¿La duquesa de Antaire? —Esa vieja arrogante, sí. —Con lo mal que te cae… ¿no puedes negarte? —Podría, pero paga bien, y necesitamos dinero para los huérfanos de la escuela. —Entonces aguantaremos.
Llegaron cuando aún despuntaban las estrellas, buen presagio en un día de otoño. Kendra escupió en la entrada de servicio de la casona, un gesto de protección, y entonó en voz baja un conjuro sobre el empedrado que llevaba a la cocina. La condujeron hasta un salón oculto.
El repicar de un bastón anunció la llegada de la duquesa. Kendra escondió a su amigo en el bolso y se preparó.
—Antes de nada, niña, quiero que sepas que no me caen bien las brujas —dijo la dama, con voz seca—. Pero respeto vuestro trabajo. Mañana mismo te quiero vestida de sirvienta. No quiero que nadie huela tu aliento de hechicera. —Entendido, mi señora. ¿Qué encantamiento desea? —Mi hija anda encaprichada con el hijo del prestamista. Yo le digo que no le conviene, pero me hierve la sangre ver que ese mocoso prefiere a las zagalas del pueblo. —Entonces, ¿qué será? ¿Que el muchacho repela a todas, o que su hija lo olvide? —Nada de eso. Quiero que se enamore perdidamente de mi hija. Ella ya se aburrirá de él y ahí hallará su castigo. —Necesitaré objetos. Algo que él haya usado y un mechón de su cabello. —Mañana lo tendrás todo. —Entonces mañana mismo estará hecho. —No, insolente. No te marcharás hasta ver los resultados. Servirás en esta casa hasta entonces.
Kendra apretó los dientes, inclinó la cabeza y aceptó. Esa noche, en una estrecha habitación, dio gracias a la Diosa por no haber estallado allí mismo.
El gallo anunció el día y Kendra, vestida con ridículo uniforme de doncella, se arrodilló ante su improvisado altar de velas y tizas. Pidió a la Diosa fuerza para acabar pronto.
El servicio de la casa no hizo preguntas; le asignaron la cocina, buen lugar para pasar desapercibida. Desde la ventana vio a la hija de la duquesa pasear por el jardín, luciendo un nuevo tocado. Una mujer entrada en la treintena que aún se negaba a aceptar un matrimonio pactado. Ridícula y altiva, sí, pero también un poco triste.
A mediodía la llamaron al salón oculto. La duquesa esperaba, crispada.
—Aquí tienes lo que pediste —dijo, mostrándole un mechón de pelo y un plumín de plata—. No quieras saber lo que me ha costado. Haz tu magia, niña.
Kendra se inclinó. —Lo haré esta misma tarde.
En un almacén abandonado del terreno comenzó el ritual.
—Agua, fuego, tierra y aire…
Trazó con carbón los símbolos, y su cántico hizo vibrar las paredes. Desparramó sal formando un círculo que pronto brilló débilmente.
Alzó un muñeco de mimbre, dentro el plumín del joven. Lo ató con el rizo de cabello de la muchacha.
—Ligado quedas, como hilos de luna en noche sin luna.
En un cuenco mezcló vino y miel robados de la cocina. El líquido burbujeó: los espíritus estaban complacidos. Añadió una flor de passiflora.
—Lo entrego, lo cierro, lo agradezco. Que así sea.
Saltó fuera del círculo, rompiéndolo, y dio el ritual por terminado.
Al día siguiente, Kendra lo vio desde la ventana: un joven con un enorme ramo de rosas, suplicando la presencia de su amada. La magia había prendido.
Tras el almuerzo, la duquesa la convocó.
—Veo que tu brujería da frutos. No lo esperaba tan pronto. —Entonces mi trabajo ha concluido. Me marcharé. Kendra le entregó el muñeco. —Su hija debe guardarlo. Si lo rompe o lo pierde, el amor se tornará en odio. —Eso no me lo advertiste. —Así funciona la naturaleza de estos asuntos. —Mejor lo guardaré yo.
Kendra abandonó la casona y regresó al bosque. Liberó a su pequeño familiar y respiró, al fin, la calma de los árboles.
Pasaron semanas. Una mañana, La Maestra de las Lunas la convocó bajo el gran árbol del consejo.
—Kendra, no sé qué has hecho con la tarea que te encomendamos, pero la duquesa vuelve a reclamar nuestros servicios. —¿Ya se hartó la señoritinga del pretendiente hechizado? —No. Ahora quiere algo más oscuro: que nos encarguemos del fruto de su amor. Quiere deshacerse de su embarazo.
Kendra bajó la mirada. Aún guardaba en su bolso la passiflora seca. Y supo, con un escalofrío, que en la ciudad la magia nunca la pagaban los culpables, sino los inocentes.