¿Es tu pelo? O no sé qué es. Ese aroma. ¿No te ha pasado nunca? Que te transporta. Te lleva a una ciudad anciana, a azahar de marismas, mirando con rabia el futuro entre humos y risas.
Fue entonces cuando te conocí. Desafié tu mirada y me dijiste que sí. Que sería eterno mientras sigamos queriendo. Y que, si no, pues nada: no habría nada que no se diluyera con el tiempo.
Me seguirás esperando en el puerto. A ver si vuelvo. Con la mar en calma, brisa marina y labios de sal.
Volveré con las gaviotas. Acariciando las arrugas de tu piel en cada pared, en cada esquina.
El aire surca extraño y, entre sábanas, se dispersa en remolinos. Mi mente se derrite en gotas de cansancio herido: no quiere darme reposo, solo gira y gira, sin motivo y sin caducidad. Invoco ovejas blancas aladas, un ejército inútil cuando los párpados no me pertenecen y son presa del capricho de un tal Cortisol.
Entre tanto, flotan imágenes en tonos pardos, carcomidas por el baúl que las guarda, que hoy, traicionero, ríe satisfecho. Mientras yo sigo rotando, ellas se proyectan en el techo: mirada distraída, flequillo en los ojos, pantalones de pana gruesos y unas ganas de volar contenidas en un salto.
Lo dejé escapar, a ver si así me canso. Quise enseñarle los días presentes del futuro pasado. Y él, sentado en la duda, mirando desde mis ojos, comprendió que era yo.
—¿Todavía no vuelan los coches? —preguntó, como quien sostiene una promesa rota.
—No. Pero hay ojos en el cielo —respondí.
Pareció animarlo.
—¿Vive gente en la luna? ¿Ya consiguieron habitarla?
—¿Para qué alcanzarla? Es más bonita lejana.
—¿Y robots? ¿Ya los inventaron?
—Sí. Y hablan con nosotros, aunque no tengan cuerpo.
Le conté inventos osados que nos acompañan en el bolsillo, de cómo ya no hace falta hablarles: nos entienden por gestos. Le hablé de un oráculo tejido en una telaraña. De cómo nunca estamos solos, aunque cada vez estemos más lejos.
Y yo, al ser soñador, esperaba que algún día, hablando, nos entendiéramos todos. Que estábamos aprendiendo a hacerlo.
—Si eres un soñador, ¿por qué no estás durmiendo? —dijo.
Y solo entonces entendí que ya no estaba despierto.
Pauline en la Playa – Quién lo iba a Decir
A veces el sueño llega cuando dejamos de perseguirlo.
Se sentía sucio. Sus manos, sus ojos, su piel. Todo supuraba un hedor vil a verbos condenados, a lujuria o fornicio. En la autocomplacencia estaba el castigo, pero esto era aún peor.
Y sin embargo la tentación —¿qué iba a entender yo de instinto?— era más fuerte.
Ahí estaba: contemplando la delgada línea de sus curvas. El chasquido eléctrico de la ropa deslizándose, esa sonrisa etérea que más allá de sus sueños quería heredar a los míos. Resbalándome con ella: en el ruido del agua de la ducha, en su respiración reclamando caricias, en mis manos rompiendo en lágrimas.
Oscuro es el castigo por solo poder mirar. Aquel día frío en gimnasia. El ladrillo quebrado y su grieta en las duchas. La mano que me alzó por la oreja. El pecado, decían, se escarmenta en varas, en cruz de rodillas, con la pared por testigo. Esa misma pared que antes acariciaba mis mejillas en el ocaso de mi olvido.
Tras tanto tiempo sangrando, de conocer el “pecado”, de procesiones ocultas por temor al látigo, de esquivar el dedo firme de quien teme mis instintos, entendí algo:La mirada casual, inocente, de aquel niño no mereció jamás tal castigo.
Joaquin Sabina – Pongamos que Hablo de Madrid
¿Qué fue lo primero que te hicieron sentir “pecado” siendo inocente?