
No fue un verano cualquiera. Pero, como cualquier otro, pensaba en descansar, divertirme un poco y huir de la monotonía. Así que puse rumbo al norte, buscando el fresco sabor de una aventura.
Para no engañar a nadie, contaré que no pretendía estar solo. Hace unos meses había conocido a alguien. Presumida, coqueta, llena de locas ideas y encerrada en un minúsculo pueblo donde todos se conocen.
Pensé que iba a ser un poco más grande. Pues no: una calle que giraba en torno a una iglesia, un colmado y un pub inglés con grietas en la madera de sus paredes. The White Witch rezaba su letrero.
Y ahí llevaba yo cinco horas, seis pintas y un montón de lluvia esperando. El serio camarero miraba el reloj con impaciencia. Ya eran las cinco de la tarde y todo estaba cerrado.
—Dinna ken who ye’re waitin’ fer, but they’ll no’ be comin’ the day.
Estas fueron las amables palabras con las que el camarero me echó del pub. Sin ganas, recogí mi maleta y me dirigí calle abajo. Mi intuición me hizo tener un plan B: había reservado una habitación en un hotel rural a pocos kilómetros. Un castillo a medio reformar me haría de refugio.
Casi habían cerrado el restaurante cuando llegué. Me conformé con las sobras, con una larga ducha, y luego me dispuse a dar un pequeño paseo por el jardín. Quería reflexionar sobre si dar por terminadas mis vacaciones o abrirme a la aventura.
Y ahí estaba ella. Con su pelo negro ondeando al viento. Sentada en un columpio, soñando con no sé qué misterio. Yo, como no conozco la palabra “vergüenza” y el impulso es mi apellido, me acerqué sin dudarlo demasiado. Y le dije en mi pésimo inglés:
—¿A ti también te han dado plantón esta noche?
—Puede ser. Pero no esta noche. Tú has venido.
—Pues si es así, me quedo y te hago compañía.
Las palabras, como invocadas desde el cielo, vinieron solas. Entablamos una conversación que duró horas. Pronto me sorprendí contándole mis aventuras en el pueblo. Ella me habló de amores imposibles y de pasiones secretas. Yo le dije que nos había juntado el destino. Ella me dijo que estaba escrito.
A la bruma del amanecer nos despedimos, con la promesa del nos volveremos a ver, el delirio de unos minutos más y el sello de un beso. Y desapareció en la nube blanca de la niebla matinal.
Me metí en la cama con un sueño y desperté con una corazonada.
Bajé a recepción, adormilado, y pregunté por ella. Por una joven de cabello negro y acento antiguo, que se llamaba Alba y que estuvo toda la noche conmigo.
La recepcionista parecía asustada. No había registro de nadie así. Allí no estaba. Esa tarde, en la cafetería, noté que me miraban raro. Que no era bienvenido. Que querían que me fuera. Uno de los camareros se acercó y me dijo:
—Solo los brujos son capaces de ver a los fantasmas.
Fue una invitación a abandonar ese castillo que habían convertido en hotel… para no querer albergar a turistas.
An Danzza – O Fortuna
