Irrumpió en el espacio con violencia. Se exhibió ante todos los habitantes de la cueva, mirándolos uno a uno con descaro furioso. Resopló vapor y desapareció por donde había entrado.
Era un bisonte de invierno. Pelaje blanco como manto helado. Astas de negro azabache reluciente.
Se fue, pero dejó la estela de su presencia.
El sabio del pueblo abrazó el augurio y gritó:
—Hay que salir a cazar. ¡Ya! Todos preparados.
Los hombres partieron hacia el sueño de un mito. Algunos regresarán. Otros no.
La pared era un tanto rugosa, pero a él no le importaba. La acarició dándole forma: curvas alargadas, una pasada larga para asegurar el contorno. Se alejó un poco y respiró complacido. Ya estaba adoptando una forma concreta. Cerró los ojos y lo vio: primero una lanza en movimiento; después, la urgencia de sus patas. Aspiró el aroma de paz y comprendió de inmediato lo que faltaba.
Miedo.
Faltaba miedo en la pared.
El miedo que mueve las figuras. La rabia de los brazos lanzando sus armas. El coraje de arriesgar vidas en el intento. Eso era lo que él deseaba, y no le dejaban hacerlo. Agarró cenizas y grasa con rabia, dispuesto a destruir su obra. Pero, al llegar a la pared, solo pudo acariciarla. Rellenó formas, construyó objetos.
Se apartó de nuevo.
Escuchó el murmullo del viento. El calor del fuego. El aroma de paz que da el alimento. Respiró hondo y comprendió que aún faltaba algo.
Sed, frío y cansancio.
El rugir de tripas que impulsa a correr. La agonía de la herida. El latido de un corazón descalzo, sintiendo el río helado hasta las rodillas. Agarró el carbón aún ardiendo y lo precipitó sobre su lienzo, con la calma que da la rabia en un lugar tan seguro.
Se alejó otra vez, y lo supo completo.
Tan completo como podía hacerlo.
No podía de otro modo.
El niño entonces se sentó en el suelo y se deshizo en llanto.
El padre gruñó a lo lejos.
La madre se acercó y dijo:
—¿Qué haces aquí, lamentando lo que no has vivido? Deberías correr, trepar árboles, hacerte fuerte para cazar con ellos. Deja de manchar las paredes con experiencias que no te pertenecen.
El abuelo llegó cojeando. Descansó las piernas junto al niño y observó la obra que lo había tenido tan ocupado.
Se quedó sorprendido.
En la pared había un bisonte siendo cazado. Había calculado sus heridas, su sufrimiento. El arrojo de los hombres hambrientos que esquivaban sus cuernos. El respeto a los pequeños bovinos que huían. El temor por las heridas de los suyos y las ganas de volver a verlos. Pronto.
—¿Hiciste esa ilustración sin haber cazado nunca? —preguntó el abuelo, mirando al muchacho que aún tenía los párpados húmedos.
—Ojalá hubiera ido.
—Mujer —dijo a la madre—. Tu hijo será buen cazador. Probablemente llegue a ser tan viejo como yo. Cuidará de los suyos y llevará alimento a esta comunidad. Déjale hacer. No solo está aprendiendo: está enseñando cómo se hace.
El niño, satisfecho con su obra, buscó refugio junto al fuego.
Se sentía sucio. Sus manos, sus ojos, su piel. Todo supuraba un hedor vil a verbos condenados, a lujuria o fornicio. En la autocomplacencia estaba el castigo, pero esto era aún peor.
Y sin embargo la tentación —¿qué iba a entender yo de instinto?— era más fuerte.
Ahí estaba: contemplando la delgada línea de sus curvas. El chasquido eléctrico de la ropa deslizándose, esa sonrisa etérea que más allá de sus sueños quería heredar a los míos. Resbalándome con ella: en el ruido del agua de la ducha, en su respiración reclamando caricias, en mis manos rompiendo en lágrimas.
Oscuro es el castigo por solo poder mirar. Aquel día frío en gimnasia. El ladrillo quebrado y su grieta en las duchas. La mano que me alzó por la oreja. El pecado, decían, se escarmenta en varas, en cruz de rodillas, con la pared por testigo. Esa misma pared que antes acariciaba mis mejillas en el ocaso de mi olvido.
Tras tanto tiempo sangrando, de conocer el “pecado”, de procesiones ocultas por temor al látigo, de esquivar el dedo firme de quien teme mis instintos, entendí algo:La mirada casual, inocente, de aquel niño no mereció jamás tal castigo.
Joaquin Sabina – Pongamos que Hablo de Madrid
¿Qué fue lo primero que te hicieron sentir “pecado” siendo inocente?
El látigo chasqueó rozando su mejilla. Del sobresalto, una gota de sudor resbaló por su frente. No quería creerlo, pero estaba allí, atado en cruz —o en equis, vaya usted a saber— en un aparato de tortura digno de un castillo medieval. Por voluntad propia. O eso pensaba él.
Todo había empezado unos días antes, paseando a Brownie, su caniche. El perro ladraba como un camionero malhablado en plena autopista. Pequeño, sí, pero convencido de que podía amedrentar a cualquier mastodonte.
De un tirón se escapó corriendo y Pablo lo siguió hasta encontrarlo cara a cara con un doberman negro como la noche, firme a los pies de su dueña.
—Perdone usted, es que teme a los perros… y claro, la mejor defensa es el ataque. —Tranquilo. Klaus es un caballero. No lo degollará… salvo que yo se lo ordene.
Pablo tragó saliva.
—Muy educado el perrito. El mío… bueno, digamos que es un poco asilvestrado. —No cuesta mucho. —La mujer, de acento nórdico, casi ruso, sonrió—. Con hambre, todos los perros obedecen. Yo le he visto pasear por aquí. Si coincidimos otra vez, le enseño un par de trucos. ¿Da? —Me parece un plan excelente.
Y se despidieron. Al girar la esquina, Pablo cometió el error reflejo de mirar la silueta de su nueva conocida, melena lacia cayendo sobre curvas firmes. Al otro lado de la calle lo esperaba Marta, su esposa, con mirada fulminante.
—¿Te parece bonito ir mirando culos ajenos? —Hola, Marta. Solo es una vecina, no te preocupes. Yo solo tengo ojos para ti.
Al día siguiente, allí estaba ella de nuevo. Doberman impecable, vestido casi indecente, sonrisa fácil. Nastya, se llamaba. Los paseos se convirtieron en rutina: él aprendió un par de palabras en ruso, ella el secreto del gazpacho andaluz. Brownie no aprendió nada, salvo a mendigar golosinas.
Pero Marta no era tonta. A veces los seguía con la mirada oscura de quien planea tormenta. Y un día, lo esperó en la puerta.
—Privét. —escupió la palabra. —¿Eso es lo que te enseña la rusa esa? —No, mira: “SIDIET”. —El perro se sentó al instante—. ¿Ves? Solo practicamos con los perros. —¿También ella se sienta cuando se lo ordenas? —Marta, te estás pasando. —¡Joder, Pablo! Ya ni me miras. Solo quieres estar con tu amiguita la rusa. —Marta, no tiene nada que ver con nosotros. —Claro que sí. El problema no es ella, somos nosotros. Nos estamos dejando. —No lo creo. Estamos bien. —¿Bien? ¿Cuándo fue la última vez que tuvimos sexo? —Pues… —Ni te acuerdas.
Él se encogió de hombros.
—Tampoco es algo que tengamos que hacer todos los días. —Díselo al Pablo de antes, que no me dejaba en paz. —Y tú siempre estabas cansada. —Sí, pero al menos había chispa. Ahora no hay nada.
Un silencio incómodo.
—Quizás deberíamos ir a terapia. —No pienso gastar un euro en eso. Pero… —ella dudó—… tal vez podamos probar algo distinto. —No me hables de tríos ni de intercambios. —No, no es eso. Pero tengo… fantasías. —Perfecto. Estoy dispuesto a escuchar y a probar lo que quieras. —¿Seguro? —Segurísimo.
Ella sonrió con una calma inquietante.
—Entonces deja que te sorprenda.
Y lo sorprendió. Vaya que sí.El látigo volvió a sonar. Y Pablo, atado en su particular potro de tortura, contra todo pronóstico, pensó: «Y pensar que Brownie era el único al que había que poner a raya».