
—Tienes que ir, Anuk.
—Claro, Zarnilla… pero ¿de dónde sacamos el jodido dinero?
—Yo tengo esto.
El suspiro de Anuk se perdió en la penumbra. No había otro remedio.
—A ver qué comemos estos días… —murmuró, con un filo de resignación.
Sacó del frasco dos luciérnagas, quizá tres. Sus diminutas luces palpitaban como corazones de cristal. Las metió en un bote, lo agitó suavemente; el resplandor se dispersó en destellos verdes. Enganchó el bote a un pañuelo y se lo colgó al cuello.
Saltó por la ventana. El aire frío le lamió el rostro. La rama crujió bajo sus pies mientras avanzaba hasta el extremo. Un silbido breve, afilado como aguja en la noche.
—Vamos, Ramper… no tardes.
Se quedó inmóvil, orejas de punta, atento al murmullo líquido del bosque. Una ráfaga de aire tibio y un aleteo profundo rasgaron la oscuridad. La sonrisa le llegó sola.
Saltó. Giró en el aire. Aterrizó sobre el lomo aterciopelado de su murciélago fiel. Ramper describió un círculo sobre la casa-árbol antes de lanzarse hacia el norte.
El río les guiaba, derramando su luz plateada sobre los rápidos. Un descenso en picado, el rugido del agua creciendo. Anuk bajó, apoyó las manos sobre una roca fría y húmeda, raspó el musgo con cuidado y lo guardó en una bolsa de tela áspera.
—Vamos, Ramper.
Subieron. Desde las alturas, el mar de copas de árboles se extendía como un océano verde. Anuk se inclinó, se colgó por el cuello del murciélago y cortó ramas de los gigantes más viejos. El aroma de la savia fresca se mezclaba con el de la noche húmeda. Cuando tuvo suficientes, volvió al lomo de su compañero y tiró de las riendas.
—Por aquí, compañero.
La montaña se alzó como una bestia dormida. Entraron en una cueva pequeña; la humedad rezumaba de las paredes. Ramper se colgó del techo y Anuk recogió hongos fluorescentes, cuyo resplandor azul bañaba las piedras en una penumbra mágica.
—Venga… nos queda la última parada.
El olor les llegó primero. Ácido. Podrido. Un aliento espeso que parecía colarse bajo la piel. Sobrevolaron la ciénaga, rastreando la superficie turbia. Los gases luminiscentes emergían del barro en burbujas fantasmales.
Anuk lo vio y saltó.
El ciempiés era un monstruo articulado, con un brillo aceitoso en cada placa. Lo abrazó por el centro, luchando por inmovilizarlo, y le ató un pañuelo grueso a las fauces para que no escupiera veneno. El bicho se sacudió con una violencia que le arrancó del suelo. Anuk golpeó contra la tierra y todo se volvió negro.
Un tirón brusco lo arrancó de las fauces abiertas. Ramper, en un aleteo feroz, lo alzó hacia el cielo.
—Al bosque, Ramper… ya lo tenemos todo.
Volaron como una sombra líquida, sin ruido, hasta entrar por la ventana abierta de una casa hecha con madera muerta. En el centro, sobre una mesa arañada, una vieja de nariz afilada removía un caldero. El vapor olía a hierro, tierra y hierbas quemadas.
—Te estaba esperando, trasgo… has tardado. ¿La de siempre?
—Sí, bruja. La de siempre.
—¿Traes los ingredientes?
—Sí.
Ella revisó uno por uno:
—Musgo de río… muérdago… setas luminosas… ¿y el veneno?
—En el pañuelo.
—Me vale. ¿Traes el dinero?
Anuk le tendió un saquito con minerales brillantes. Ella sonrió apenas, una grieta en su rostro, e hizo desaparecer el pago entre sus dedos nudosos.
—No es suficiente. Necesito algo más. Un murciélago como ese, tal vez.
—¡Ese era el precio acordado, bruja! Mi murciélago no se negocia.
—Está bien… tráeme más setas otro día. Ya sabes cómo aplicarlo.
Sacó de una estantería un frasco pequeño con humo azul oscuro que giraba dentro como un animal atrapado. Se lo entregó. Anuk lo ató a su espalda con cuerda de lana y, en un salto, montó a Ramper.
Regresaron al árbol-hogar. La ventana estaba abierta. Zarnilla esperaba con las orejas tensas.
—Rápido, rápido… está muy mal. Muy mal.
Anuk subió las escaleras de dos en dos. En el nido, la lechuza estaba desplomada: alas abiertas, pico entreabierto, ojos vidriosos. Abrió el frasco y lo acercó al pico. La niebla azul entró en sus pulmones.
De pronto, la lechuza abrió los ojos, soltó una arcada y vomitó. En el suelo cayó una rana roja, todavía entera, húmeda, muerta. La lechuza aleteó y comenzó a ulular, vibrando de energía.
—¿Cuándo va a aprender que no puede seguir comiendo esas jodidas ranas rojas de la ciénaga? —gruñó Anuk.
—A veces es el hambre quien manda… —respondió Zarnilla, bajando las orejas.
Flogging Molly – Drunken Lullabies
