Etiqueta: Infancia

  • Memorias de una cueva

    Memorias de una cueva

    La pared era un tanto rugosa, pero a él no le importaba. La acarició dándole forma: curvas alargadas, una pasada larga para asegurar el contorno. Se alejó un poco y respiró complacido. Ya estaba adoptando una forma concreta. Cerró los ojos y lo vio: primero una lanza en movimiento; después, la urgencia de sus patas. Aspiró el aroma de paz y comprendió de inmediato lo que faltaba. 

    Miedo. 

    Faltaba miedo en la pared. 

    El miedo que mueve las figuras. La rabia de los brazos lanzando sus armas. El coraje de arriesgar vidas en el intento. Eso era lo que él deseaba, y no le dejaban hacerlo. Agarró cenizas y grasa con rabia, dispuesto a destruir su obra. Pero, al llegar a la pared, solo pudo acariciarla. Rellenó formas, construyó objetos. 

    Se apartó de nuevo. 

    Escuchó el murmullo del viento. El calor del fuego. El aroma de paz que da el alimento. Respiró hondo y comprendió que aún faltaba algo. 

    Sed, frío y cansancio. 

    El rugir de tripas que impulsa a correr. La agonía de la herida. El latido de un corazón descalzo, sintiendo el río helado hasta las rodillas. Agarró el carbón aún ardiendo y lo precipitó sobre su lienzo, con la calma que da la rabia en un lugar tan seguro. 

    Se alejó otra vez, y lo supo completo. 

    Tan completo como podía hacerlo. 

    No podía de otro modo. 

    El niño entonces se sentó en el suelo y se deshizo en llanto. 

    El padre gruñó a lo lejos. 

    La madre se acercó y dijo: 

    —¿Qué haces aquí, lamentando lo que no has vivido? Deberías correr, trepar árboles, hacerte fuerte para cazar con ellos. Deja de manchar las paredes con experiencias que no te pertenecen. 

    El abuelo llegó cojeando. Descansó las piernas junto al niño y observó la obra que lo había tenido tan ocupado. 

    Se quedó sorprendido. 

    En la pared había un bisonte siendo cazado. Había calculado sus heridas, su sufrimiento. El arrojo de los hombres hambrientos que esquivaban sus cuernos. El respeto a los pequeños bovinos que huían. El temor por las heridas de los suyos y las ganas de volver a verlos. Pronto. 

    —¿Hiciste esa ilustración sin haber cazado nunca? —preguntó el abuelo, mirando al muchacho que aún tenía los párpados húmedos. 

    —Ojalá hubiera ido. 

    —Mujer —dijo a la madre—. Tu hijo será buen cazador. Probablemente llegue a ser tan viejo como yo. Cuidará de los suyos y llevará alimento a esta comunidad. Déjale hacer. No solo está aprendiendo: está enseñando cómo se hace. 

    El niño, satisfecho con su obra, buscó refugio junto al fuego. 

    Iron Maiden – Quest for Fire

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  • Liturgia de un deseo

    Liturgia de un deseo

    Se sentía sucio.
    Sus manos, sus ojos, su piel.
    Todo supuraba un hedor vil a verbos condenados, a lujuria o fornicio.
    En la autocomplacencia estaba el castigo, pero esto era aún peor.

    Y sin embargo la tentación —¿qué iba a entender yo de instinto?— era más fuerte.

    Ahí estaba: contemplando la delgada línea de sus curvas.
    El chasquido eléctrico de la ropa deslizándose,
    esa sonrisa etérea que más allá de sus sueños quería heredar a los míos.
    Resbalándome con ella:
    en el ruido del agua de la ducha,
    en su respiración reclamando caricias,
    en mis manos rompiendo en lágrimas.

    Oscuro es el castigo por solo poder mirar.
    Aquel día frío en gimnasia.
    El ladrillo quebrado y su grieta en las duchas.
    La mano que me alzó por la oreja.
    El pecado, decían, se escarmenta en varas,
    en cruz de rodillas,
    con la pared por testigo.
    Esa misma pared que antes acariciaba mis mejillas
    en el ocaso de mi olvido.

    Tras tanto tiempo sangrando,
    de conocer el “pecado”,
    de procesiones ocultas por temor al látigo,
    de esquivar el dedo firme de quien teme mis instintos,
    entendí algo:La mirada casual, inocente, de aquel niño
    no mereció jamás tal castigo.

    Joaquin Sabina – Pongamos que Hablo de Madrid

    ¿Qué fue lo primero que te hicieron sentir “pecado” siendo inocente?

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  • Frasco de lluvia

    Frasco de lluvia

    De mariposas huyendo.

    Hoy, al sentir llover, destapé el instante que, de niño, escondí en un frasco.

    Olía a tierra mojada. En nuestra cárcel de frío soñábamos con ser lágrimas de lluvia, para poder jugar en la calle un rato.

    Mirábamos desde el balcón. Reíamos sin ganas.

    Asomados, rozándonos las manos, quemándome por dentro de lo cerca que estábamos.

    Un momento divino, roto por la merienda, que me supo amarga:

    a mariposas escapadas de mi vientre, al rumor de la lluvia.

    Ilegales – Destruye

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