
Capítulo IV: Donde la noche se quebró.
Nadie los echó de menos. No hubo palabras, ni miradas, ni manos que intentaran retenerlos. El sonido del fuego y el rumor lejano de la música los volvió fantasmas, recorriendo el sendero inverso a las risas y el cantar.
Caminaron por la vereda que bordea la fuente, como si siguieran un destino soñado, hasta que apareció el silencio. El viñátigo los recibió otra vez.
La luna se reflejaba en el agua, y el viento soplaba con un temblor nuevo.
Ella temblaba también. No de frío, sino de algo más antiguo y visceral.
Él no hablaba, pero su pecho ardía como un volcán dormido.
Cuando sus manos se encontraron, lo hicieron como si el mundo fuera sencillo.
Y entonces, sin ceremonia ni anuncio, sus labios se tocaron.
No fue largo. Pero iluminó el alba.
Una chispa que encendió la noche y el alma de todos los presentes. Porque, aunque nadie los viera llegar, todos sintieron el estallido. El aire cambió. La tierra vibró. Y el claro enmudeció, como si una verdad demasiado grande hubiese cruzado el umbral de lo permitido.
Alguien gritó.
Una anciana se llevó las manos a la cara.
Los del agua retrocedieron.
Los del fuego, tensos, formaron un círculo.
No era solo la unión de un beso.
Era el principio de un pacto roto.
Una guardiana avanzó con los brazos abiertos, invocando la calma.
Pero entonces, el cielo respondió. Desde la isla hermana, una columna de fuego se alzó con furia. El volcán despertó con un rugido que partió la noche en dos. Las llamas dibujaron en el horizonte una herida abierta.
—¡Es la señal! —gritó alguien.
—¡Debéis iros! —sentenció otro.
Y el caos se impuso.
Los visitantes fueron rodeados, empujados, separados.
Ella gritó su nombre, que no sabían.
Él intentó volver, pero los suyos lo retuvieron.
El viñátigo fue testigo del desgarrón.
Y la fuente, muda, guardó en su espejo roto el rastro de lo imposible.


