Etiqueta: misterio

  • La granja azul

    La granja azul

    Aquí no había tardes. No había noches. Solo un resplandor de sol eterno y una esfera azul flotando entre miles de estrellas.
    Él se detenía a meditar unos instantes, en silencio, en su amanecer perpetuo, contemplando el firmamento.

    Pero hoy algo cambió.
    Una estrella fugaz se convirtió en un aparato. Cayó despacio desde el cielo oscuro y se posó cerca, como un insecto extraño.
    Él siguió sentado en su mecedora, esperando el encuentro.


    En Houston le habían hablado de la anomalía.
    La misión oficial: estudiar el terreno lunar.
    La real: averiguar qué demonios era aquella estructura que habían detectado. Una cúpula brillante del tamaño de un campo de fútbol.
    Las imágenes satelitales no lograban revelar nada más.

    Sospechaba encontrar algo extraordinario.
    Pero jamás habría imaginado esto.

    El astronauta se detuvo frente a la cúpula. Parecía cristal de copa fina, pero de cerca no era cristal en absoluto: era… nada. Aire sólido. Un borde sin borde.

    Dentro, árboles frutales, cultivos: lechugas, tomates, algo parecido a berenjenas, arbustos desconocidos. Dos ovejas. Un perro. Y un burro con cuernos que masticaba con dignidad lunar.
    Toda una granja protegida por un campo invisible.

    En el porche de una casa de troncos, un hombre con barba anaranjada y sombrero de paja viejo lo miraba. Le hizo señas.

    El astronauta dudó, pero entró. Caminó hasta la entrada.
    Allí lo esperaba aquel imposible habitante de la Luna.

    —Buenos días.
    —Buenos… días —respondió el astronauta, la luz de su casco iluminándole el rostro.
    —Lamento no poder ofrecerle nada; no esperaba visita. Pero por aquí hay oxígeno de sobra. No le cobraré el que use.

    El mensaje estaba claro.
    Se quitó el casco. Su rostro asiático, serio, casi temblando, quedó al descubierto.

    —Usted dirá —continuó el habitante lunar.
    —No sé por dónde empezar.
    —Por el principio, hijo, por el principio.

    —No esperaba encontrar a nadie viviendo aquí. ¿Qué hace en la Luna?
    —Ah, pues soy granjero y vivo aquí.
    —Ya… ya veo que tiene una granja. Lo que no entiendo es cómo puede… vivir aquí.
    —Pues sin muchas comodidades, hijo. Pero es el mejor sitio que encontré.
    —Le aseguro que abajo hay lugares mejores —dijo el astronauta señalando la Tierra.
    —¿Eso? No, no. Esa es solo mi casa. La granja está allí —respondió él, señalando el mismo punto.

    —¿Va todos los días a trabajar allí?
    —Rara vez. Lo controlo desde aquí.

    —No entiendo nada.
    El granjero se rascó la barba, pensó un instante.—Me advirtieron que esto podía pasar.
    —¿Quiénes?
    —Los que me contrataron. No creerá que puedo costearme un planeta.
    —¿Y qué le dijeron que hiciera si aparecíamos?
    —Que empezara el proceso de recolección de la cosecha.

    Oklou – unearth me

    Y tú… ¿qué harías si lo extraordinario te recibiera con un “buenos días”?

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  • Diario de un soñador lúcido
Carta 22: Lo que se esconde bajo la risa

    Diario de un soñador lúcido Carta 22: Lo que se esconde bajo la risa

    —¡Corre, corre!—
    Las paredes chorreaban un material oscuro. Parecía alquitrán. Desyria buscaba una salida en el laberinto mientras yo disparaba con la rabia de un gato acorralado. En cada esquina había sombras; detrás de nosotros, aún más. Y pensar que, hace un instante, íbamos a tener un día de paz.

    Al caer el sueño, emocionado por la cercanía que me inspiraba mi amiga de verde, fui a visitarla. Llevaba un recuerdo de tarta de manzana; ella tenía licor de cerezas. Íbamos a descansar otro día más. A dejar correr el tiempo. A darnos, quizá, la oportunidad de estar juntos. A solas. Quién sabe…

    Entonces lo vimos: un árbol extraño en la selva, justo en la zona de los portales. Tenía la corteza acristalada, un brillo metálico. Desde su interior se oían cascabeles y se escapaba un aroma a chicle de fresa. Un destello rosa nos convenció para investigarlo.

    Por dentro era un espectáculo. Un circo, una feria, atracciones imposibles: la fantasía de un niño. De ese niño que los dos llevábamos dentro. Así que hicimos lo que mejor sabemos hacer: vivirlo todo. Subimos a la noria que traspasaba el cielo, bajamos por un tobogán que caía desde las nubes, comimos algodón rosa. Reímos con los payasos.

    Y en un descanso, nos dimos un beso.

    Fue en el centro, donde comenzaba el laberinto, cuando noté algo extraño. Pero, como gatos que van a morir, entramos. Y allí descubrimos el engaño.

    Las paredes eran nacaradas, deformaban nuestros cuerpos al reflejarlos. Vimos gente entrar: personas que ya no eran personas; payasos que ya no eran payasos. Se quitaron la máscara… y se fundieron en negro.

    Sombras.
    Miles.
    No, millones.

    Corrimos. Disparé sin parar mientras ella buscaba una salida. Pero eran demasiadas, y yo ya estaba agotado.

    —¡Por aquí, por aquí!

    Una chispa de esperanza. Una salida al fondo. Corrimos todo lo que pudimos. Pero tras la luz había un abismo. Y en su centro, una máquina flotando: cuerpo y cabeza humanos, pero un aspecto frío, artificial, lleno de cables y luces parpadeantes. Su rostro parecía un recuerdo mal impreso.

    Disparé con saña. Ella resbaló. La agarré de la mano. Abajo, un agujero en espiral que quería tragárselo todo. Intenté subirla. Necesitaba salvarla. Pero ella cayó. Se precipitó en la nada. La vi desaparecer tras el relámpago desesperado de su mirada.

    —No está muerta —me dijo la máquina—. Solo ha sido capturada.

    —¿Por qué? —pregunté, suplicando.

    —No lo sé —dijo—. Ellos me obligaron.

    Del centro de su cuerpo surgió una luz que giró y se abrió. Desde su interior apareció el mundo despierto.

    —Escapa por aquí. Huye. Te ayudaré en cuanto pueda liberarme.Desperté con un grito, con un vacío insoportable en el pecho.
    Y en algún lugar de Europa, alguien no despertó.

    Mother Mother – Ghosting

    “Aún temblaba la ausencia, pero el sueño, paciente como un animal herido, empezó a cerrar los ojos.”

    Diario de sueños

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  • Susurros carmesí

    Susurros carmesí

    —Buenos días, ¿es verdad lo que dice el letrero?
    Le brillaba la mirada; casi no podía disimular la ilusión. Al entrar reparó en que la tienda estaba algo descuidada: mucho polvo en las estanterías, una luz lúgubre y llena de interferencias, un olor rancio a moho y humedad. El dependiente, un señor oscuro de apariencia vetusta, le ofreció la sonrisa pervertida de quien descuartiza a sus clientes. Se acercó deslizándose tras el mostrador y le dijo:
    —Sí, es verdad. Vendemos espectros.

    La joven, con el entusiasmo de quien encuentra un tesoro, quiso saber más.
    —¿Cómo funciona? ¿Qué tipo de espectros tenéis? ¿Un espectro es lo mismo que un fantasma?
    —No, señorita, no. Una cosa es un espectro y otra bien distinta es un fantasma. Vendemos espectros y fantasmas, pero no al mismo precio.
    —¿Qué diferencia hay?
    —¿Vale, ves esto? —le enseñó una antigua botella llena de mugre con una etiqueta escrita a mano—. Es un espectro. Como todos los espectros, no tiene un nombre reconocido ni una forma clara. No se comporta con lógica aparente, no responde a ningún estímulo conocido y es difícil saber de él más que lo que muestra. Este se llama “Espectro de la casa de Guittenville” y cuesta £23.

    —¿Y ese de allí? —dijo la chica señalando un bote verde luminoso.
    —Eso sí es un fantasma —dijo el señor, acercándole el tarro—. Aquí pone claro un nombre: Elisabeth Brown. Murió en 1952, tragada por la gran niebla cuando tenía 58 años. Por lo general tiene buen carácter, pero a veces monta en cólera si se la contradice mucho. Precio: £254.
    —Qué caro.
    —Es un fantasma.

    —¿Y este otro? —La joven señaló el segundo recipiente del tercer estante.
    —Este es el fantasma de un niño —dijo el dependiente, agitando el frasco con un latido azul—. Son los más caros. Se llama Albert Dawn y murió en la postguerra. Era el séptimo hermano de una familia londinense. Se le escucha llorar en noches de tormenta y dormirá abrazado a ti las noches sin luna, si se lo permites. Si no, removerá objetos hasta que cedas o hasta que salga el sol. Precio: £372.
    —¿Y qué me puedes vender por £52,35? —preguntó ella—. Sin ser un espectro, claro.
    —Pues por ese precio tenemos esto. —El dependiente golpeó el mostrador con un tarro de resplandor carmesí—. Es un demonio menor.

    —Eso no es un fantasma.
    —No, no lo es. Pero aun así es más interesante que un espectro. Se llama Murmulín.
    —Qué nombre más chulo.
    —Sí. Además, si lo sabes cuidar, es totalmente inofensivo.
    —¿Qué he de hacer? ¿Cómo se cuida?
    —Se alimenta de susurros. Tendrás que hablarle en voz baja para mantenerlo saludable. A veces incluso te hará caso. ¿Te gusta? —El tendero le acercó el recipiente. Se distinguía una figura ligeramente humana; era fuego líquido y se escuchaba un respirar.
    —Sí, mucho —respondió la chica contando el dinero del bolso.—Bien. Esta es la regla principal: para interactuar con él hay que invocarlo. El conjuro está en la etiqueta. Saldrá y volverá cuando tú se lo ordenes. Aunque no siempre obedece; no suele hacer más estragos que tirar algún cuadro o desordenar un armario. Alguna vez concederá un deseo, aunque también puede darte dolor de barriga. Pero sobre todo hay algo que no debes hacer.
    —¿Qué no se puede hacer?
    —No abrir la tapa. El tarro debe permanecer siempre cerrado.
    —¿Y si la abro?
    —Liberarás toda su esencia —dijo el dependiente en voz baja— y te devorará el alma.

    Poe – Haunted

    ¿Qué comprarías tú en esa tienda, sabiendo que cada objeto guarda algo que alguna vez fue alguien?

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  • DarkHaiku: La sombra del tengu

    DarkHaiku: La sombra del tengu

    Oscura silueta,
    la sombra del cuervo cae —
    tu castigo es.

    No debí hacerlo. Tampoco conocía su precio. Despertar así ha sido castigo, pero también la revelación de un misterio.

    Perdido, buscando la antigua maldición de una historia, llegué hasta el fondo de un bosque espeso, donde la luz apenas tocaba el suelo. Entre matorrales muertos y un olor intenso a abandono, apareció el templo. Debió bastarme conocerlo desde fuera, pero la curiosidad me llevó a cometer este acto osado.

    Un nido de telarañas se enredaba entre los restos del mokoshi. La ruina, elevada sobre engawa astillada, rasgaba la tierra con cada paso. En su centro, un jardín descuidado: si alguna vez fue zen, ahora era misterio y silencio.

    Caminé entre los restos, soñando con tesoros ocultos. Solo hallé un secreto oscuro que me perseguía sin saberlo. Su sombra descendía desde el cielo, inevitable, mientras avanzaba ciego. Un susurro en la penumbra, una presencia delatada por un graznido.

    Ahí estaba él: katana en mano, alas negras desplegadas, y un alma oscura que traía mi castigo. La sangre se derramó en el suelo mientras entendía demasiado tarde la profanación que había cometido.

    Al despertar, me creí muerto. Pero no era cierto. Ahora era un cuervo más, custodio de aquel cementerio y guardián de los secretos que yo mismo he despertado.

    Luna Sea – Mother

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  • Yo, tras mi espejo.

    Yo, tras mi espejo.

    Adoraba los sábados en que la mañana era para ella. Con el sabor del café todavía reciente saludaba a su imagen en el espejo como objetivo: elegir ropa —la que quería para salir esa misma noche, la de la visita de los domingos, algo formal para la reunión del lunes—. Seleccionaba estrategias de seducción, miradas de complicidad e inocentes gestos de apariencia improvisada para repartir en su día a día a lo largo de la semana.

    En esta ocasión había preparado un vestido largo como la noche, suave como el mar en calma. Giró sobre sí misma y se observó. Su reflejo le devolvió una sonrisa de Mona Lisa y ella dio un respingo; no creía haber sonreído. No le dio importancia, se calzó esos imponentes tacones perlados con los que tenía previsto combinar el vestido y frunció el ceño.

    Algo no estaba bien: ahora se daba cuenta. Los reflejos eran ligeramente distintos, las tonalidades se diferenciaban; incluso intuía que los gestos que hacía estaban descompasados. Por primera vez en muchos años sintió la necesidad de tapar su reflejo.

    Un recuerdo olvidado quiso aparecer en su cabeza, demasiado vago para reconstruir la escena. Aunque su madre le decía que su amigo invisible vivía tras el espejo, recordó que por las noches tapaba la imagen para poder dormir tranquila.

    —No te asustes, sabes que ya me conoces —dijo de repente la imagen del espejo.

    —¿Quién eres? —preguntó ella, con el temor evidente en la cara. En cambio, en el espejo la imagen parecía tranquila; sonreía discretamente.

    —Somos la misma persona, pero en otro sitio. No podemos hacernos daño; en verdad sería algo estúpido, ¿no? Lo que te pase a ti me pasará de alguna forma a mí. Y tú lo sabes: estoy muy a gusto conmigo misma para desearte el mal.

    —¿Tú me visitabas de pequeña? —musitó ella.

    —Nuestras almas están conectadas; no todo el mundo puede, pero algo nos ha elegido para poder interactuar.

    —¿Dónde estás? ¿Qué quieres de mí?

    —Conoces la teoría de dimensiones paralelas, ¿verdad?

    —Algo he oído.

    —Pues, cariño, es cierto. Yo vivo en una realidad distinta a la tuya.

    —Vale, pero ¿cómo es que podemos comunicarnos? ¿Qué quieres de mí?

    —¿A qué te dedicas? ¿En qué trabajas?

    —Dirijo un grupo de trabajo en una empresa relacionada con tecnología de consumo.

    —Bien, pues yo hago lo mismo, salvo que mi comunidad transforma hallazgos científicos en bienes comunes. Nuestra realidad es ligeramente distinta; la mía es tecnológicamente más avanzada: comprendemos conceptos que ustedes no manejan.

    —¿Y en qué te beneficia comunicarte conmigo?

    —Vamos al grano, ¿no? —sonrió la otra—. Yo te enseño y tú me enseñas. Tengo tecnología que puedo compartir: esquemas, fórmulas… imagínate avances patentados por ti.

    —¿Qué ganas tú con esto?

    —Avanzar en la investigación. Quiero demostrar la interacción entre mundos paralelos.

    —Pero eso es algo que ya estamos haciendo, ¿no?

    —Sí, podemos ver otros planos; lo que yo quiero demostrar es que podemos interactuar. Entrar en otros mundos.

    —¿Y es posible?

    —Sí.

    —¿Cómo?

    —Con una transferencia de consciencia entre cuerpos.

    —¿Y eso cómo se hace?

    —Fácil: solo tienes que pulsar donde tengo ahora mismo mi dedo.

    —¿Así?

    La sensación fue como tocar una toma de corriente. Su cuerpo se tensó por completo; un dolor lacerante la hizo precipitarse al suelo. Alrededor de ella ya no había nada: oscuridad. Solo la ventana del espejo permanecía. Se asomó con gran esfuerzo y ahí estaba ella, sonriendo.

    —¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? —tartamudeó.

    —En el otro lado del espejo: eres simplemente eso, un reflejo.

    —No —dijo ella, con voz apagada—. Yo soy quien está al otro lado.

    —Ahora ya no.

    Health – Stonefist

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  • El despertar de la sed

    Era muy joven cuando ocurrió. Por mera casualidad cayó en mis manos un libro. Era de bolsillo, de tapa blanda, y una horrible portada que no hacía justicia a su contenido. Aun así, decidí leerlo.

    3 de mayo. Salí de Múnich a las 8:35 de la noche, llegando a Viena a la mañana siguiente a las 6:46. Debía tomar el tren de las 8:00 para Klausenburg.

    Así empezó. Y así comenzó mi pubertad: de la mano de Mina y de la maldición de su amante. Recreando pasiones, oscuros misterios, despertando en mí sensaciones que me costaban describir.

    Fue el primer vampiro. El primer pecado siniestro que, sediento de sangre, me acompañaba en sueños. En pesadillas. Pero no fue el único.

    Fui al infierno que se desató en Salem’s Lot, prohibiéndome dormir días después. Conocí una nueva generación de vampiros ancestrales en una peculiar entrevista, donde la carne mandaba a la sangre, y la sabiduría centenaria se disolvía en despertares eléctricos.

    Pasé noches de insomnio en la carretera, en un romance imposible donde un campesino se enamora de su inmortal. Donde el mal es solo supervivencia. Donde no existe más que el hambre, y la vida ya no es vida.

    Hoy pulsé el botón del play, ojeé nuevas entelequias escritas en el declive de la luna. Para jóvenes de hoy, con el dedo firme en la pantalla. Domaron la rabia, encadenaron a la bestia, la vistieron de Prada y la pusieron a la venta. Un triste cuerpo muerto en un escaparate rojo, de frenesí de plástico y sangre vegana.

    Pero seguirá existiendo el misterio en la penumbra. La necesidad morbosa de besar a quien acecha. Historias que volverán a la hoguera de una noche de acampada. Porque aunque queramos proteger a la presa, ella quiere ser cazada.

    Porque en la naturaleza, el bien y el mal no significan nada.
    Ya volverá a salir el lobo. Y morderá de nuevo, aunque a algunos les duela.

    Bauhaus – Bela Lugosi´s Dead

    🎧 PLAYLIST: El despertar de la sed

    Una banda sonora para los que amaron a su primer vampiro,
    para los que no durmieron tras la mordida,
    para los que aún desean con colmillos.

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  • Uno de nosotros

    Uno de nosotros

    El asiento estaba helado. El frío le recorrió la columna vertebral. El olor a desinfectante y el miedo no ayudaban mucho. No debía haber aceptado, pero necesitaba el dinero. Su familia lo necesitaba. Se lo debía.
    Así que no había más remedio: tenía que seguir con el experimento.

    Hubo una preparación previa. Le habían asistido psicológicamente. Le aseguraron que era un procedimiento indoloro e inofensivo, pero ella sabía que no era así. Estaba segura del riesgo y temía al dolor.
    Ya le habían colocado sensores, algunos en la piel, otros inyectados. Le cubrieron la cabeza con lo que parecía un gorro de piscina, solo que lleno de cables de colores colgando.

    —¿Está preparada? —dijo el que parecía llevar el timón.
    —Sí —mintió.
    —Tranquila, va a salir todo bien.

    Ya no había vuelta atrás. Encomendó su alma a un dios desconocido, apretó los dientes y se detuvo a escuchar el sonido de las máquinas.
    Todo comenzó a girar a su alrededor. Había luces en movimiento que se convirtieron en un torbellino de colores. Penetraban en su mente como un instrumento quirúrgico… hasta que terminó, en seco.
    El silencio era absoluto. El terror que sentía también lo era.

    Entonces llegó ese olor extraño: aroma a canela y madera mojada, a algo que no recordaba haber percibido nunca. El olfato le anunciaba presencias y le indicaba dónde estaban.
    Eran tres. No podía definir ni el tamaño ni la forma. No sabía cómo, pero comprendía que estaba en una sala redonda, hecha íntegramente de madera, con las ventanas cerradas.

    —Bienvenida a nuestro mundo. Por favor, no se mueva todavía.

    Su idioma era extraño, mezcla de ronquidos y chasquidos, pero lo entendía. No sabía cómo.
    Dio un respingo, pero notó que estaba aprisionada. Estaba atada. Su rostro, cubierto.

    —Por favor, no se mueva. No queremos que se haga daño —insistió la voz ronca.

    —¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre?

    Su voz sonó como el chirriar de un tenedor en un plato. Su cabeza era una explosión de imágenes solapadas, que amenazaban con reventar.
    Intentó calmarse. Respiró hondo. Exhaló con un ruidoso borboteo.

    —No se preocupe. Todo ha ido bien. Se está adaptando a su nuevo cuerpo. Se sentirá diferente, pero en poco tiempo lo dominará.

    —Pero… es distinto. No sois parecidos a los humanos como se nos había dicho.

    —No. Nuestra fisonomía es distinta. Nuestras intenciones también. Lo sabrá en cuanto empiece a aprender a usar nuestro cerebro. No puedo ocultarlo.

    —¿Qué es lo que quieren? ¿Por qué estoy aquí entonces?

    —Nuestro mundo se muere. Nuestras aguas están envenenadas y no podemos seguir viviendo en él.
    Nuestro enviado nos preparará el camino.
    Estás aquí porque, si no, él no podría estar allá.

    —Pero… el enlace de cuerpos es temporal. Se han hecho estudios sobre ello. Volveré en unos días y…

    —No. No es temporal.
    Nuestro enviado será considerado un mártir.

    —¿Y a mí? ¿Qué me va a pasar?

    —Bueno…
    Ahora eres uno de nosotros.

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  • Cenizas Bajo el espejo (IV parte)

    Capítulo IV: Donde la noche se quebró.

    Nadie los echó de menos. No hubo palabras, ni miradas, ni manos que intentaran retenerlos. El sonido del fuego y el rumor lejano de la música los volvió fantasmas, recorriendo el sendero inverso a las risas y el cantar.

    Caminaron por la vereda que bordea la fuente, como si siguieran un destino soñado, hasta que apareció el silencio. El viñátigo los recibió otra vez.
    La luna se reflejaba en el agua, y el viento soplaba con un temblor nuevo.

    Ella temblaba también. No de frío, sino de algo más antiguo y visceral.
    Él no hablaba, pero su pecho ardía como un volcán dormido.

    Cuando sus manos se encontraron, lo hicieron como si el mundo fuera sencillo.
    Y entonces, sin ceremonia ni anuncio, sus labios se tocaron.

    No fue largo. Pero iluminó el alba.
    Una chispa que encendió la noche y el alma de todos los presentes. Porque, aunque nadie los viera llegar, todos sintieron el estallido. El aire cambió. La tierra vibró. Y el claro enmudeció, como si una verdad demasiado grande hubiese cruzado el umbral de lo permitido.

    Alguien gritó.
    Una anciana se llevó las manos a la cara.
    Los del agua retrocedieron.
    Los del fuego, tensos, formaron un círculo.

    No era solo la unión de un beso.
    Era el principio de un pacto roto.

    Una guardiana avanzó con los brazos abiertos, invocando la calma.
    Pero entonces, el cielo respondió. Desde la isla hermana, una columna de fuego se alzó con furia. El volcán despertó con un rugido que partió la noche en dos. Las llamas dibujaron en el horizonte una herida abierta.

    —¡Es la señal! —gritó alguien.
    —¡Debéis iros! —sentenció otro.

    Y el caos se impuso.
    Los visitantes fueron rodeados, empujados, separados.

    Ella gritó su nombre, que no sabían.
    Él intentó volver, pero los suyos lo retuvieron.

    El viñátigo fue testigo del desgarrón.
    Y la fuente, muda, guardó en su espejo roto el rastro de lo imposible.

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  • Cenizas Bajo el espejo (III parte)

    Capítulo III: Latido en fuga

    Las guardianas del rito tomaron sus lugares, con la solemnidad de quienes conocen los gestos que hacen girar los astros, los engranajes ocultos que dominan las almas. Se acercaron al agua, y el manantial las recibió con reflejos serenos, exactos, como si la piedra y la lluvia reconocieran en ellas una promesa cumplida.

    Pero una de ellas no se movió.
    Permanecía entre las sombras, con la mirada anclada al borde del estanque. Sabía que algo le aguardaba en la profundidad. No era miedo.Tampoco duda. Era una certeza callada, la raíz de romero en el centro del pecho.

    Solo cuando el silencio se hizo demasiado largo, dio un paso al frente. Se inclinó.
    Y el manantial olvidó su reflejo. No emergió imagen alguna. Solo un temblor en la superficie, como si el agua recordara algo que nadie más podía ver.

    Un murmullo recorrió el círculo.
    Las más ancianas bajaron la vista.
    Un susurro antiguo se escurrió entre los labios de un sabio:

    —Quien mira al fondo, despierta al origen.

    Desde el otro extremo del claro, uno de los recién llegados se adelantó.
    No hacia ella. Hacia el agua.

    Y entonces, por primera vez, el manantial encendió un reflejo nuevo:
    Dos llamas en espejo. Una del sol. Otra de la luna.
    Y el viento de la cumbre cambió de dirección.

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  • Cenizas Bajo el espejo (II parte)

    Capítulo II: El espejo del agua

    El alba los expulsó a la orilla.
    El verano los arropó de arena y sal, de sabor a mar y presagio. Soñaron con el llanto de la pardela y descansaron su indomable espíritu en honor a la festividad que, en ciernes, se abría paso por la senda de los herederos de la lluvia.
    Había todavía un camino que recorrer y un presente que imponer.

    La piedra vomitaba agua en la fuente de los siete caños.
    Allí, donde las guardianas del ritual ofrecían sus ojos al manantial, los recién llegados aguardaban sin saber que el destino ya los había convocado.

    La fuente, en su silencio de siglos, esperaba el comienzo de la ceremonia.
    La prueba ardiente del reflejo decidiría si los visitantes eran dignos de permanecer o si debían regresar al abismo de donde vinieron.

    Los rostros de quienes venían del fuego sorprendieron a todos: eran nítidos, sólidos como el azul de primavera en lo alto del cielo, como si el mar hubiese purificado sus almas en lugar de desgastarlas.Entonces, en un gesto de reciprocidad, los herederos de la lluvia quisieron mostrar también su voluntad de apertura.
    El ritual del espejo sería compartido.
    Y la corriente volvería a hablar.

    Pumuky – Gara

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