Etiqueta: escrituracreativa

  • Los tres reflejos. Capítulo 5: Perfect Day

    Los tres reflejos. Capítulo 5: Perfect Day

    Laura deslizaba imágenes en su móvil. Pero su mirada estaba lejos, más allá de la pantalla; perdida en otra órbita, en ese imposible movimiento de tres cuerpos que parecía empeñado en repetirse.
    La reproducción se detuvo un instante y dejó escapar el audio del reel. Una sonrisa le tembló en la boca.

    Just a perfect day. Drink sangria in the park…

    Marta no podía vivir en silencio. El silencio la roía, le subía por la nuca. Volvió a dar “play”. No recordaba aquel vinilo que nunca quitó del tocadiscos. Temió un pinchazo en el pecho y quiso mover la aguja. Pero esta solo avanzó unas líneas, dócil, y la canción continuó.

    And then later, when it gets dark, we go home…

    Pedro conducía sin rumbo. Sin prisa por llegar a ningún sitio. Las noticias pasaban ante él como lluvia en un parabrisas: ruido, nada más. En la entrada de la autopista dejó atrás al locutor, apretó el botón del dial. Surgió una canción vieja, un espejismo de tiempos que ya no sabía si le pertenecían.

    Just a perfect day, feed animals in the zoo…

    Los tres escucharon la misma canción.
    Los tres, en puntos distintos del mapa y en un mismo punto del alma.
    Lou Reed suspiró desde su tumba y se puso las gafas de sol para mirar la casualidad.

    Then later a movie too, and then home…

    Los tres empuñaron el teléfono. Marcaron.
    Comunicando.
    Después, las llamadas perdidas.

    Oh it’s such a perfect day…
    I’m glad I spent it with you…
    You just keep me hangin’ on…

    En el arcén, los cristales de Pedro se cubrieron de lluvia. Y la memoria, aprovechando el hueco, le devolvió aquel día entre risas y juegos.

    —Seis, cinco. Bebes tú —dijo Laura señalándolo.
    —¿Yo otra vez? Voy a acabar mal… —Pedro casi pudo saborear el trago que ya no tenía en la mano.
    —Me está entrando sed —dijo Marta, mirando su vaso vacío—. Relleno la jarra y cambio el disco. Este va a suplicar clemencia como siga girando.
    —¿Qué vas a poner? ¿The Clash, como esta tarde? —preguntó Laura.

    Las dos sonrieron con esa complicidad que a veces da vértigo.

    —A ver —dijo Marta—. ¿Cuál es la balada que no te cansarías de escuchar?
    —Tengo muchas… Como Ever Flow, de Pearl Jam…
    —No, balada —insistió Marta—. Las baladas envejecen rápido. Se pegan a los sentimientos, y los sentimientos… mudan de piel.
    —Yo he salido con otras chicas y me ha pasado igual con la misma balada —dijo Pedro sirviendo los vasos.
    —Sí: la de Holiday de Scorpions —respondió Marta.
    —¡Es verdad! Siempre estabas con esa cursilada —rió Laura—. La única que no me cansa es Perfect Day. Es profunda y no va de amor.
    —Sí que va de amor —dijo Pedro, teatral, ofendido.
    —Va de amor —confirmó Marta—. Pero a las drogas.
    —Para mí va de desamor —replicó Laura—. Pero con ese golpe dulce de recordar lo bueno.

    El teléfono de Pedro empezó a sonar. Era Laura.
    Puso el manos libres, pero el WhatsApp se encendió antes de que pudiera arrancar.

    —Hola, Laura. ¿Cómo estás?
    —Bien. Estaba escuchando una canción y me acordé de ti. ¿Tienes las ideas claras?
    —Estoy hecho un lío. ¿Tú no?
    —Yo no. Yo tengo claro lo que quiero.

    Chat paralelo
    Marta: ¿Ya no me respondes las llamadas?
    Pedro: Te estaba llamando ahora. Comunicabas. ¿Podemos hablar?
    Marta: Te echo de menos.
    Pedro: Y yo a ti.

    —¿Y si quedamos? —propuso Pedro.

    Marta: Vente a casa.
    Pedro: Voy para allá. Pero estoy lejos.

    —Podemos quedar, sí —dijo Laura—. Pero también deberíamos hablar con Marta.
    —Voy a verla ahora.
    —Voy yo también.
    —Déjame ir primero, y luego vemos.

    Laura colgó. Miró las gaviotas cruzando el cielo y llamó a Marta.

    —Hola, Laura.
    —Te estuve llamando.
    —Y a mí me dio miedo responder.
    —Tranquila. ¿Estás bien?
    —Estoy hecha un lío. Te echo de menos… pero también a Pedro.
    —¿Y eso es malo?
    —No te entiendo.
    —¿Podemos quedar?
    —He quedado con Pedro. ¿Nos vemos después?
    —Creo que voy para allá.
    —Pero deja que hable con él antes.
    —Estoy en la costa. Tardaré un rato.

    Marta quiso dejarse llevar por la música, pero los nervios eran más fuertes. Le arañaban el vientre como un gato impaciente. Quería dormirse y despertar cuando alguno llegara. Le daba igual cuál. Solo quería que alguien rompiera la grieta del silencio. El tiempo a solas solo le enseñó una verdad: no quería estar sola.

    Pedro aceleraba. Se había ido demasiado lejos. Ahora debía desandar ochenta kilómetros. Lluvia, carreteras secundarias, un coche que avanzaba lento y una mente que corría demasiado.
    ¿Y si ellas habían decidido que estaban mejor sin él?
    ¿Y si perdía a las dos?
    No sabía qué iba a pasar. Solo sabía que la herida empezaría a cerrar cuando la viera.

    No.
    Cuando las viera a ellas dos.

    Suspiraron al mismo tiempo, sin saberlo.

    Pedro subió las escaleras de dos en dos. Perdió al subir el norte y la respiración. Laura estaba allí, frotándose el frío de las manos. Mirando el timbre como si pudiera adivinar el futuro. Con la tripa hecha un nudo.

    —Hola, Laura —dijo Pedro con la respiración golpeándole el pecho—. ¿No te dije que esperaras?

    Se abrazaron. Se negaron el beso. Llamaron al timbre. Él no quiso usar la llave: sentía que no tenía derecho.

    Marta abrió. Quiso abrazarlos a los dos. Su cuerpo fue más sincero que su cabeza.

    —Entrad.

    Se desplomó en el sofá. Las ojeras le brillaban con lágrimas recién peleadas.

    —¿No ibais a venir por separado? Ahora no sé a quién abrazar.

    Pedro dudó. Laura no. Ella entendió antes lo que Marta necesitaba.

    —Ven aquí, Pedro —dijo Laura, firme y suave—. Ahora, lo que necesita Marta.

    El abrazo fue torpe. Tenso. Raro. Se separaron.
    El silencio se espesó. Laura lo rompió.

    —No os entiendo.
    —¿Qué no entiendes? —preguntó Pedro.
    —Esto es mejor en el suelo. Así se habla mejor. En triángulo.

    Marta sonrió apenas.

    —¿Vas a hacernos terapia de grupo?

    —Algo así. A ver, Pedro: te gusta Marta. La quieres. Te atrae. Te cae bien. Pasáis buenos ratos. ¿Sí?

    —Sí…

    —Y tú, Marta: ¿sientes lo mismo? ¿Le has echado de menos? ¿Te lo comerías ahora mismo? ¿Querrías que lo vuestro no terminara?

    —Sí… pero…

    —Ahora vamos con los “peros”. Marta: ¿te gusto? ¿Te caigo bien? ¿Te atraigo?

    —S… sí —susurró Marta.

    —¿Y tú, Pedro? ¿Te gusto? ¿Te haces bien conmigo?

    —Sí.

    —Vosotros me gustáis a mí. Los dos. Marta me ha hecho descubrir un mundo. Pedro, desde siempre. Incluso cuando yo fui la que te dejó —dijo Laura, sin apartar la mirada.

    —Pero habrá que elegir —dijo Pedro.

    —Sí. Elegir lo que menos nos rompa.

    —No sé si es… —Marta tragó aire.

    —Te lo pregunto así —dijo Laura—: ¿tienes algún motivo para odiarme? ¿Crees que puedo hacerte daño?

    —No.

    —¿Y tú, Pedro? ¿Crees que puedo haceros mal?

    —Creo que no.

    —Yo quiero estar con vosotros. Pero si alguno no puede, o no quiere, desapareceré. No seré un estorbo. ¿Queréis pensarlo a solas?

    Marta y Pedro se miraron.

    —Sí… déjanos pensar. Pero…
    —Quédate esta noche —dijo Marta.

    —¿Me dejaréis ir por ropa para mañana?

    Laura se levantó para salir, pero Marta le sujetó la mano. Firme y dulce.

    —No. Te dejo algo mío.

    Extremoduro – Buscando una Luna

    Ilegales – Destruye!

    Marta miro el disco, una versión extraña grabada en directo, sin pausa para los surcos, sin sello de la discográfica. Lo deposito con cariño en el aparato y pulso para que la aguja se enamorara de la rugosidad del surco.

    – Que triste, ayer cayó Jorge Martinez y hoy Robe.

    – ¿Quen es Jorge Martinez? – Pregunto Laura cuando empezo los vitores del concierto que estaban reproduciendo.

    – El calvo de Los Ilegales.

    – Joder, ¿También ha muerto?

    – Si, se van los mejores.

    – Como Pedro, que se va siempre de viaje de trabajo sin llevarnos.

    – Hablando de Pedro… ¿Has pensado si te gustaría tener hijos?

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  • El mañana quedo en blanco

    El mañana quedo en blanco

    El mañana me dejó sin verso, sin nada que decir.
    Me robó la voz mientras mi alma quería vivir.
    En la melodía del pretérito imperfecto me quedé varado, esperando.
    Sin una sílaba adornada que ofrecer,
    sin la defensa propuesta en la prisa,
    sin el sentido que sienta al verbo en su trono,
    en el abandono del esfuerzo olvidado.

    Coleccionaba palabras.
    Las buscaba en la orilla de mi razón,
    seleccionando las erres errantes
    y las que ardían de corazón.
    Las ordenaba por semblante, cadencia y plumaje.
    A las que rugían salvajes las escondía del reproche del contexto;
    a las que rimaban candentes les inventaba vocales con vuelo,
    y las hacía desfilar lento,
    trazando la respiración como si fuera un suspiro.

    Pero, aun así—
    sin retar al aliento restado,
    esquivando el fracaso escondido—
    me quedé sin licor en el vaso
    y con el tiempo perdido.
    Solo espero que, resistiendo el deseo del desespero,
    mis lágrimas se vuelvan relato
    y mi memoria, hoy, me regale un soneto.

    Urge Overkill – Dropout

    “Y si mañana vuelve en blanco… ¿será silencio, o será el principio de otro verso que aún no sé recordar?”

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  • Nana triste para un niño viejo

    Nana triste para un niño viejo

    Hoy no me toca soñar.

    El aire surca extraño y, entre sábanas, se dispersa en remolinos.
    Mi mente se derrite en gotas de cansancio herido:
    no quiere darme reposo, solo gira y gira, sin motivo y sin caducidad.
    Invoco ovejas blancas aladas, un ejército inútil
    cuando los párpados no me pertenecen
    y son presa del capricho de un tal Cortisol.

    Entre tanto, flotan imágenes en tonos pardos,
    carcomidas por el baúl que las guarda,
    que hoy, traicionero, ríe satisfecho.
    Mientras yo sigo rotando, ellas se proyectan en el techo:
    mirada distraída, flequillo en los ojos,
    pantalones de pana gruesos
    y unas ganas de volar contenidas en un salto.

    Lo dejé escapar, a ver si así me canso.
    Quise enseñarle los días presentes del futuro pasado.
    Y él, sentado en la duda, mirando desde mis ojos,
    comprendió que era yo.

    —¿Todavía no vuelan los coches? —preguntó,
    como quien sostiene una promesa rota.

    —No. Pero hay ojos en el cielo —respondí.

    Pareció animarlo.

    —¿Vive gente en la luna? ¿Ya consiguieron habitarla?

    —¿Para qué alcanzarla? Es más bonita lejana.

    —¿Y robots? ¿Ya los inventaron?

    —Sí. Y hablan con nosotros, aunque no tengan cuerpo.

    Le conté inventos osados que nos acompañan en el bolsillo,
    de cómo ya no hace falta hablarles:
    nos entienden por gestos.
    Le hablé de un oráculo tejido en una telaraña.
    De cómo nunca estamos solos,
    aunque cada vez estemos más lejos.

    Y yo, al ser soñador, esperaba que algún día, hablando,
    nos entendiéramos todos.
    Que estábamos aprendiendo a hacerlo.

    —Si eres un soñador, ¿por qué no estás durmiendo? —dijo.

    Y solo entonces entendí
    que ya no estaba despierto.

    Pauline en la Playa – Quién lo iba a Decir

    A veces el sueño llega cuando dejamos de perseguirlo.

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  • Tiempo en pausa

    Tiempo en pausa

    Se me olvidó que olvidaba. Dejé de hacer esas frases tan largas, densas de contenido, enmarañando suspiros de mi memoria. Rompiendo el acento, desdibujando las prisas por pasar, las de no estar atento. Porque, por lo que veo, ahora no hay tiempo. 

    Las ideas se deslizan y soy yo quien pausa el momento, para contemplarlo despacio. Como un instante eterno que se vuelve efímero con un gesto. 

    Izal – Pausa

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  • Diario de un soñador lúcido
Carta 22: Lo que se esconde bajo la risa

    Diario de un soñador lúcido Carta 22: Lo que se esconde bajo la risa

    —¡Corre, corre!—
    Las paredes chorreaban un material oscuro. Parecía alquitrán. Desyria buscaba una salida en el laberinto mientras yo disparaba con la rabia de un gato acorralado. En cada esquina había sombras; detrás de nosotros, aún más. Y pensar que, hace un instante, íbamos a tener un día de paz.

    Al caer el sueño, emocionado por la cercanía que me inspiraba mi amiga de verde, fui a visitarla. Llevaba un recuerdo de tarta de manzana; ella tenía licor de cerezas. Íbamos a descansar otro día más. A dejar correr el tiempo. A darnos, quizá, la oportunidad de estar juntos. A solas. Quién sabe…

    Entonces lo vimos: un árbol extraño en la selva, justo en la zona de los portales. Tenía la corteza acristalada, un brillo metálico. Desde su interior se oían cascabeles y se escapaba un aroma a chicle de fresa. Un destello rosa nos convenció para investigarlo.

    Por dentro era un espectáculo. Un circo, una feria, atracciones imposibles: la fantasía de un niño. De ese niño que los dos llevábamos dentro. Así que hicimos lo que mejor sabemos hacer: vivirlo todo. Subimos a la noria que traspasaba el cielo, bajamos por un tobogán que caía desde las nubes, comimos algodón rosa. Reímos con los payasos.

    Y en un descanso, nos dimos un beso.

    Fue en el centro, donde comenzaba el laberinto, cuando noté algo extraño. Pero, como gatos que van a morir, entramos. Y allí descubrimos el engaño.

    Las paredes eran nacaradas, deformaban nuestros cuerpos al reflejarlos. Vimos gente entrar: personas que ya no eran personas; payasos que ya no eran payasos. Se quitaron la máscara… y se fundieron en negro.

    Sombras.
    Miles.
    No, millones.

    Corrimos. Disparé sin parar mientras ella buscaba una salida. Pero eran demasiadas, y yo ya estaba agotado.

    —¡Por aquí, por aquí!

    Una chispa de esperanza. Una salida al fondo. Corrimos todo lo que pudimos. Pero tras la luz había un abismo. Y en su centro, una máquina flotando: cuerpo y cabeza humanos, pero un aspecto frío, artificial, lleno de cables y luces parpadeantes. Su rostro parecía un recuerdo mal impreso.

    Disparé con saña. Ella resbaló. La agarré de la mano. Abajo, un agujero en espiral que quería tragárselo todo. Intenté subirla. Necesitaba salvarla. Pero ella cayó. Se precipitó en la nada. La vi desaparecer tras el relámpago desesperado de su mirada.

    —No está muerta —me dijo la máquina—. Solo ha sido capturada.

    —¿Por qué? —pregunté, suplicando.

    —No lo sé —dijo—. Ellos me obligaron.

    Del centro de su cuerpo surgió una luz que giró y se abrió. Desde su interior apareció el mundo despierto.

    —Escapa por aquí. Huye. Te ayudaré en cuanto pueda liberarme.Desperté con un grito, con un vacío insoportable en el pecho.
    Y en algún lugar de Europa, alguien no despertó.

    Mother Mother – Ghosting

    “Aún temblaba la ausencia, pero el sueño, paciente como un animal herido, empezó a cerrar los ojos.”

    Diario de sueños

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  • Dialogo con el espejo

    Dialogo con el espejo

     Unas palabras en negro que se desdibujan en blanco.
    Y yo, buscándome en sueños, en recuerdos pasados.
    En una ardua conversación sobre el papel y mis fantasmas.

    Entre el eco de las teclas, adentrándome en el documento, quise ver cómo…

    El sol de la mañana. Despertando frágil, derramando su calor a sorbos de mar…

    —No. Esto ya lo he escrito. Mejor comenzar de nuevo.

    La luna nueva carecía de brillo hoy…

    —Sí, un tanto ridículo: brillo donde no hay…

    Aquel adiós duró un eterno segundo de desdicha…

    —¿Y qué más? Vuelta a lo mismo. Quizás enfocado de otra forma…

    Ella sonrió con la tristeza de un adiós…

    —Buff… no. Mejor vamos a otra cosa.

    ¿De qué te avergüenzas?

    —¿Yo?

    “Sí, tú. ¿Acaso hay alguien más?”

    —Que yo sepa, estoy solo. Aquí, buscando qué escribir.

    “Claro. Y la primera frase tiene que ser perfecta para que el texto fluya, ¿no?”

    —Creo que por fin ha ocurrido.

    “¿Qué ha ocurrido? ¿Tu frase perfecta? Yo no leo nada.”

    —¡No, no! Lo que ha ocurrido es que se ha roto mi mente. Estoy hablando con el procesador de texto.

    “Un momento… ¿de verdad crees que estás hablando con una máquina?”

    —¿Qué si no?

    “Siempre se ha dicho que los escritores tienen las conversaciones consigo mismos sobre el papel, ¿no crees?”

    —Claro. Sería una buena cita. Algo así como: «Escribir es sentarse frente al espejo y dejar que la tinta diga lo que el alma no se atreve. Una conversación infinita entre el yo que recuerda y el yo que inventa».

    “¿Lo ves? No es tan difícil. Venga, arranca ya.”

    —¿Entonces qué eres? ¿Mi subconsciente?

    “En todo caso, tu inconsciente.”

    —¿…Inconsciente…?

    “¿Tú? Totalmente.”

    —¿Por qué dices eso?

    “¿Te acuerdas del email que leíste hace un rato, ese que decía que habías ganado un premio?”

    —Sí, claro. Seguí el vínculo y no había nada.

    “Bueno, pues en verdad sí había. Estaba yo esperando a ver quién picaba. Llevo un rato buscando en tu ordenador algo valioso. Pero como no encontraba nada y me aburría… empecé a contestar tus textos.”

    Lori Meyers – Mi realidad

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  • El batracio y el oso

    El batracio y el oso

    —Buenas tardes, amigos de la literatura. Bienvenidos a este paraíso de narraciones que hemos llamado “La biblioteca animada”. Hoy hablaremos de un género especial: la fábula. Breve relato fantástico, a menudo con un aire poético, animales como protagonistas y siempre con una lección final.

    Como la que nos ofrece nuestro invitado de hoy: el reconocido escritor Renato Londrado. ¡Un fuerte aplauso para él!

    —Buenos días.

    —Tardes.

    —¿Qué?

    —Que este programa se emite por la tarde. En fin… ¿Le parece correcta “fábula” como género para su último libro El batracio y el oso?

    —Prefiero llamarlo cuento. Mis personajes viven situaciones que reflejan la realidad pero…

    —¿Realidad? Yo he leído una historia de una rana que discutía con un oso.

    Batracio, no rana.

    —Bueno, un anuro que se enfrenta con un oso.

    —Sí, en mi libro hablo sobre el acoso laboral. Pretende ser una herramienta de autoayuda.

    —¿Cuándo saca ese tema? ¿Cuando el oso se come al rano o cuando muere envenenado por la ingesta?

    —¡Coño! Me ha destripado la trama.

    —Es que no encuentro la metáfora en la vida real.

    —Pues que sepa que está basado en vivencias propias.

    —¿Se dedicaba a discutir con osos? ¿O tragó algún sapo en la juventud?

    —Nada de eso. Fue en mi primer trabajo. Tenía un jefe nuevo, muy novato, que me acosaba de manera persistente.

    —¿Y qué ocurrió?

    —Que lo invité a un té de hierbas un día en la oficina.

    —¿Manzanilla? ¿Tila?

    —Ayahuasca.

    —Vaya jornada laboral la suya.

    —Trabajábamos en una empresa de transportes de mercancías.

    —Comprendo. Y fue en la cárcel donde desató su pasión por la escritura, ¿no?

    —Efectivamente. De ahí surgió mi próximo libro: El rinoceronte y la chinche.

    —Promete ser un bombazo lleno de picores.

    Leroy Anderson – Typewriter

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  • Carta 9: El  sueño de un alma perdida.

    Carta 9: El sueño de un alma perdida.

    Querido diario
    Hoy me incorporé en la cama y me dispuse a desayunar. Pero el despertador, que tenía alas, salió volando apresurado. Quise poner los pies en el suelo… pero mi cama también flotaba en el aire. Entonces empecé a comprender.

    No es fácil empezar a tomar las riendas, pero ya tengo a Morfeo calado. Así que, suspirando un conjuro, hice aterrizar mi lecho sobre una nube y salí de él. Frente a mí apareció una puerta. Sabía que no era la salida al mundo real: conducía a otro sitio.

    Mi deber era cruzarla. Me adentré en la oscuridad que se derramaba al abrirla. Era un camino amarillento en un paisaje sombrío. Las nubes se retorcían de rabia y los relámpagos señalaban la soledad.
    Había una joven perdida que se asustó al verme.

    —No temas, solo quiero ayudarte —le dije al ver el miedo en su mirada.
    —Tenemos que huir —me dijo, y al instante me agarró de la mano.

    El terreno se volvió árido, el camino se retorcía. Las sombras ocultaban alimañas que nos perseguían. El sendero terminó de golpe, un afilado precipicio nos dijo que no había más.

    Tocaba enfrentarse a quien venía detrás.

    De una bolsa que no sabía que llevaba saqué una linterna. La miré y le hice una promesa:

    —Si me das el poder de este sueño, te prometo que te sacaré de aquí.
    —Esto no es una pesadilla —respondió ella.
    —Sí lo es, solo tienes que entender qué hay de verdad en ella.

    La linterna se encendió. Su luz disolvió la oscuridad. El cielo se volvió azul. Las nubes, blancas. La sombra que nos perseguía ya no era más que un anciano. Él recorría la senda, confuso. Era como un alma errante.

    —¿Qué haces aquí? —preguntó ella, con el corazón en vilo.
    —No lo sé… Solo acudí a tu llamada.
    —¿Por qué me persigues entonces?
    —No soy yo. Eres tú quien me ata. Mi camino no está aquí. Solo necesito que liberes mi alma.

    El viejo y la joven se fundieron en un abrazo.
    Y yo, que sé cuándo sobro, me fui a buscar otra puerta abierta. Camino a mi despertar.

    La sombra lo cubrió todo de nuevo, pero ya no había miedo.
    Solo quedaba el duelo.

    Alva Noto & Ryuichi Sakamoto – Aurora

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