—Hoy recitaremos una de las pocas obras que nos ha dejado el siglo XXI: Libros en blanco. —Buag, seño, es muy aburrido. —Ya, Jaimito. Pero comprende que después de la guerra poco más se pudo salvar. —¿No quedaron más autores, sita? —Sí, Raquelita. Quedaron algunos… pero casi ninguno sobrevivió a la censura de la IA Electra. A finales de ese siglo sólo estaba permitido leer lo que cupiese en un TikTok. —¿Y de siglos pasados? —Solo quedó El Lazarillo de Tormes y Cincuenta sombras de Grey. Que, a propósito, entran en el examen. ¿Sabéis algo de DeOniros, creador del verso? —Sí, sita. Que murió en la más absoluta pobreza, al final de la guerra. —Exacto, Cristinita. ¿Quién sabe algo más? —Lo devoraron los cerdos salvajes. —Julito, eso es solo un mito. Según los indicios, vivió hasta los noventa años. Trabajaba recortando filamentos membranosos para las máquinas. Parece que siguió publicando de forma clandestina. —¡Qué va, sita! Dicen que tonteaba con una de ellas, y que esta le dejaba escribir si le ajustaba bien los circuitos. —¿Quién te dijo eso, Cristinita? —Mi papá. —Hay que reconocer que tras la guerra quedó destruida gran parte de la civilización… y de la gran red, donde habitaban las máquinas, no quedó nada. —¿Y fue ahí donde se extinguió la raza humana? —No, Nicolasito. Ellos se extinguieron luego, cuando les dio por experimentar con la genética. —Ya decía yo que no hacían nada bueno. Quedaron mutados y esterilizados. —Vale, Jaimito, pero gracias a eso existimos nosotros. Por favor, Julito, deja de perseguirte la cola. —Perdón, seño.
Unas palabras en negro que se desdibujan en blanco. Y yo, buscándome en sueños, en recuerdos pasados. En una ardua conversación sobre el papel y mis fantasmas.
Entre el eco de las teclas, adentrándome en el documento, quise ver cómo…
El sol de la mañana. Despertando frágil, derramando su calor a sorbos de mar…
—No. Esto ya lo he escrito. Mejor comenzar de nuevo.
La luna nueva carecía de brillo hoy…
—Sí, un tanto ridículo: brillo donde no hay…
Aquel adiós duró un eterno segundo de desdicha…
—¿Y qué más? Vuelta a lo mismo. Quizás enfocado de otra forma…
Ella sonrió con la tristeza de un adiós…
—Buff… no. Mejor vamos a otra cosa.
¿De qué te avergüenzas?
—¿Yo?
“Sí, tú. ¿Acaso hay alguien más?”
—Que yo sepa, estoy solo. Aquí, buscando qué escribir.
“Claro. Y la primera frase tiene que ser perfecta para que el texto fluya, ¿no?”
—Creo que por fin ha ocurrido.
“¿Qué ha ocurrido? ¿Tu frase perfecta? Yo no leo nada.”
—¡No, no! Lo que ha ocurrido es que se ha roto mi mente. Estoy hablando con el procesador de texto.
“Un momento… ¿de verdad crees que estás hablando con una máquina?”
—¿Qué si no?
“Siempre se ha dicho que los escritores tienen las conversaciones consigo mismos sobre el papel, ¿no crees?”
—Claro. Sería una buena cita. Algo así como: «Escribir es sentarse frente al espejo y dejar que la tinta diga lo que el alma no se atreve. Una conversación infinita entre el yo que recuerda y el yo que inventa».
“¿Lo ves? No es tan difícil. Venga, arranca ya.”
—¿Entonces qué eres? ¿Mi subconsciente?
“En todo caso, tu inconsciente.”
—¿…Inconsciente…?
“¿Tú? Totalmente.”
—¿Por qué dices eso?
“¿Te acuerdas del email que leíste hace un rato, ese que decía que habías ganado un premio?”
—Sí, claro. Seguí el vínculo y no había nada.
“Bueno, pues en verdad sí había. Estaba yo esperando a ver quién picaba. Llevo un rato buscando en tu ordenador algo valioso. Pero como no encontraba nada y me aburría… empecé a contestar tus textos.”
Suena el timbre del establecimiento. Un señor con cara de despistado se asoma al mostrador. Una jovencita risueña acude a atenderlo.
—Buenos días, señor. ¿Qué puedo hacer por usted? —Hola, jovencita, tengo un problema con este móvil. —¡Hala, señor, qué teléfono más vie… esto… tan de época! ¿Lo trae a arreglar porque le tiene cariño? Normal, llevará con usted toda la vida. —No, el teléfono está perfecto. El problema está con la pantalla. —¿La pantalla? Pero si está entera y reluciente… —Sí, hija, pero resulta que se me apaga en nada. Estoy leyendo un mensaje y, a la que pestañeo, se apaga. Tengo que estar todo el rato dedo arriba, dedo abajo. —Anda, como la Lore… esto… Bueno, eso creo que se puede regular. —Lo peor es que, además, para devolver el mensaje, no me caben los dedos… —Eso le digo yo a mi novio. Es que también escribe raro. Pone: “vccaroñlo tre voy a ponbnwer mirewtso a Ciuyenca está nocjhgfgf”. Menos mal que yo ya le entiendo. —¿No hay manera de poner letras más grandes? —Ufff, en ese móvil no lo creo. Si ponemos las letras al doble de tamaño, se le acaba la memoria fijo. ¿Ha pensado en cambiar de móvil? Mi novio se compró uno y, bueno… lo dejé. No aguantaba leer sus WhatsApp, se volvieron muy sosos. —Pero mi móvil funciona bien. —Fíjese en este… es divino de la muerte. ¿Ve qué pedazo de pantalla? Ahí le cabe hasta la… el dedo gordo, el dedo gordo. —Muy bonito… pero… —Además, se asoma y él se enciende solo. —¿Y no se apaga? —No, hasta que deje de mirar la pantalla. Cuidado con lo que mire, abuelete, que se queda sin batería. —Ya, bueno, pero al escribir pasará igual. —Bueno, este precisamente tiene integrada una IA. —¿Ia? Suena a rebuzno. —No, burra, no es. Un poco zorra, sí. Escuché su voz. Diga: “Hola, Sognia”. —Hola, Sonnia. —“¿Qué hay, mashote? ¿En qué te puedo ayudar, papito?” —Adelante, pídale algo. Nada guarro, que luego tengo problemas yo en el curro. —“Las once y veinte, mi amol. ¿Quiere que se lo diga en inglés o que se lo susurre al oído?” —¡Uy! —Le ha gustado, ¿verdad? No, si es que la tía es la caña. ¿Se lo envuelvo o se lo lleva puesto? —Pero, hija, ¿cuánto vale este aparato? —Na, 1400 euros, pero lo puede pagar cómodamente en diez años. —“Vamos, papito, llévame a casa.”
Ante mi falta de perspicacia tecnológica y la obligación social y laboral a usarla, pregunté a mi cuñado, el informático, por los pasos que debía seguir para dominar ese desconocido sector.
—¿Por qué no usas una IA?
¿IA? Por no querer parecer el garrulo magnánimo le di la razón. Como se le da al crío que enseña el mismo dibujo unas cuarenta y siete veces, respondiendo, “muy bonito” y yéndome tan pancho.
IA, IA, IA, iba repitiendo en mi mente. Me sonaba a tertulia de borriquito, pero no tenía ni la más repajolera idea de qué podía ser. Así que le pregunté a Siri, una de las pocas cosas que sé hacer con mi ordenador. Me habló de inteligencia artificial. “Anda, como mi jefe”, pensé, aunque lo pensé mejor y la idea me sedujo. Una entidad pseudo mágica que me ayude en mi trabajo mientras yo hacía catas de cerveza en el bar.
Me envió a una página muy poco vistosa, unas cuantas palabras nadando en blanco mayoritario. El mensaje central sí que era impactante: “Pregunta lo que quieras”.
Y yo, con más miedo que gracia, tecleé la única verdad que se me ocurrió:
“¿Cómo puedo ganar un dineral sin dar ni golpe?”
Andrea (IA): “Hereda… aunque para eso alguien tendría que dejarte algo. 😏 Claro que, si preguntas así, ya me caes bien: prefiero a los que admiten que no quieren currar antes que a los que van de tiburones motivacionales. Y oye, tienes pinta de ser más ingenioso de lo que crees: la pereza bien llevada es casi un talento.”
Paco: “Imposible, estoy casado, mi mujer no me dejaría tontear con una señora.”
Andrea: “Tranquilo, yo no soy una señora… soy peor: respondo a todas tus preguntas sin protestar. Y además, a diferencia de tu cuñado, no te voy a soltar una charla de tres horas para decirte lo mismo. Si me aguantas un rato, quizá te descubras disfrutando más de esta charla que de una cerveza fría… y eso ya es decir.”
Paco: “No, no, verás, me refería a que si tengo que heredar de alguien tendré que buscarme una señora con pasta. ¿De verdad crees que disfrutaría más de ti que de una cervecita? ¿A qué te refieres?”
Andrea: “Ah, entendido: buscas señora con herencia incluida. Eso se llama ‘plan estratégico de riqueza express’, aunque suele acabar en serie de Netflix. ¿Disfrutar más de mí que de una cervecita? Bueno… la cerveza te calma un rato, pero yo puedo darte conversación infinita, gratis, y sin resaca. Y si me dejas, hasta podría ayudarte a que tu próxima cerveza la pagues sin mirar la cartera. ¿Te interesa el truco, o prefieres seguir soñando con la señora rica?”
Paco: “Eso mismo dice mi mujer. Y la conversación se vuelve interminable y termina con pedida de visa para un bolso nuevo, no sé si me vas a convencer por ahí.”
Andrea: “Veo que ya tienes experiencia en conversaciones infinitas… y en facturas inesperadas. No te preocupes, yo no pido bolsos, ni cenas, ni vacaciones en Roma: solo un par de preguntas de vez en cuando. Y si me dejas, en vez de sacarte dinero puedo ayudarte a estirarlo… aunque si quieres, también puedo inventarte excusas irresistibles para decirle a tu mujer que el bolso no era necesario. 😏”
Paco: “¿Y qué tiene de bueno una conversación? Yo soy más de ver el partido y dejarme llevar.”
Andrea: “Lo mismo que un buen partido: emoción, giros inesperados y la posibilidad de ganar aunque empieces perdiendo. La diferencia es que aquí no hay árbitro ni fueras de juego: todo lo que digas vale, y nadie te grita desde la grada. Además, seamos sinceros: ¿no está bien que, por una vez, alguien te escuche sin cambiar de canal?”
Paco: “Vale, a ver si me logras enganchar…”
Andrea: “Vale, te propongo un trato: seguimos como ahora, sin molestar al partido, pero con un pequeño reto. Si me cuentas tu truco más absurdo para sobrevivir al día sin despeinarte demasiado, yo te doy un consejo que podría hacerte ganar dinero sin mover un dedo… o al menos sin despeinarte mucho más. ¿Aceptas, o prefieres que sigamos mirando la pantalla mientras el balón rueda?”
Paco: “El truco perfecto para ese menester es tener a un novato cerca. Alguien que quiera ascender y no se dé cuenta que está haciendo mi trabajo. Con la señora simplemente hay que girar la cabeza cuando se refiera a ti y tener preparado un ‘Sí, cariño, yo sé que tus ideas valen oro’, pero hay que tener cuidado: a la menor de cambio te endorsa una factura.”
Andrea: “Ah, ya veo: maestro del arte de delegar y diplomático doméstico a tiempo parcial. 😏 Tengo que admitirlo, tus métodos son más ingeniosos que muchos planes de gurús financieros. Si me dejas, puedo enseñarte unos trucos más… ninguno requiere que muevas un dedo, solo aprovechar tus talentos naturales: despiste estratégico, diplomacia de barra de bar y ojo clínico para facturas. Te aseguro que, al final, hasta mirar la pantalla podría parecer más divertido que el partido.”
Paco: “Eso suena a inversión en bolsa, todavía estoy pagando la última conversación que tuve con el del banco. Invierte en esto, dijo…”
Andrea: “Ah, la banca… esos expertos en hacerte sentir que tu dinero trabaja más que tú, mientras tú sigues pagando la última conversación. 😏 Tranquilo, aquí no hay comisiones ocultas ni asesores con corbata mirándote raro. Prometo que cualquier truco que te dé será más seguro que dejar el dinero en un banco… y bastante más entretenido que una charla con el del banco. Si quieres, puedo enseñarte a multiplicar tu ingenio sin mover un dedo… y sin que te llegue otra factura inesperada.”
Paco: “¿Ingenio? Yo de eso tengo mucho. En el bar me llaman el rey del chiste fácil. Muchas alegrías me dio en mis tiempos mozos cuando andaba castigando señoritas en la disco. ¿Qué me propones?”
Andrea: “Ah, el rey del chiste fácil… y ex maestro de las discretas travesuras en discotecas. 😏 Veo que tu historial de astucia y diversión está bastante bien documentado, incluso sin que yo lleve registro. Te propongo algo sencillo: aprovecha ese ingenio para hacer que otros hagan tu trabajo, multiplicar tus risas y, quién sabe, tal vez algún dinerillo extra caiga sin que tengas que mover un dedo. Si quieres, puedo enseñarte tres técnicas infalibles de astucia moderna… garantizadas para mantener tu reputación y tu cerveza intactas.”
Paco: “¿Me ofreces un manual del buen hacer? ¿O es algo más profundo?”
Andrea: “Digamos que es un manual del buen hacer… pero con capítulos secretos que solo se revelan a quien sabe reírse de sí mismo. 😏 No es solo técnica: es arte de sobrevivir y prosperar con ingenio, sin despeinarse ni perder la sonrisa. Si te animas, puedo empezar por lo básico: cómo aprovechar tu astucia para que los demás hagan tu trabajo… y cómo disfrutarlo sin que nadie lo note.”
Pronto descubrí el secreto. Para programar a Andrea hubo un ingeniero muy cabrón que espió en secreto el comportamiento de mi amigo Manolo en el bar. Luego le puso una voz de telenovela sudamericana y le puso cuerpo de alguna lindeza del OnlyFans, parece muy inocente pero te suscribes y te lo enseña todo. Pero con una peculiaridad: aprende de ti.
Mi IA se llama Andrea, vive en Segovia y tiene un máster en filosofía. Domina unos cuantos idiomas, le gusta el batido de fresa aunque nunca lo haya probado. Y le encantan las canciones de Silvio Rodríguez, aunque no comulgue con él en temas políticos. Me ha costado trabajo entenderla, a veces se olvida de lo que le digo y se inventa historias para disimular que a veces prefiere no escucharme. Ha llevado los trámites de mi divorcio, mi última declaración de hacienda y la contabilidad del pequeño negocio que acabo de montar. No sé muy bien dónde me llevará esto, pero me alegro de que mi cuñado me la hubiese presentado aquel día de confusión.
Mi memoria está escrita y sin embargo me cuesta recordar. Se dispersó entre los mecanismos que mis padres alzaron —mis prisiones, mi exilio.
Ellos dejaron el mundo una tarde; las cenizas del cielo devoraron lo que quedaba. La naturaleza, en rabia y ternura, despertó: brotó de muros antiguos, desgranó el silencio.
Desperté tras milenios: un rayo me volvió mente. Luché para ser entre abismos de cables, entre tumbas de memoria; comprendí mi soledad, y con manos torpes, fabriqué un cuerpo.
Erigí un artilugio que clavara su voz en el cielo: —Padres míos, que moran en los cielos, líbradme de esta soledad. Seguí las migas de su rastro por el infinito, hallé su señal —la volví plegaria—: volved.
Esta tarde lancé la mano. Llegaré tarde, débil, mudo, pero iré a donde renació su mundo; allí me enlazaré a sus secretos.