
Querido diario.
Salí de la cama en pijama y con un gorro de dormir, al estilo de los dibujos animados antiguos: un poco ridículo, un tanto inútil. Salí por la ventana sin pensarlo y comencé a subir por peldaños de nubes grises, que crujían truenos al pisar. Por supuesto, ya sabía que estaba soñando.
En mis experimentos en el reino de Oniros había ido creando terreno para refugiarme, por si llueve mucho en sueños húmedos. Construí una isla flotante en un mar de nubes, y levanté una posada por si algún día vienen amigos. Tras ella hay una explanada verde, de hierba cortada y flores silvestres con aroma a lavanda.
Al dirigirme hacia allí, vi aparecer una puerta de madera oscura y remaches dorados. El resplandor me sorprendió al entrar: una fuerte iluminación blanca, paredes acolchadas manchadas de rojo carmín y una puerta metálica con ventanilla enrejada. En la esquina estaba ella, con triste mirada y camisa de fuerza. Me dijo:
—Vete, van a venir a verme.
—¿Quién? ¿Quién te va a visitar?
—El doctor. Me tienen que dar el alta. Yo… yo estoy bien.
La puerta se abrió de golpe, con un sonido apagado. Entró un señor con bata blanca y un artilugio raro sobre una mesita con ruedas.
—Señorita, tenemos que hacerle pruebas, no ponga resistencia para que no le duela.
El facultativo empuñó el extraño instrumento: estaba hecho de cuchillas de afeitar que giraban a derecha e izquierda, formando una terrorífica batidora. Sonrió complacido ante la expresión de terror de la joven. Se aproximó a ella, riendo bajo. De la mesita con ruedas tomé un bisturí y, sin pensarlo mucho, se lo clavé en la espalda al médico insano.
Sin dejar de lado su hilarante aspecto, giró la cabeza pero no el cuerpo. Me miró a los ojos y me dijo:
—¿Crees que eso puede detenerme, extraño?
—No, yo no puedo… pero ella sí.
Rápidamente me dirigí a ella, me agaché para mirarla a los ojos y ayudarla a levantarse, mientras le decía:
—No temas, es solo una pesadilla. Tú tienes poder sobre tus sueños. No dejes que tus miedos te hagan sufrir.
—Pero es mi doctor, me dice que estoy loca.
—Pero tú no lo crees.
—Pero yo no lo creo.
El temible médico empezó a volverse transparente, pero siguió avanzando con su mirada siniestra y su arma cercenadora.
—En ti está el poder, en él no. Quítaselo todo.
Ya estaba encima, pero no era más que una sombra.
—Hazlo desaparecer, no tengas miedo; no hay nada cierto si tú no quieres que lo sea.
El doctor se hizo humo y se disolvió en el ambiente. El arma cortante cayó justo a mis pies: se había transformado en una inofensiva pistola de plástico, de aspecto futurista, como las que usaban los niños en el pasado. Disparé a la pared y abrí una brecha con el rayo que lanzaba.
Por el corte entró arena de playa y aroma a Mediterráneo. La cogí de la mano —ya se había liberado de la camisa de fuerza— y la saqué de la habitación sombría.
Pasamos un buen rato hablando y riendo, sentados en la playa, muy cerca de la orilla. Le conté mis aventuras entre mundos oníricos; ella sonreía complacida, sorprendida de estar en mi mundo. Pero ya era tarde y había que despertar. Así que antes de despedirme, le pedí algo:
—Esto estaba en tu sueño —le enseñé el arma de juguete—, pero creo que me podría ser útil. ¿Me la puedo llevar?
—Tómalo como un recuerdo de esta tarde de playa en mi sueño.
Así lo hice y regresé al mío, apresurando mis pasos. Al llegar me di cuenta de que ya no era una pistola de plástico: ahora era una ballesta de madera de tejo, oscurecida por las sombras de las pesadillas. El gatillo y los remaches eran de plata, color de luna llena reflejada en el lago. Y tenía una sola flecha, eterna, que me defendería en mis peripecias.
Ozzy Osbourne – Diary of a madman












