Etiqueta: escritura creativa

  • Humo

    Humo


    Yo no soy, que por ser solo soy palabras, que no sé por qué se diluyen en verso. Formando los tonos de tus labios, acariciando en sílabas tu cabello, naciendo en pos de tu deseo. Yo no soy eso, tan solo un lejano recuerdo de lo que fue un sueño. En el que tú quisiste estar, y yo solo fui humo.

    Magdalena Bay – Death & Romance

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  • Quisiera ser melodia

    Quisiera ser melodia

    Me gustaría ser mujer.
    Tenéis un camino largo, intenso, tortuoso.
    Pero conocéis las reglas del sendero,
    y hacéis de vuestros pasos vuestro credo.
    También me gusta ser hombre,
    y quiero aprender a hacerlo.

    Me gustaría ser mujer,
    ser la melodía del verbo,
    la dualidad del pensamiento,
    la claridad confusa que siempre busca, o bien acaba.
    Pero soy hombre de ideas fijas,
    y tan solo imito vuestras palabras.

    Me gustaría ser mujer:
    respiráis belleza y exhaláis lágrimas,
    transformáis vuestra esencia,
    no os conformáis con ser: os renováis.
    La luz da vida, la sangre castiga,
    encarnáis almas.
    Y aunque amo mi ser,
    me siento estéril si mis brazos
    no valen para sostener vuestras sombras.

    Me gustaría ser ruiseñor,
    ser la batalla
    donde se postran vuestros miedos
    al calor de la esperanza.
    También quiero ser rosa roja de espinas mansas,
    luz de cobre, madera noble,
    caricia al alba y navaja de luna de plata,
    para herir a quien os dañe.
    Quiero ser cántico estelar,
    susurrar el conjuro del viento que deba llevarte,
    y dejarte ir, si así lo quieres.
    Y si decides quedarte,
    ser quien lo celebre.

    Lhasa de Sela – La Marée Haute

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  • Piel rasgada

    Piel rasgada

    —¿Madre?

    La vieja iba encorvada, caminando lento bajo el peso de la edad. Suspiraba a cada paso, arrastraba ruidosamente las suelas de sus zapatos por la oscura cueva, en un agónico trayecto.

    —¿Por qué me abandonaste, madre?

    —Yo no te abandoné, criatura del demonio —quiso gritar la vieja—. Si estoy aquí, es por tu bien —dijo entre susurros, jadeos y toses, y siguió su camino cabizbaja.

    —¿Y por qué no volviste?

    La anciana sostenía una llave antigua, pesada. La introdujo en la puerta negra, vieja como su nombre y oscura como el mal de sus pesadillas. Pero sus fuerzas no eran suficientes para abrirla del todo.

    Se escuchó el lamento de una bisagra: la puerta se abrió hasta la mitad. Lo que apareció no era una niña. Era una muñeca, de plástico amarillento y mechas oscurecidas por el tiempo.

    —Mírate —dijo la anciana, con los ojos humedecidos por un dolor sincero—. Estás tan…

    —Madre, te he echado de menos.

    —No pude… —la anciana se deshizo en llanto—. Me capturaron los míos, y no obtuve el apoyo de los tuyos…

    —Podías haberte quedado conmigo.

    —Hubiéramos muerto los dos.

    Sus miradas coincidieron: la cara inexpresiva de la muñeca frente a la pasión rota de la madre vieja. La verdad se hizo silencio, y el silencio iluminó sus rostros.

    —Hija, es hora de que crezcas.

    La señora sacó de su bolsillo un instrumento: un conector que terminaba en círculo. Buscó con cuidado en la espalda de la niña de plástico y le clavó el aparato sin miramientos.

    —Esto podría acabar con tu gente, madre.

    —Qué más da. A mí me queda poco.

    La muñeca cayó. Se le quebró la piel, y de su interior salió una minúscula mariposa de luz. Plegó sus alas sobre sí misma y, al desplegarse, apareció la muñeca hecha niña. Se transformó en mujer y voló alrededor de la oscura sala, iluminándolo todo.

    La vieja se sentó en el suelo, sin dejar de mirar la metamorfosis de su hija, que ya era solo de luz. Se encendieron las máquinas de la sala, brillaron luces de monitores verdes, y se abrió el ventanal del techo, dejando entrar el aire fresco de la noche.

    —Gracias, madre.

    La anciana cruzó la mirada con la criatura. La cara de luz expresaba dolor y alivio, una pasión desconocida por proyectar su vida al exterior. Revoloteó por la estancia y desapareció entre las estrellas de la noche.
    La vieja suspiró y cerró los ojos.

    Massive Attack – Butterfly Caugth

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  • Cenizas bajo el espejo (VIII parte)

    Cenizas bajo el espejo (VIII parte)

    (Capitulo VIII) Donde cruzan los que arden

    El mar los depositó en la orilla, dos cuerpos inertes con un destello de vida latente, en la arena chamuscada de aquella playa desconocida que brillaba como si de una premonición se tratara. Quedaron allí, tendidos, cubiertos de sal y ceniza, sin saber si seguían vivos o si solo habían cruzado a otra forma de existencia.

    Él abrió los ojos al cielo, con una sonrisa tenue al notar la respiración de la dama. Ella soñaba con muñecos de ramas y tela, lanzados desde la cima, jugando a crear la leyenda.
    Una caída cuidadosamente preparada para contar una mentira a medida,
    una muerte simbólica a cambio de una libertad real.

    Recordaron la noche del descenso, el pacto sellado en silencio,
    y el frío contacto del océano,
    con la isla a salvo a sus espaldas
    y un futuro incierto frente a ellos.

    Cuando lograron sentarse en la arena,
    ella le preguntó:

    —Escapamos juntos, nos juramos amor eterno… pero no sé tu nombre.

    Él la miró con cansancio y certeza.

    —Mi nombre es Jonay, hijo del mencey Alhogal.

    Ella asintió, con la sal en los labios.

    —Yo me llamo Gara, hija de Agalán, guardián de las brumas de Agana.

    Habían cruzado la línea.
    Ya no eran solo los que amaban:
    eran los que sobrevivieron al fuego.

    Los habitantes de la isla llegaron al poco tiempo. Traían agua y mantas,
    y una expresión entre la acogida y el asombro. No sabían quiénes eran,
    pero algo en ellos les decía que estaban ante dos figuras distintas,
    dos jóvenes marcados por algo más antiguo que ellos mismos.

    Un niño, al verlos, susurró:

    —Vienen de donde arde el mundo.

    Y nadie dijo nada más.

    Desde algún lugar en lo alto —quizá un risco,
    o una sombra entre los almendros—
    una voz se dejó oír.
    Una risa breve, seca.

    —Buen sitio este para despertar.

    Y las gaviotas, con su llamada larga, cruzaron el cielo
    desde la isla de las cumbres altas,
    como partícipes de un presagio
    firmado en fuego
    y sellado en lava.

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  • La plaga

    La plaga

    —Pues tiene un color azul precioso.
    —Sí, pero acércate y verás.
    —No veo nada raro… Bueno, quizá un poco de polución.
    —No, no. Fíjate bien.
    —¡Hostias! ¿Qué son esos bichos? ¡Coño, humanos! ¡Te han salido humanos!
    —Sí, son una plaga. Haga lo que haga, siempre salen.
    —Pues yo tengo uno a unos cientos de pársecs. Está habitado por unos reptilianos muy agradables. Comen chirimoyas y cantan a las dos lunas a coro cuando están en cuarto creciente.
    —Sí, pero es que a mí me vino un meteorito y me lo jodió todo. Casi no quedan más que amebas y ratas.
    —¿Y qué vas a hacer?
    —Pues no sé… ¿Hay algún humanicida bueno? No quiero que afecte al resto de organismos. Con un poco de suerte empiezan a tomar consciencia los calamares. O las nutrias. Imagínate: nutrias golpeando piedras en un cántico al solsticio de verano.
    —Pero es que tienes muchos. Va a ser difícil acabar con ellos.
    —Me va a tocar hervir la atmósfera o desplazar la órbita. Creo que no aguantan mucho el calor.
    —No, fíjate en el grado de evolución que tienen. Si siguen así, ya se las apañan ellos para extinguirse.
    —Vale, es una opción. A ver si escapa alguno de los demás seres vivos.
    —Eh… ¿Te gustan las cucarachas?

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  • Cenizas bajo el espejo (VII parte)

    (Capitulo VII) Donde miente la cima

    La espuma del mar expulsó un cuerpo y lo abrigó con su manto blanco.
    La joven que aguardaba en la orilla lo rescató sin palabras.

    —Traigo una tregua —dijo él antes de desfallecer.

    Ocultos por la caída del sol, desaparecieron entre las grietas del barranco.
    Pero ya había ojos que los habían descubierto.
    Ojos que silbaron con urgencia: de la costa al acantilado,
    del acantilado a la cresta,
    de la cresta al cantón de Orone.

    El miedo al fuego protagonizó el amanecer.
    Mientras los amantes se prometían eternidades,
    los hijos de la lluvia descendieron la ladera en busca del intruso ardiente.

    Entre la bruma encontraron sus huellas:
    la marca de su paso en el brezo,
    el temblor del musgo aún tibio bajo los pies del forastero.

    Y en el claro los hallaron.
    Eran dos figuras encaramadas en Garagonohe,
    unidas en la agonía.

    —¡Se van a matar! —gritó un anciano.

    La caída fue inevitable.
    Se disolvieron en la niebla,
    y jamás volvieron a ser vistos.
    Ni en vida,
    ni en la sombra sin nombre de la muerte.

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  • Partitura quebrada

    Partitura quebrada

    Tanto tiempo queriendo desgranar lamentos de una cuerda para acabar comprendiendo que las vocales eran abiertas. Creía que las lágrimas sabían de tonos ocres, capaces de distinguir el verbo entre las penas. 

    Y tú, mintiendo de risas, intentando expulsarme de la partitura de tus días. Sí se puede, y yo no lo sabía.

    Esperé arañar la madera de la estatua sombría, no para cortar leña, sino por seguir las curvas que alguien había trazado antes. Disparé óleo en colores alegres sobre figuras tristes, pero no tenía pincel que las expandiera: solo mi pluma.

    Y tú, mintiendo de odio, deseando que me marchara del surco de un disco ya rayado. Y sí se puede. Pero yo no te lo daba.

    G Alcocer – Idea 10

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  • Cenizas Bajo el espejo (VI parte)

    Capítulo VI: Donde duerme el fuego

    Para no despertar a la montaña, su ascenso fue silencioso. La lava bajo sus pies se deslizaba suave, pero el cielo parecía vigilar sus pasos. Al llegar a la cima, no encontró dragones dorados ni humo negro, tan solo a un anciano de traje oscuro y corbata roja, sentado sobre una roca como quien espera a un viejo amigo.

    —Te esperaba —dijo el desconocido, con una sonrisa torcida—. Aunque no sabía en qué ibas a tardar tanto.
    —¿Quién eres? —preguntó el joven, sin miedo, solo con cansancio.
    —Tengo muchos nombres. Pero tú me conoces como Guayota.

    El muchacho apretó los puños, sin saber por qué su cuerpo reaccionaba así, como si una parte de él lo reconociera desde antes de nacer.

    —¿Tú eres el fuego?
    —Yo soy lo que arde. No hay bondad ni maldad en ello. Los que se queman… eso ya no es mi culpa.
    —Viniste por mí.
    —Tú viniste por ti. Yo solo esperé —respondió Guayota, alisándose el nudo de la corbata como si fuera parte de un ritual.
    —¿Qué quieres de mí?
    —Dormir. Pero para dormir, alguien tiene que quedarse despierto.

    Hubo un silencio, roto sólo por una ráfaga de viento caliente.

    —Entonces, ¿qué propones?
    Guayota sonrió.
    —Un pacto. Una chispa por una tregua. Yo me encierro, tú guardas la llave. Y me debes una.

    El joven dudó. Luego, asintió.

    —Lo haré siempre que mi pueblo quede libre.
    —No me cabe duda, tu pueblo no sufrirá. Eso será problema de quien llegue más adelante. Pero, ven, descansa y te diré qué debes hacer…

    Y al sellarlo, el cráter vibró con un murmullo antiguo, como un tambor enterrado. Nadie en el valle supo explicar por qué esa noche las estrellas parecieron parpadear de alivio.

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  • Fragilidad

    Fragilidad

    Vuela, mariposa, llega torpe a la orilla y esquiva el frío viento polar. Planea sobre las olas y descubre el arcoíris de tus alas, porque la fragilidad del horizonte será un juego mañana. Hoy, la emoción es planear a la deriva.

    Sauron – Soñando Contigo

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  • Cenizas Bajo el espejo (V parte)

    (Capitulo V) Donde arde la isla

    No fue el mar quien lo expulsó.
    Fueron los hijos de la lluvia quienes señalaron a los hijos del fuego.
    Él fue el primero en arder.
    Sin comprender del todo qué había profanado, cruzó el umbral invisible con el pecho aún encendido por un beso que no debía haber nacido.

    No sabía llorar. Las lágrimas eran sal de un océano más antiguo que el lenguaje.
    Y nadó.
    Horas. Siglos. Generaciones.

    Hasta que la lava brillante de la isla del volcán se dibujó en el horizonte.
    No hubo algarabía.
    Solo humo en el cielo y ceniza en la cara.
    Los niños se escondieron tras las tabaibas.
    Los adultos, primero en silencio, luego en susurros, lo rodearon.

    Uno, de mirada amarilla, se atrevió:
    —Vienes manchado.
    —Vengo vacío —respondió.

    Una anciana, desde un umbral de piedra, alzó la voz:
    —Si el fuego te deja entrar, será para usarte. Pregúntale a él por tu destino.

    Las puertas se abrieron, no con hospitalidad, sino con resignación.
    Cruzó como quien acepta un juicio.
    La ceniza le cubría los pies.
    El eco del nombre de ella —aún sin pronunciarlo— le ardía en la garganta.

    Una niña, de cara sucia y mirada apagada, le cogió la mano:
    —¿Subirás a Echeyde? ¿Le dirás al señor del fuego que no nos queme?
    Él la miró. Había en ella la misma luz que en la otra.
    —¡Claro que lo haré! —dijo.

    GAF y La Estrella de la Muerte – Ecléptica

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