
Al ver el cristal del coche empañado, Pedro sintió una oleada de recuerdos.
El mismo lugar, la misma sensación de no volverá a pasar.
Ella se fue y no volvió.
Hasta ahora.
Quién sabe, quizá esta vez no quiera irse.
El móvil rompió el ensueño con un sonido chivato lleno de remordimientos.
Marta: ¿Te queda mucho? No quiero acostarme muy tarde.
Pedro: No tardaré, pero métete en la cama.
Marta: Despiértame si me duermo.
Pedro: Tranquila, estaré de vuelta antes.
Qué sorpresa se llevó al verla en su casa. Pedro había vuelto hacía poco de un viaje: una visita rutinaria a la oficina central en Madrid. Unas cuantas reuniones que lo mantuvieron fuera diez días.
Al regresar aquella tarde, se la encontró allí, en el salón.
Parecía que el tiempo no había pasado por su piel.
—Ah, ¿pero os conocéis? —dijo Marta, su mujer—. Es la amiga de Silvia de la que te hablé, la que salió con nosotros este viernes.
—Pues sí… Laura es del pueblo, ¿verdad? —dijo Pedro con una sonrisa. Dos besos y un recuerdo pendiente a comentar—. ¿Cómo está tu hermano Juan?
—Bien —Laura no salía de su asombro—. Se casó hace unos meses… con Estrella.
—¿Estrella Estrellada?
—La misma.
—¿Pero ella no andaba con Berto?
—Ya ves, los cambios que da la vida.
—¿Y Berto?
—Salió del armario y vive con un culturista en Sanlúcar de Barrameda.
—Veo que tenéis conversaciones pendientes —dijo Marta, con una chispa divertida en la mirada—. Podemos quedar este viernes. ¿Te apetece venir a cenar?
—El viernes es genial —respondió Laura—. Vengo a las seis y te ayudo con la cena.
Hubo complicidad oculta entre las dos, reflejos de sonrisas que Pedro no captó aquel día.
Pero sí notó algo: que el encuentro a la salida del trabajo no había sido fortuito.
Fueron a tomar café… y terminaron dibujando en el parabrisas empañado.
Corazones rotos que, con el calor, se fueron borrando.
—Tengo que volver a casa, Marta me está llamando.
—Lo comprendo. ¿Quedamos otro día?
—No sé… Nunca le había hecho esto a Marta —dijo Pedro, pensativo—. No sé qué decirle.
—Es complicado…
—En el pueblo era más fácil.
—¿A qué te refieres?
—A que el roce hace el cariño. Éramos pocos, y te enamorabas con el tiempo.
—¿Eso te pasó conmigo?
—Yo me enamoré perdidamente de ti. Pero no me refiero a eso. Lo que digo es que allí nos emparejábamos sin pensarlo. Una vez hechas las parejas, ya no había más. Fue cuando empezamos a irnos a la ciudad cuando todo se rompió.
—No, Pedro. Lo nuestro estaba condenado. Yo necesitaba salir, ver el mundo. Quería vivir en Londres, y allí estuve… hasta que me harté.
—Y ahora has vuelto.
—Sí. Ahora necesito otras cosas.
—¿Una pareja estable? ¿Un lugar donde te esperen?
—Sí y no. Aún hay mucha confusión en mi cabeza. Soy rara, lo sabes.
—Más que un piojo bizco.
—Anda, vámonos ya.
La besó apasionadamente.
En la radio sonó Iggy Pop:
“It’s a rainy afternoon in 1990
The big city
Geez, it’s been 20 years
Candy, you were so fine.”
La humedad de la noche quedó atrás con el chasquido de la llave en la cerradura.
El calor del hogar se le hizo raro, oscuro, de mentira.
Tras una ducha rápida, se deslizó desnudo entre las sábanas.
Abrazó a Marta, que dormía ajena a los pensamientos de su marido.
Ella se dio la vuelta y lo abrazó. Él se apretó contra ella.
—Ya llegaste —susurró, envuelta en una sonrisa somnolienta.
Le besó. Él le devolvió el beso.
Unas caricias.
Una risa sofocada por las mantas.
—Marta, tengo que contarte algo…
—Mañana me lo cuentas —dijo Marta, abrazándolo—.
Ahora follame.
Maria Rodés – Recordarte
“El pasado susurra bajo el cristal empañado, mientras el presente arde entre sábanas y deseos.”




